Como si no pudiera ser de otra manera, fue Antonio Ninguno quien se encontró con ella de camino al trabajo. Se le presentó de frente y casi por casualidad, mientras caminaba a trompicones por entre las calles sorteando el tráfico matutino. Antonio era un tipo normal, sin más ambiciones que conservar su trabajo ni más preocupaciones que la de perderlo, con una vida estancada en la monotonía y la parsimonia, una vida aburrida pero segura, se decía. Su presencia, pues, prescindible, se vio en ese momento interrumpida por la aparición de aquella salida a otro mundo, y si hubiese pasado inadvertida para él, entonces no le habría pertenecido y podría habérsela agenciado Ana María, la barrendera; Julio, el maestro; o cualquier otro viandante de los que, día tras día, marchaban también por donde Antonio.
Sin embargo, fue él, Antonio Ninguno, quien se tropezó con aquella cuerda parda y gruesa, de apariencia resistente, que ascendía. Miró al cielo buscando su extremo pero apenas le alcanzaba la vista al punto donde la soga se hundía en las nubes. Entonces se dijo que la única forma de saber de dónde colgaba era subiendo por ella, y se lo repitió en voz alta: “has de trepar por la cuerda, Antonio”. Él era fuerte, debía serlo para trabajar en lo suyo, por tanto no le costaría demasiado arrastrar su pesado y musculoso cuerpo. Dejó el abrigo en el suelo y amarró la maroma con ambas manos, enroscó también su pierna izquierda; dio primero un fuerte tirón para comprobar el aguante y luego arrastró todo su cuerpo con el nervio de sus brazos, encogidas las rodillas pudo de nuevo estirarse y seguir subiendo. Se acurrucaba y extendía una y otra vez, sin mostrar signos de fatiga, avanzando a gran velocidad. No miraba abajo, continuaba absorto, cada vez un poco más libre, autárquico, emancipado.
Y llevados ya más de treinta metros, Antonio se preguntó por primera vez desde que había comenzado a trepar qué habría al otro lado, si sería también seguro como su vida anterior o si le sumergiría en la desgracia de la inopia, de la temerosa incertidumbre. Allí arriba volvió la cabeza y miró la calle por la que cruzaba día tras día, inexorablemente, tal y como debía hacer; consiguió distinguir las diminutas figuras de Ana María, la barrendera; Julio, el maestro y los otros tantos a los que se encontraba cada mañana de camino al trabajo. Después intentó de nuevo entrever el cabo de la soga, achinó inútilmente los ojos para divisar entre las nubes su futuro incierto. Y allí, colgado a treinta metros de altura, Antonio Ninguno no supo si seguir trepando o deslizarse hasta el suelo.
Escrito por: Hector Montón
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