I – Grussent, Hannover. 1803
Cuando la oscuridad forma parte de tu vida, y la gente que te rodea te evita con el fin de no adentrarse en ella, llega el momento de apartarte del mundo conocido y crear uno nuevo. Un mundo que únicamente esté hecho para ti… y los tuyos.
*
Las baldosas de la ensuciada plaza, gélidas por el frío intenso, resultaban ser un lugar horrible en el que pasar la noche. Las pocas palomas que se acercaban para comer los restos de migajas olvidadas, junto a los pellejos de piel de los cortes suturados, se convertían en el objetivo perfecto para los parroquianos hambrientos de ese lugar olvidado por los hombres y por Dios. El camuflado hedor de los cuerpos congelados se liberaba con los primeros rayos de sol, que revelaba las heridas de los pobres que sirvieron de banquete para los perros salvajes y que, por un motivo u otro, perecieron durante la noche. Las campanas de una iglesia lejana anunciaban el comienzo de un nuevo día y los afortunados que sobrevivieron a la gélida y dura oscuridad se levantaban escasos de fuerzas y de moral, dedicándose únicamente a deambular como fantasmas famélicos entre la multitud de un mercado cercano.
Borrachos, mendigos, mutilados… desgraciados. Las escaleras del templo romano abandonado servían de asiento para muchos de ellos y el interior en ruinas lo usaban para cobijarse. Hacía ya siglos que nadie frecuentaba esa plaza aparte ellos. Los edificios de piedra y de cemento barato que se levantaron a su alrededor, la convirtieron en un patíbulo de una cárcel improvisada que sólo disponía de un estrecho pasillo hacia el exterior. Los dueños de las casas nunca abrían las ventanas que daban a ese lugar. Cerraban los ojos ante lo evidente y se olvidaban de la caridad cristiana que les habían inculcado con esfuerzo y paciencia sus progenitores, pero que no aprendieron nada de ellos. Muchos llamaban a ese lugar basurero, otros ni siquiera sabían que existía y unos pocos, los más desvergonzados, incluso lo denominaban estercolero humano.
Los veranos y los inviernos pasaban de largo y los años mellaban la carne y la vida de los rezagados que apenas se aventuraban a salir al exterior. Los pocos que se atrevían, recolectaban restos de verdura estropeada, tripas de pescado y limosnas de ciudadanos que buscaban una limpieza rápida, insulsa y despiadada de conciencia. El estado de deterioro que presentaba esa gente era deplorable. Poco a poco la indignación mostró su rostro y el alcalde del pueblo, cabreado y fuera de sí, tomó la decisión de acabar con el asunto de una vez por todas.
«Prometí limpiar la ciudad y eso haré», dictó.
Una tarde encapotada de 1803, en la pequeña ciudad de Grussent, Hannover, ni los cuervos que descansaban sobre los inclinados tejados ni los copos de nieve que luchaban contra el viento para conseguir alcanzar la superficie, se esperaban lo que estaba por llegar. La histeria colectiva, acompañada por la locura y la exaltación, condujeron a la mitad de los habitantes y a su alcalde frente al estrecho pasillo que llevaba hacia el templo de los desgraciados. Los truenos estremecían las paredes de los edificios cercanos y los rayos desvelaban las tormentosas expresiones de los portadores de estacas, palas, sierras, pinchos, hierros y clavos. El imperceptible ruido del silbato del demonio enrabietó a los presentes trasformando sus ojos en espejos sedientos de sangre y sus manos en instrumentos estériles y malignos. Muchos de la otra mitad que permaneció oculta en sus casas dejando las calles desiertas, las tiendas cerradas y las almas inquietas, empezaron a rezar el padre nuestro, abrazados a sus hijos, sujetando iconos de santos y santiguándose sin parar. Lentamente y sin tener ningún sentido, las plegarias se convirtieron en himnos satánicos que acallaron las voces de los animales, el sonido de las hojas de los árboles y el rugir del río cercano, para dejar lugar a un maléfico silbido que se adueñó de sus corazones.
II – Masacre
No se encendieron antorchas porque los títeres del demonio podían ver en la oscuridad. No apartaron la mirada porque estaban cegados por un odio irracional, y el ansia de matar, más propia de los lobos rabiosos que de un ser humano, abrasó su débil voluntad. No había luna, ni soplaba el viento, ni se oían los latidos de sus corazones. Únicamente el silbido atravesaba sus tímpanos y ensordecía su sentido común.
El alcalde blandió una vieja y oxidada espada bañada por la sangre de guerras pasadas y la multitud obedeció. Se adentraron, uno a uno, en el estrecho pasillo hasta llegar a la plaza de los miserables, desgraciados y enfermos que intentaron esconderse tras los harapos que utilizaban como ropa y las ruinas que les servían de hogar. Vieron cómo desde las persianas de las ventanas cerradas de los alrededores los observaban con detenimiento. El polvo se estancaba en la densa peste del odio, las paredes escuchaban el dolor y los pasos de los endemoniados hombres retumbaban por doquier.
Un rayo cayó en el centro de la plaza e inició un fuego que permaneció inmóvil y se mantuvo vivo e inodoro, siendo sus llamas alimentadas por una fuerza invisible y a la que nadie prestó atención. Los dementes empezaron a introducir en él barras de hierro y, aunque el otro extremo les quemaba, lo sujetaban con fuerza con las manos desnudas y blandían su punta que brillaba con avivados tonos amarillos, rojos y naranjas. Unos golpeaban a los desfavorecidos, otros los escupían y les clavaban pinchos y cuchillos poco afilados, y el resto se dedicaba a sujetar las cabezas hacia arriba manteniéndoles los ojos abiertos para que pudieran ver su propio castigo infernal.
El ruido del hierro candente hundiéndose en sus córneas sonaba como el húmedo trozo de carne que chirría y chasquea cuando se fríe en aceite hirviendo. Cuando les cegaron a todos, jugaron con ellos cortándoles las orejas y los dedos de los pies, y se los tiraban a la cara esperando que a alguno se le colase en la boca y se atragantase con su propio miembro. La sangre lo cubría todo e incluso las escasas estrellas que vigilaban desde arriba se escondieron detrás de unas nubes oscuras, y la noche se hizo aún más espesa.
Los escuálidos cuerpos yacían en el suelo, ya rendidos, esperando a morir desangrados y así por fin encontrar algo de paz. Los habitantes rabiosos les agarraron por la cabellera y por el cuello y les apostaron por las paredes, como si quisieran dejarlos descansar antes de su último viaje. Pero no era así. Con unos martillos pesados y unos clavos de hierro, de un palmo de largos, clavaron los castigados restos por las paredes, como si estuvieran crucificándolos. Las palmas mirando hacia fuera, los pies cruzados y perforados para que su peso cayera sobre los tobillos rotos, la cabeza débil e inclinada hacia abajo, a modo de penitencia, y la carne desgarrada con la sangre deslizándose hacia el suelo. La peste de la mugre fue sustituida por la de la muerte. Y cuando faltaban únicamente unos minutos para que el sol apareciese, el infernal silbido cesó.
III – El muro
Los hombres que se habían trasformado en bestias recobraron el conocimiento. Se aclararon sus ojos escocidos y empezaron a verse unos a otros hasta que, inevitablemente, se miraron a sí mismos. Les horrorizó ver la sangre pegada en su ropa, sus manos sucias y quemadas, las aves que descendían desde lo alto y huían de la tormenta que se avecinaba para alimentarse de los mutilados cuerpos y los restos de ojos desechos esparcidos por el suelo. Asustados y sin poder creerse lo que acababan de hacer, gritaron y se sacudieron igual que se sacuden y se revuelven los cerdos cuando los persiguen con piedras y los golpean en la cabeza.
—¡Salid todos de aquí! —gritó el alcalde, atormentado.
Su chaqueta de costura fina, botones bañados en oro y bolsillos de diseño, se había transformado en un paño de sangre que tenía vísceras incrustadas y restos de carne chamuscada. El hedor le revolvía las tripas y le entraban arcadas. La sensación de culpabilidad le corroía y nada ni nadie en el mundo sería capaz de expiar el pecado cometido.
—¿¡Qué hemos hecho!? —gritó de nuevo el alcalde.
La multitud corrió por el estrecho pasillo, golpeándose e hiriéndose contra las paredes, cayéndose al suelo y empujándose entre sí. La falta de cordura se convirtió en una indescriptible sensación de terror y remordimientos que les recomía por dentro y anulaba su amor propio, su orgullo y sus ganas de vivir con dignidad.
El alcalde esperó a que todos se marchasen y permaneció de pie en el centro de la plaza sin poder creer lo que contemplaban sus ojos. Se santiguó un par de veces y, al hacerlo, un fuerte dolor de estómago le recorrió el cuerpo hasta subírsele a la garganta. Se ahogaba. Se asfixiaba. El calor que desprendía su sangre al circular frenéticamente por su torrente sanguíneo hacía que la piel se inflamase y enrojeciese.
—Debo salir de aquí —musitó.
Corrió como un loco intentando no resbalarse con la sangre derramada que se espesaba lentamente al perder el calor de un corazón que late. Se agarró por las paredes y se torció los dedos hasta rompérselos. El estrecho pasillo parecía cerrarse ante sus ojos, pero era un espejismo. Los que le esperaban en el otro extremo observaban atónitos la manera en la que su alcalde se auto fustigaba, y ninguno estaba dispuesto a adentrarse allí dentro para ayudarle a salir.
Somos unos cobardes, cobardes y asesinos, pensaron todos.
Cuando faltaban tan sólo unos pocos metros para que el alcalde saliera del pasillo, una fuerza invisible se alzó frente a él como si una pared le cortase el paso. A pesar del dolor que le provocaban los dedos rotos, golpeó la pared con fuerza una y otra vez. Gritaba como un desalmado, pero su voz se perdía en la nada y su rostro lleno de sangre se ahogaba en el sufrimiento del miedo provocado por los pecados cometidos.
La muchedumbre, en vez de intentar cualquier otra cosa para ayudarle, se alejó aún más. Y, de pronto, el alcalde se arrugó hacia dentro, su cintura se dobló al revés, y fue succionado hacia el interior del pasillo hasta que desapareció.
El terror silenció a los presentes.
Los constructores trajeron ladrillos y piedras, los ayudantes cemento y arena, y el resto ayudaba como podía. En cuestión de horas, el pasillo había desaparecido detrás de un muro de un grosor exagerado y de una altura que superaba incluso a la de los edificios colindantes. Los habitantes de esas casas las abandonaron sin vacilar y se alejaron de ese lugar todo lo que pudieron. Muchos incluso abandonaron el pueblo, hasta tal punto que únicamente quedó el despojo de lo que antes era una feliz y próspera comunidad.
IV – El tiempo olvida
Con el paso de los años, la mugre de la pared se hizo tan densa que era difícil de limpiar, y cuando alguien transitaba cerca de ella, un dolor abdominal y un tremendo escalofrío se apoderaba de su cuerpo. Los dolores crónicos de cabeza y la acidez en la garganta eran los efectos secundarios. De vez en cuando se oficiaba una misa para apaciguar a los espíritus que habitaban en ese lugar. Ninguno de los actuales habitantes conocía la atrocidad que se había cometido hacía mucho tiempo. La gente achacaba esas horribles sensaciones a los fusilamientos que se realizaron en el lugar durante la última guerra. Pensaban que era normal que el mal deambulase por allí. De hecho, las casas cercanas estaban abandonadas, ya que persona alguna deseaba vivir en ellas y nadie las arreglaba tras los desperfectos causados por los bombardeos. Nunca existió industria alguna ni tampoco bases militares o cualquier otra instalación de interés, pero aun así el castigo al que los sometió la aviación aliada fue brutal. Nadie jamás entendió el porqué.
En la base de la pared, un cura junto con dos monaguillos había colocado un pequeño altar con una virgen de porcelana que adornaban con flores cada día y que curiosamente se marchitaban durante el trascurso de la noche.
No sé qué sucedió en este lugar, pero no hay manera de purificarlo, decía el cura.
En una ocasión, un vendedor de calabazas dejó su carro completamente lleno cerca de la pared y se acercó a un afilador ambulante para que le arreglara sus cuchillos. No pasaron ni veinte minutos y cuando regresó a por su mercancía, vio cómo unos gusanos, negros como el alquitrán, salían desde el interior de las calabazas y se las comían. Enseguida se tornaron moradas y casi en un abrir y cerrar de ojos se pudrieron. Quedaron únicamente los gusanos que, al instante, se asfixiaron sin motivo aparente.
Poco a poco, lo que ocurría cerca de la pared que ocultaba el estrecho pasillo, se convertía en leyendas y cuentos para asustar a los niños. Las parejas se separaban, los perros se enrabietaban, las aves se desplomaban muertas, los alimentos se pudrían y hasta la virgen de porcelana se agrietaba y necesitaba ser reparaba el quince de cada mes.
Curanderos y chamanes, gitanos y agoreros, políticos y charlatanes, científicos y predicadores, toda clase de gente se acercaba y prometía averiguar lo que pasaba, pero con lo único con lo que se quedaban era con la promesa, algunas monedas sueltas y la decepción de los que atestiguaban dichas intervenciones. Y mientras los años pasaban y el mundo tenía cada vez más acceso a la información y a las modernas tecnologías, menos se hacía caso a las leyendas y a los hechos sin explicar. La venda del conocimiento encubrió por completo el saber de las supersticiones, ocultando hechos y verdades que, tarde o temprano, siempre terminan por salir a la luz.
V – El antiguo templo romano
—¡Cuidado! No quiero que se dañen las estructuras colindantes. Recordad que llevan en pie casi trescientos años.
Bernard Weiss descubrió hace poco la existencia de un templo oculto en el centro de una pequeña ciudad. Cuando un avión robot sobrevoló la zona por primera vez y sacó fotografías aéreas, no se imaginaban que, rodeado por edificios y una pequeña plaza, descubrirían las ruinas de un templo que parecía pertenecer a la época romana. Cuando comunicó el descubrimiento a los rectores y responsables de la universidad, se tramitaron de inmediato los documentos oportunos, se obtuvieron los permisos y se consiguió la financiación necesaria para comenzar el trabajo.
—¿Por qué no se tira en vez de desmontarla? —preguntó uno de los obreros.
—No hemos venido a destruir, sino a investigar —contestó Bernard.
—Pero si casi no se mantiene en pie.
—Creo que si no llegamos a entrometernos se mantendría en pie durante mucho más tiempo que los edificios que hay alrededor.
Desde abajo veía cómo los trabajadores subidos en una grúa desmontaban la pared piedra a piedra, fotografiando cada fila que quitaban y bajando las piezas para ser catalogadas y guardarlas para su posterior estudio.
El joven arqueólogo, de cabellera rubia y fina, y con rostro angelical recién afeitado, tenía la mirada clavada en los movimientos que hacían los trabajadores. Su estatura era más bien mediana. Su madre, de procedencia búlgara, se trataba de una mujer extremadamente hermosa pero no demasiado alta, y eso lo había heredado de ella junto a sus ojos castaños que, de vez en cuando, parecían tornarse amarillos en función de la exposición de la luz existente que hubiere. Había dedicado su vida al estudio de las culturas antiguas y en especial a la de las tribus germanas y a la de los romanos. No era muy dado a los deportes y, aunque era muy delgado, no lucía ni un dorso musculoso ni un abdomen marcado.
—En las fotografías aparecía un estrecho pasillo que conducía a una plaza. ¿Podéis verlo? —preguntó Bernard.
—Ahora sí —gritaron los trabajadores.
—Bien… seguid así.
El joven se acercó a una taberna cercana donde el resto de su equipo se había parado para comer. Eva, Claus y Gunter disfrutaban de un plato de guisado con patatas, judías verdes y carne de ciervo, acompañado con ensalada de raíces frescas y salsa de moras rojas.
—¿Te sientas a comer con nosotros?
—No, Gunter. Estoy demasiado nervioso.
—Pues tú lo pierdes. La comida está buenísima.
—No me cabe la menor duda.
A Gunter le gustaba comer y eso se reflejaba en su gran barriga, sus redondeados mofletes y su papada. Eva, más fina y esbelta, ocultaba su belleza tras unas gafas de pasta negra y una descuidada cabellera, mientras Claus, el más fuerte y apuesto de todos, no destacaba por sus conocimientos académicos, pero su capacidad de manipular a los demás, para conseguir lo que quería, resultaba muy útil cuando trabajaban lejos de la universidad.
—No tardéis demasiado que estamos a punto de despejar el paso —dijo Bernard.
VI – Plegarias
Eva tocó las paredes ennegrecidas por la mugre y el tiempo, y sintió el frío tacto de la piedra que se le metió hasta en los mismos pensamientos. Apartó la mano de golpe y se puso unos guantes de lana para protegerse. Volvió a tocar las paredes y el frío intenso y penetrante volvió a recorrer su cuerpo como si siguiera teniendo la mano desnuda.
¿Qué demonios pasa?, pensó.
El viento silbó una melodía conocida que agitó las hojas de los árboles y movió las viejas persianas de las casas y el estrecho pasillo se alargó hasta parecer infinito. Eva se sentó en el suelo, agotada. Pensó que aquejaba un ataque de ansiedad o una reacción alérgica. No lo sabía y tampoco era normal en ella.
—¿Qué te pasa, Eva? —preguntó Bernard.
Se sujetó el pecho y respiró con dificultad.
—¡No lo sé! —contestó angustiada.
—Rápido… una ambulancia —gritó Claus.
—No… no. Ya estoy bien —dijo Eva.
La joven se levantó como si nada hubiera sucedido y se acercó al equipo.
—¿Pero qué te ha pasado?
—No lo sé, Gunter. Supongo que me he mareado porque algo me ha sentado mal.
—Si tú nunca te encuentras mal —replicó.
—Me estaré haciendo mayor —dijo Eva y se rio.
Con su fuerte carácter, siempre se sobreponía y se salía con la suya, aunque no precisamente de forma muy diplomática. Su metro noventa de estatura también le ayudaba mucho, ya que era el miembro más alto del equipo. Su pelo castaño, oculto bajo gorros de lana o pañuelos de colores, jamás revelaba la belleza escondida de la joven experta. No tenía curvas femeninas marcadas y para ella eso era lo ideal.
Así puedo pasar inadvertida en un mundo que hasta hace poco estuvo dominado por los hombres y que, en ocasiones, aún lo está, decía Eva.
Pero su estatura le estropeaba el poco disimulado camuflaje.
—Volvamos al trabajo —ordenó Bernard—. Quiero que cojáis las cámaras y empecéis a grabarlo todo. Puede que nos encontremos frente a uno de los descubrimientos más raros y extraordinarios del que jamás se haya oído hablar. Es verdaderamente insólito dar con un templo antiguo, sin descubrir aún, en medio de una ciudad moderna.
Claus y Gunter cogieron sus pequeñas Sony de alta resolución, mientras Bernard junto a Eva se prepararon para encabezar el recorrido.
—Un minuto —gritó una voz tras ellos.
Se giraron y vieron a un cura que llevaba observándolos desde el principio.
—Permitidme rezar por vosotros antes de que os adentréis en ese lugar oscuro —dijo el cura.
—Por supuesto, padre… cómo no —contestó Bernard.
No sabían muy bien de dónde había salido ese hombre ni les importó demasiado. Agacharon la cabeza y cruzaron sus manos frente a sus cinturas, esperando que los bendijera.
Cualquier ayuda, tanto material como espiritual, es buena para que todo vaya bien, pensó Bernard.
No sospechó de nada extraño.
— …y que Dios os bendiga —terminó el cura.
—Muchas gracias, padre —dijo Claus.
El equipo se dio media vuelta y se dispuso de nuevo a proseguir la investigación. Sin embargo, no se percataron que, durante las plegarias del cura, el estrecho pasillo se había iluminado un poco más que antes y sus paredes ya no estaban tan frías. Incluso el silbido del viento había cesado y parecía que la calma predominaba sobre lo demás… de momento.
VII – Afrodita
El pasillo resultó ser más largo de lo que aparentaba al principio, pero ya lo habían atravesado. Gunter notó cómo su aliento le pesaba y apestaba, a pesar de haberse lavado los dientes por la mañana. Lo que no sabía era que su sistema digestivo sufría un inexplicable trastorno y los jugos gástricos le recomían por dentro. Todo su cuerpo sufría una horrible transformación. El pelo se le caía, tanto el de la cabeza como el del resto del cuerpo, las encías se le hincharon y la nariz empezó a sangrarle.
—¿Qué te pasa, Gunter? —preguntó Eva.
—Nada… ¿Por qué lo dices?
—Estás sangrando por la nariz.
Gunter se limpió con la muñeca izquierda y vio la sangre.
—Debe haberme sentado mal el vino. No te preocupes, es algo que me pasa de vez en cuando.
El viento silbaba entrecortado en la plaza que parecía iluminarse por momentos. Claus escrutó su alrededor a través de la cámara y grabó las primeras imágenes. Las paredes de los alrededores estaban llenas de clavos viejos que habían sido colocados de forma aleatoria y sin ningún sentido. Los restos de tablas de madera yacían por los suelos pudriéndose, y las ruinas del templo antiguo aguardaban a los visitantes. Las escaleras de piedra que conducían a él, brillaban a causa de los rayos de sol que reverberaban sobre su relamida y humedecida superficie. A lo alto, una columna de estilo jónico se apoyaba encima de los restos de una pared de piedra que había sido demolida, creando un improvisado refugio que, normalmente, estaría cobijando a algún animal callejero. Pero no había nada. Las piedras no amontonadas pero sí esparcidas sobre un suelo de mosaicos desgastados y bajorrelieves casi imperceptibles, yacían en ese lugar, inalteradas, durante muchos años. Y en el fondo, apartado de las ruinas y el polvo, una estatua permanecía erguida como si el tiempo no la hubiera rozado.
—¿Crees que se trata de Afrodita? —preguntó Claus.
—No lo sé —contestó Eva—. Tiene muchas similitudes, pero fíjate en los detalles. La barbilla es demasiado masculina, sus ojos muy redondeados y la postura en la que ha sido tallada es demasiado inapropiada para describir a una diosa tan bella como Afrodita. Parece más un hombre en el cuerpo de una mujer.
—O una mujer esculpida como un hombre —añadió Bernard—. Sea quien fuere, no entiendo cómo no ha sufrido desperfectos por las inclemencias del clima, al igual que todo lo demás.
Gunter levantó los hombros mientras observaba tras de la cámara.
—Creo que es un extraordinario golpe de suerte que nos conducirá al estrellato.
Todos se rieron y continuaron observando su alrededor.
—Hemos dado el primer paso y nos hemos cerciorado de que aquí hay mucho trabajo por hacer —dijo Bernard—. Está anocheciendo, así que será mejor que nos vayamos y mañana a primera hora regresamos y seguimos.
VIII – El silbato del demonio
Cuando acabaron la cena, acompañada por unas cuantas cervezas y una botella de champán para celebrarlo, todos se dirigieron a sus habitaciones. La pensión se encontraba a unos pocos metros del descubrimiento y el dueño les había hecho un precio especial por tener planeado quedarse durante bastante tiempo. El viejo edificio se calentaba con dificultad, pero en el transcurso de esta noche en especial, los inquilinos necesitaron más de una manta gruesa para no pasar frío.
Gunter, que dormía a pierna suelta, empezó a sentir cómo se le revolvían las tripas. No sabía que su interior se estaba licuando como si le hubieran metido dentro de un microondas y le estuvieran radiando a baja potencia. El fuerte dolor le hizo estremecer. Se estiró con fuerza y agarró los cantos de la cama. Se retorció y empujó con las piernas el bajo de madera hasta romperlo. Una espuma blanca mezclada con sangre y restos diversos empezó a salirle por la boca. Los ojos se le blanquearon y su cerebro dejó de procesar el dolor. Gunter había muerto.
El silbato del demonio sonaba de manera silenciosa y los perros del infierno ya rondaban por los alrededores. Bernard se despertó sobresaltado y empapado en sudor. Había soñado que su amigo Gunter deambulaba sin rumbo entre tinieblas grises y pestilentes. Corría tras él, pero no conseguía alcanzarlo. En cierto momento, apareció de repente delante de su amigo y le hablaba sin que Gunter le hiciera caso. Tenía la cabeza calva, el torso lleno de sangre, la barriga flácida como si la hubieran vaciado y la cara oscurecida por una sombra.
¿Qué te ocurre, Gunter?, preguntó en sueños.
Cuando su amigo le mostró el rostro, a Bernard se le heló la sangre. Estaba ciego. Unas lágrimas de sangre recorrían sus mejillas. A continuación se percató que le faltaba el brazo izquierdo.
—¡Dios santo!
Bernard se levantó de la cama y corrió hacia la habitación de Gunter. Estaba al tanto que se relacionaba únicamente con una pesadilla. Era consciente que se trataba de una de esas historias para asustar a los niños y no a los adultos. Sabía que era absurdo despertar a su amigo a aquellas horas de la noche, pero también sabía que lo que acababa de ver, era algo más que un sueño.
Primero tocó a la puerta con suavidad. Luego con un poco más de fuerza y, finalmente, empezó a dar unos tremendos porrazos que despertaron al resto de los huéspedes.
—¿Qué está pasando? —preguntó Eva.
—Algo malo le ha pasado a Gunter. Lo sé.
—¡Apártate! —dijo Claus.
Golpeó la puerta con fuerza y gritó:
—¡Gunter! Déjate de tonterías y abre la puerta.
Al ver que no contestaba arremetió contra la puerta. No se abrió.
—Otra vez —indicó Eva.
Claus se abalanzó con fuerza un par de veces más. Hasta que finalmente consiguió romper las bisagras y abrirla.
—Pero…
Bernard permaneció encima de la cama, sorprendido.
—¿Dónde demonios se habrá metido?
En la cama quedaban únicamente restos de líquidos viscosos y trozos rojos de gelatina que aparentemente se trataba de sangre coagulada. Y un rastro de todo se dirigía hacia la ventana que estaba abierta.
IX – Grabando
—Tengo un mal presentimiento.
Bernard salió corriendo de la habitación de Gunter y se dirigió hacia las ruinas del templo. La oscuridad de la noche se cernía aún sobre la pequeña ciudad, aunque no tardaría mucho en amanecer. De su coche, que estaba aparcado frente a la pensión, sacó dos linternas, una barra de hierro y una pistola que guardaba por si la necesitaba para ocasiones extremas. Claus agarró su cámara y se fue tras él, y Eva cogió otra barra de hierro y se sumó a la búsqueda.
—¿Estás seguro que encontraremos a Gunter en ese lugar? —preguntó Eva.
—Casi al cien por cien.
El dueño de la pensión avisó a la policía y al cura. Desde el mando de control de la policía le enviaron dos patrulleros. No era la primera vez que algo extraño sucedía cerca de aquel lugar, pero jamás había desaparecido una persona de esa manera.
—Acércate por favor, Eva. Coge esta linterna y sígueme —ordenó Bernard.
Eva respiró profundamente y alumbró el suelo.
—Fijaos en eso.
El extraño rastro se veía claramente.
—¡No quiero entrar ahí! —dijo Eva, asustada.
—Muy bien, pero yo no pienso abandonar a Gunter.
La mujer, que seguía espantada, se colocó las gafas y volvió a inhalar una gran aspiración de aire.
—Vale… te sigo.
—¿Estás segura?
—No, pero te sigo igualmente —contestó.
En el estrecho pasillo, las paredes cambiaban de color como si se encontrasen dentro de un túnel de cristal a varios metros bajo la superficie del mar. Los tonos negros se mezclaban con sombras grises y se desvanecían en olas púrpuras.
—Lo estoy grabando todo —dijo Claus.
—¿Crees que es momento para hacerlo? —preguntó Bernard.
—Somos científicos y a esto es a lo que nos dedicamos, además…
Un chillido horrible interrumpió a Claus. Se parecía mucho al ruido que hacen los cerdos tras ser degollados por un mal matarife. La angustia y la desesperación flotaban en el aire y resecaba las gargantas de los tres compañeros.
—¡Mirad!
Claus mostró la cámara.
—¡No es posible! —exclamó Eva.
En las desnudas paredes de la plaza no había nada, pero en el monitor de la cámara aparecían los desgraciados que habían sido cegados, torturados y crucificados. Sus entrañas colgaban aún desde sus costados y sus lenguas se desprendían por sí solas y se caían al suelo. La piel de sus caras se deshacía como arcilla recalentada y se deslizaba por el cuello y la harapienta ropa. Se adherían a los botones rotos y a los bolsillos que colgaban.
—Pero…
Claus no acababa de dar crédito de lo que veían sus ojos. Una sombra, negra y etérea, flotaba como un enjambre de mosquitos malditos. Se posaba sobre los moribundos y los envolvía igual que la peste. Uno tras uno, los cuerpos se marchitaban, y uno tras uno, regresaban a su demacrado estado para volver a ser devorados… hasta la eternidad.
X – Demonio
Bernard miraba cómo el cuerpo de Gunter era arrastrado por lo pies por una fuerza invisible. Sus restos se descomponían con cada tirón. De repente, el cuerpo se suspendió en el aire, boca abajo, y se pegó en la pared de los horrores. Claus observaba a través de la cámara cómo la sombra clavaba a su amigo en una especie de cruz similar a la del anticristo.
—¡Marchémonos de aquí! —gritó Eva.
El ruido y la intención de irse fueron percibidos por la cosa maligna y rápidamente se puso delante de ellos, y con una voz susurrante, como la de una serpiente pero a la vez alta y clara, les maldijo y les advirtió.
No podéis escapar. No hay salida.
El angosto pasillo se alargaba y se estrechaba con cada segundo que trascurría. La plaza se hacía cada vez más grande y un brusco cambio gravitatorio les impedía moverse con soltura. Era como si el lugar entero descendiera hasta las mismísimas entrañas del infierno. Un ascensor maldito.
—Al menos, dinos quién eres —osó cuestionar Bernard.
La sombra se retorció y se enrolló a su alrededor.
Cuando acabe con vuestro amigo, seguiré con uno de vosotros, mientras tanto… indagad todo lo que queráis.
Y regresó al cuerpo de Gunter para seguir devorándolo.
—¡Debemos salir de aquí! —gritó Eva.
Claus seguía grabando por mero instinto, como si su mente hubiera desaparecido o si se encontrase congelada en un recóndito rincón de su cabeza.
—Quizá si averiguamos quién es el demonio podamos librarnos de él.
Eva no hizo caso a su colega y el pánico se apoderó de ella. Miró a su alrededor y se apretó la cara con las palmas de las manos. Se tiró del pelo, cruzó los brazos, gritó con desesperación y salió corriendo hacia el estrecho pasillo. Pero no llegaba a ninguna parte. Y Claus seguía grabando.
Bernard se adentró en las ruinas. Una extraña niebla, fría y espesa, le dificultaba el paso.
Debo saber quién es para atacarlo, pensó.
Sus estudios sobre la iglesia medieval y la mitología eran extensos y sabía muy bien que en el rito del exorcismo lo que se persigue es conocer el nombre del demonio para poder expulsarlo.
—Maldita sea —musitó.
De repente, dos policías aparecieron en la plaza.
—¡Qué está pasando aquí! —exclamó uno de ellos.
La sombra se alegró.
El otro policía, que se encontraba detrás, sacó su arma, apuntó a la cabeza de su compañero y le disparó sin vacilar. Al instante, sus lágrimas se trasformaron en un potente ácido y sus ojos se quemaron. Aun sí, permanecía en pie. Sin inmutarse.
Claus giró la cámara y empezó a grabar al policía. La sombra le estaba envolviendo y abriéndole el cráneo como se hace con un recipiente herméticamente cerrado.
Me gusta que me miren.
El policía, en un instante de lucidez, reprimió el dolor y disparó a Claus varias veces.
—Que Dios me perdone —susurró el policía mientras el cuerpo sin vida de Claus tocaba el suelo.
La sombra se cabreó y le apretó el cráneo con más fuerza. Desesperado, se puso la pistola en la sien y se suicidó.
Bernard observaba asombrado, incapaz de reaccionar. Enseguida entendió que el demonio se alimentaba del dolor y del sufrimiento de sus sacrificios.
XI – El templo de Pandora
El silbido del diablo era intenso y conducía a la locura. Bernard se tapó los oídos y se sujetó la cabeza. Sentía que pronto le estallaría. Se arrodilló en las ruinas e intentó cobijarse tras la columna caída, y fue allí, entre el polvo y los escombros, donde encontró una inscripción en latín. Se frotó los ojos e intentó descifrarla.
TEMPLO DE PANDORA
HIJA DE TODOS LOS MALES DE LA TIERRA
Y DE LA ESPERANZA MUERTA
Bernard reaccionó.
—¡Pandora! ¡Demonio! ¡Aléjate de nosotros!
La sombra empezó a disiparse y su lugar lo ocupó la esbelta figura de una mujer vestida con un traje de cuero agrietado y con una máscara de cintas marrones que le sujetaban la piel de la cara, que estaba recomida por gusanos y rasgada por las garras de Cerbero. El guardián del infierno no fue capaz de impedirle escapar de la cárcel de Satán y durante muchos siglos se dedicó a buscarla por la tierra, pero sin conseguir dar con ella.
No pronuncies mi nombre. No puedes salvarte, hagas lo que hagas.
El silbido que enloquecía a los hombres cesó y Pandora se giró bruscamente posando su mirada en Eva. Ella extendía las manos mientras corría por el estrecho pasillo en busca de parte de algo de esperanza adonde agarrarse y poder escapar. De pronto, de la nada aparecieron unas manos que la agarraron y la sacaron de aquel lugar maldito.
—Ajajá. Veo que no conseguirás atraparnos a todos —dijo Bernard, medio enloquecido.
Pandora empezó a retorcerse y a irritarse. Cogió a Bernard de la pechera y lo levantó como a una pluma hasta alzarlo a la altura de su rostro. La mujer bestia exhaló encima de él una especie de polvo vaporoso con olor a pescado podrido y pellejo quemado, haciendo que Bernard vomitase al instante.
Ahora morirás.
El condenado a morir cerró los ojos y aceptó su destino aunque no paraba de reírse. Y mientras Pandora se disponía a abrirle el cráneo para sorberle los sesos y el alma, las manos que salvaron a Eva volvieron a aparecer de la nada y con mucha fuerza tiraron del cuerpo rendido.
—¡Apártate, demonio! —ordenó el cura que les bendijo al principio—. ¡Apártate! Este cuerpo no te pertenece.
Pandora se arrodilló y sintió cómo una luz cristalina la cegaba y la obligaba a apartarse. Perdió el control. Bernard desaparecía lentamente y el silbido del demonio sonó con más fuerza que nunca. Entonces Cerbero apareció de entre las sombras y con una de sus cabezas mordió a Pandora en el cuello, con la otra en el muslo y con la tercera aulló de satisfacción mientras una densa niebla ocultaba todo el lugar. Hasta que la pesadilla terminó.
*
Días más tarde, en Berlín.
En el ala de alta seguridad del manicomio se encontraban esquizofrénicos, paranoicos, trastornados, fantasiosos, y dos supervivientes. Ellos conocían la existencia de los seres que les rodeaban y del poder que poseían. Sabían que el infierno existía y que sus guardianes no eran infalibles; igual que los humanos. Eva y Bernard caminaban por los pasillos, desconcertados pero no confusos, y únicamente se preocupaban por no toparse con más supervivientes parecidos a ellos. Aprendieron que existe una línea muy fina entre la locura y el profundo conocimiento del mundo que nos rodea. Lo que no sabían era que, incluso en aquel lugar de paredes acolchadas y de cámaras de seguridad que recopilaban imágenes las veinticuatro horas del día, existían también paredes que, al derribarlas, sus secretos podían devorar la carne y las almas de los que osaban adentrarse en ellas.
Y el silbido del diablo suena constantemente… aunque nosotros no lo oigamos.
FIN
Escrito por: Alexander Copperwhite
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Creo me puedo aficionar a leer estos relatos, con mucha facilidad.
Gracias
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