En uno de sus cuadernos de notas, Chéjov registró esta anécdota: “Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida”. Chéjov no llegó nunca, al menos que se sepa, a desarrollar una respuesta literaria a está aparente paradoja, no se si porque no le dio tiempo o porque tenía tramas menos retorcidas y más interesantes en las que devanarse la cabeza. Por mi parte ando fatal de tiempo y posiblemente podría encontrar tramas menos retorcidas, pero al final a fuerza de vanidad he sacado un rato para hilar una posible situación, aunque por imperativo histórico no pueda pasar por Montecarlo ni el protagonista tenga ocasión de volver a casa. Para colmo de pretensiones y en un alarde de soberbia aún se me ha ocurrido titularla medio parafraseando a Sábato.
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Le dolía todo el cuerpo, pero lo peor era tratar de respirar. Calculaba que por lo menos debían haberle roto dos o tres costillas y un pinchazo lacerante e insufrible envolvía sus pulmones cada vez que intentaba llenarlos de aire. Casi era una suerte no tener un espejo para contemplar cómo le habían dejado la cara, aunque tampoco le hubiera servido de mucho. No podía abrir el ojo derecho y la visión del izquierdo era borrosa, aunque suficiente para distinguir en la penumbra de la celda los gruesos lamparones sanguinolentos que embadurnaban el impecable smoking blanco.
La Gestapo ni siquiera le había puesto la mano encima limitándose a una especie de supervisión especializada, ocasionalmente interrumpida con algún consejo técnico que venía a extremar el celo y la saña de los gendarmes remangados. Quizá alguna cláusula del armisticio disponía que fuesen los mismos franceses los encargados de torturar a los franceses, algo en lo que había comprobado una siniestra y dolorosa maestría.
No hubo preguntas mientras lo golpeaban, una vez que sus captores habían descubierto la impostura el interrogatorio carecía de sentido. Conscientes de que el verdadero culpable había escapado daba lo mismo que el hombre que yacía en el suelo esperando el piquete de ejecución formará parte de la trama o fuera un gambito del azar. Culpable o inocente tenían a quien hacer pagar. La paliza era sencillamente parte de la rutina, igual que el papeleo.
Había asumido las consecuencias y siempre despreció a quienes se lamentan de lo que ya no tiene remedio, aún así no podía zafar el regusto amargo de la oportunidad perdida. El franco estaba por los suelos, pero un millón seguía siendo un millón y la redondez de los seis ceros inspiraba casi el mismo vértigo reverencial que antes de la ocupación. En cualquier caso era una suma respetable, más que suficiente para empezar de nuevo en otra parte, lejos del hediondo amasijo de colaboracionistas, chivatos y buscavidas en que había degenerado Vichy. En semejante páramo moral solo imbéciles del calibre de su hermano Christian podían ofuscarse en una integridad que no ayudaba a sobrevivir con los actuales amos de Europa. Christian siempre fue un santurrón chorreante de moralina, sermoneador incansable de elevados y aburridos principios, todo un aguafiestas impenitente y, desde luego, el peor jugador de póker que podía existir sobre la faz del planeta.
Tendría que haber puesto tierra por medio en el mismo momento que reconoció a su hermano en la mesa de juego tras cinco años de separación. Mantener el aplomo en toda circunstancia formaba parte de su oficio, pero esta vez sus emociones estuvieron a punto de traicionarlo. Christian llevaba una barba que no le impidió reconocer las facciones del rostro fraternal y el mismo pelo negro de siempre, engominado hacia atrás en perfección geométrica. Aquella imagen lo contemplaba a su vez desde el otro lado del tapete, especular en la misma ropa de etiqueta cortada a medida, sin más muestras de reconocimiento que un brillo de angustia casi imperceptible en la mirada.
Su hermano en tan selecto y exclusivo salón de juego era algo por completo fuera de lugar, encontrarse al mismísimo Petáin travestido en cualquier garito del Pigalle le hubiera sorprendido menos, pero no hubo lugar a explicaciones. La partida comenzaba, tenía el pálpito de que iba a ser la mejor de su vida y la tensión del juego postergó a segundo plano el estupor del encuentro. Le empezó a ir bien, muy bien, realmente bien. No le llegaban jugadas altas, pero si suficientemente sólidas para llevarse de mano las bazas más sustanciosas y esa noche había dinero en la mesa, mucho dinero. Un preboste del mercado negro, un empresario colaboracionista y un miembro del gobierno completaban el sexteto de jugadores con un Standartenführer de negro uniforme y aún más negra reputación de exterminador de resistentes. Ganaba y todos perdían, sobre todo su hermano que parecía disponer de una cantidad inagotable de dinero. Al teutón se le concedían tácitamente algunas mano de pleitesía, que celebraba con recias interjecciones wagnerianas entre sonrisas lacayas.
Pasaban dos horas de juego ininterrumpido y estaba en el cenit de su racha. Una somera estimación de sus montones de fichas arrojaba un cálculo ligeramente superior al millón de francos. Se trataba ahora de conservar las ganancias sin abandonar súbitamente, lo que hubiera sido imperdonable, por no decir peligroso. Habría de sacrificar alguna parte del dinero administrando escalonadamente las pérdidas necesarias para no desairar al resto de jugadores, exceptuando a Christian que parecía indiferente a cualquier bancarrota. De hecho estimó que más de la mitad de su botín procedía de las apuestas de su hermano.
El alemán propuso una pausa que fue unánimemente aceptada. Era hora de coger aparte a Christian y averiguar qué demonios se traía entre manos, pero el ministro lo retuvo con chabacanería etílica buscando su complicidad en una broma zafia sobre la pésima forma de jugar del banquero Couvertier, quien iba camino de arruinarse esa noche. Aquella falsa identidad disparó sus alarmas más cuando consiguió deshacerse del importuno no veía a su hermano por ninguna parte y sentía una inaplazable presión de vejiga tras la larga contención de la partida. Al entrar en el lavabo el SS yacía en un charco carmesí que Christian observaba fascinado blandiendo aún en su mano una hoja ensangrentada.
Un apremio de pasos se cernía hacia la puerta ahora entreabierta.
– Por la ventana, rápido.
Mientras veía a su hermano desaparecer ágilmente por el escueto tragaluz del escusado supo que, ahora sí, acababa de ganar la mejor partida de su vida.
Escrito por: Miguel Ortego
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