Como cada tarde, Gloria fue la última de sus compañeras en salir de la oficina de servicios sociales. Un psicólogo le hubiera diagnosticado adicción al trabajo, pero la realidad era más sencilla: sus padres habían muerto, apenas si tenía amigas y su novio le había dejado dos años atrás, así que ir a casa suponía darse un baño de soledad poco apetecible.
Dejó la mesa libre de papeles, para facilitar la tarea a la señora de la limpieza, y apagó su ordenador.
Dirigió sus pasos hasta el final del pasillo, y se asomó al despacho de su jefa quien, como siempre, hablaba por teléfono como si la vida le fuese en ello.
─No te preocupes, Lucía ─susurró para no molestar─. Sólo venía a despedirme. Hasta mañana.
─¡Espera, Gloria! ─espetó Lucía mientras le ofrecía un nuevo expediente.
Al cogerlo, varios papeles se escurrieron y acabaron desperdigados por el suelo. Lucía suspiró y Gloria se agachó a recogerlos con la mejor de sus sonrisas.
─Lo comentamos mañana a primera hora, si te parece ─dijo Lucía taponando el auricular del teléfono.
─¡Claro! Hasta mañana, entonces.
Cerró la puerta del despacho tras de sí, y maldijo su torpeza. Introdujo la carpeta en su bolso para no tener que volver hasta su mesa, y de nuevo en el angosto pasillo, observó su reflejo en las puertas metálicas del ascensor.
Si sigues engordando a este ritmo tendrás que bajar por las escaleras, pensó.
Llegó a casa dos líneas de autobús después, y tras darse una ducha, pedir pizza y sentirse culpable por haberlo hecho, se arrellanó sobre el sofá.
Encendió el televisor y se quedó dormida hasta que sonó el timbre. Tras dejar una generosa propina al repartidor, dio buena cuenta de la pizza. Después, al buscar un pañuelo desechable en su bolso, vio el expediente. Se sacudió las manos y lo cogió, mientras subía el volumen del televisor para que le hiciera compañía.
─Zoya Vasiliev Sidorova ─comenzó leyendo mientras abría una Pepsi light─. De origen ruso. Nacionalidad española desde mil novecientos noventa y cinco. Con antecedentes por prostitución y pertenencia de drogas. Última dirección conocida…
Examinó la documentación con detenimiento, y todo le hizo sospechar que se trataba de un cuadro de enajenación mental y síndrome de Diógenes. Había varias denuncias de vecinos, algunas por el mal olor que salía de su apartamento y otras por su comportamiento violento y esquivo.
No le dio mayor importancia hasta que reparó en su edad. Tenía cuarenta años, demasiado joven para rebuscar en la basura y coleccionar objetos inservibles.
Miró su reloj, y decidió acostarse pronto para hacerle una visita antes de acudir a la oficina.
Nadie te lo va a agradecer, so tonta, rumió mientras se lavaba los dientes.
Se apeó del taxi a las siete y cuarenta y cinco de la mañana, pero cuando lo vio alejarse a toda velocidad hacia la intersección sur, un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Estaba en las afueras de la ciudad, en un barrio que le recordaba a las películas del cine quinqui de los años ochenta.
Buscó el portal número trece y pulsó el portero automático del piso de Zoya. Nadie contestó. Volvió a llamar, pero con idéntico resultado. Cuando se disponía a marcharse, la vecina del primero se asomó al balcón.
─Si busca a la rusa será mejor que baje por esa calle hasta llegar al supermercado. La muy guarra es la primera en revisar los contenedores.
Gloria agradeció la información con un gesto de su mano y se dirigió calle abajo sin mediar palabra: era demasiado temprano para soportar la ira contenida de los vecinos. Ya habría tiempo para eso después.
Dos manzanas más abajo, frente al supermercado aún cerrado, vio a una mujer abriendo uno de los contenedores de basura, pero su aspecto era de lo más normal. Vestía con botas altas, pantalones vaqueros, blusa blanca y jersey de cuello vuelto. Llevaba el pelo impecablemente recogido en su nuca y sus movimientos no eran esquivos ni sospechosos. Podría decirse que era una mujer atractiva y con estilo, muy alejada del estereotipo con el que estaba acostumbrada a tratar.
Escondida detrás de un todoterreno, Gloria volvió a mirar la fotografía del expediente para cerciorarse de que no se equivocaba de persona.
No le hizo falta. En ese preciso instante la mujer abrió los contenedores uno tras otro, y rebuscó en ellos durante un buen rato. Gloria se acercó un poco más para observar la escena sin perder detalle. Por fortuna Zoya estaba enfrascada en su tarea y no se dio cuenta de que la estaban observando.
Encontró comida en buen estado, que depositó cuidadosamente sobre el contenedor para alguien necesitado pudiera cogerla más tarde, un pañal aparentemente usado, un espejo de mano, calzado desparejado y una lamparita de noche a la que sólo le faltaba una bombilla.
Contra todo pronóstico, observó el pañal con detenimiento y lo guardó en una bolsa de plástico que extrajo del bolsillo de su pantalón. Miró en derredor, satisfecha por su hallazgo, y continuó calle abajo.
Gloria le siguió con sigilo, y se alegró de haber madrugado: estaba confundida, intrigada por aquel síndrome de Diógenes tan selectivo y extravagante. ¿Qué buscaba en la basura?
Una hora y once contenedores después, Zoya dio la búsqueda por concluida. Estaba nerviosa, malhumorada, caminaba en círculos y sin rumbo fijo. Se sentó sobre uno de los pocos bancos que los chicos del barrio no habían destrozado, y comenzó a llorar desconsoladamente. Se cubrió el rostro con las manos, mientras contoneaba su cuerpo hacia delante y hacia atrás.
Por último, regresó al primer contenedor, y comenzó a gritarle y a darle patadas. Estaba fuera de sí, y lo hubiera destrozado de no ser por la voz de alarma de un anciano que amenazó con llamar a la policía.
Entonces, volviendo sobre sus pasos, dispuesta a regresar a casa tras otro día de infructuosa búsqueda, reparó en Gloria. Estaba en medio de la acera, con su carpeta bajo el brazo y con aspecto de no haber roto un plato en su vida. Se detuvo frente a ella, la observó de arriba abajo y le miró a los ojos con una indiferencia tal que le heló la sangre.
─No somos tan diferentes ─dijo sin apartar la mirada─. Podrías meter tu foto en esa carpeta de mierda que llevas y ya tendrías un nuevo caso.
Gloria no se atrevió a decir nada. Estaba atenazada por el pánico. Se quedó quieta, sosteniendo el expediente sobre su pecho hasta que Zoya reemprendió la marcha.
Decidió dejarlo ahí por el momento. Estaba tan confundida y asustada que necesitaba tiempo para pensar, así que decidió pasarse por la oficina. Lucía la estaría esperando, y con un poco de suerte podría arrojar un poco de luz sobre el caso.
Cogió su móvil y llamó a un taxi, pero de camino al trabajo sopesó las palabras de Zoya, y una oscura ansiedad se apoderó de su alma: estaba sola, tanto como pudiera estarlo la rusa o cualquiera de sus casos, y sin su trabajo era igual de vulnerable que ellos. Lo había visto muchas veces, como una delgada línea que separaba la cordura del delirio.
Se enjuagó las lágrimas y se recostó sobre el asiento hasta que el taxi se detuvo frente a su oficina. Se recompuso lo mejor que pudo, entró al despacho de Lucía y esperó pacientemente a que dejara de hablar por teléfono.
─Llegas tarde ─dijo sin darle tiempo a explicarse─. Por cierto, anoche te dejaste este papel en el suelo. Pertenece al expediente de Zoya. Échale un vistazo y luego hablamos.
Gloria salió del despacho dando el primer portazo de su vida: estaba cansada de darlo todo y recibir muy poco. Pero al sentarse y leer el papel que se había caído del expediente, sus problemas pasaron a un segundo plano y comprendió las acciones y las palabras de Zoya.
Sección primera de la audiencia madrileña, a dos de septiembre de mil novecientos noventa y seis.
La acusada se declara culpable del cargo de asesinato en grado de tentativa. Según escrito de acusación, la mujer dio a luz en el hospital de Henares de Coslada y, tras ocultar el embarazo a su pareja y entorno más cercano, introdujo al bebé dentro de una bolsa de deporte y lo arrojó a un contenedor cercano a su vivienda habitual, a sabiendas de que tal acto entrañaba un peligro para su vida. Alega a su favor la acusada haber sido violada repetidas veces por su pareja, así como forzada a ejercer la prostitución. No procede, considerando este tribunal dichas alegaciones como subterfugio.
El fatal desenlace no llegó a producirse gracias a que un viandante escuchó el llanto del bebé.
Se le deniega por tanto la custodia, contacto o información cualesquiera acerca de su paradero u hogar de acogida si hubiere. El menor pasará, a partir del día de hoy, a depender directamente de los servicios sociales de la Comunidad de Madrid.
La acusada ingresará en prisión de inmediato, donde podrá solicitar ayuda para su desintoxicación y posterior tratamiento psiquiátrico.
Escrito por: Txaber Saenz Dañobeitia
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¿Qué es la locura?.
¿Una patología relacionada con el funcionamiento anormal de la mente, que empuja a quienes la padecen a comportarse de forma poco o nada razonable?
¿…O es quizás una enfermedad del alma?
El hombre no se vuelve loco por ser, sino por sentir.
¿Y acaso el sentimiento no tiene que ver con el estado de ánimo?
¿…Y que es el ánimo más que una disposición emocional proveniente de la magnitud
y calidad, en cada momento, de nuestra fuerza interior, de nuestra energía, de nuestro ser?
En esta ocasión Txaber Saenz Dañobeitia, a mi, personalmente, me ha impactado, me ha sorprendido y me ha hecho reflexionar con este bello texto; que por otra parte exhala una reseñable madurez de escritura.
Como siempre, gracias por compartir…
Muchísimas gracias, Josefina. Poco más puedo añadir.
Me gusta Txaber, ¡me gusta mucho!
Amaia
Muchísimas gracias, Amaia. No imagino mejor recompensa para un escritor que empieza que comentarios como los tuyos…