«Todo caminante desorientado por el desierto busca agua. Pero lo cierto es que no existe suficiente agua para nuestros desiertos».
Cuando llegué a mi destino, el ruido mecánico de la ciudad se convirtió en un silencio casi sepulcral. Rara vez me dejaba caer por el Unpu, al saber del contagio nostálgico de sus adentros; pero una extraña e invisible apetencia me empujó a fauces abiertas. Aquel local parecía un cementerio de recuerdos, un campo sembrado de frustración, que poco a poco va creciendo. Las malas hierbas brotaban descontroladas por aquellos lares.
Amplio se mostraba el licor en las estanterías, cientos de botellas de todos los colores y formas invadían la parte trasera de la barra. Parecía un desierto en el que el alcohol hacía las veces de la arena. La madera de la barra, pulida con ginebra, tenía cicatrices de cigarrillo y golpes de dolor; fruto de los delirium tremens de sus amantes. Hacía esfuerzos por mantenerse en pie, esa vieja; que a todos los borrachos recoge en su regazo.
Pedí un café, y una vez lo tuve me senté en una de las mesas más alejadas de la puerta. Un hombre envuelto en una gabardina gris bebía en la esquina de la barra. Nadie le acompañaba. Estaba de espaldas a la puerta, lo que denotaba que su estado de alerta, hacia lo que sucedía más allá de los vasos de vidrio, era nulo.
-¡Otra!- murmuró (casi quería marcharse más que hablar).
Sobre cuánto sufrimiento restaba, debatía una y otra vez la alborotada voz de su conciencia. Dejaba tras de sí, una serenata de réplicas y malparadas historias, que acaban en basureros y entre barrotes de hielo. No hay razón que salga victoriosa de esta batalla. Se parte por la mitad, mucho antes del cenit de la tormenta. Se deja ir hasta el fondo, solo para llegar a algún lugar. Hablo, como no, de ese pellejo que protege por fuera, los añicos que llevamos por dentro.
Tenía los ojos cristalinos, y casi no pestañeaba. Las lágrimas que derramaba parecían cuchillas; y al deslizarse por su rostro lo desfiguraban. Eran los añicos de adentro, tratando de salir afuera; como buen monstruo que quiere devorar.
El camarero le sirvió el consuelo y también el trago, con tal audacia, que parecía música el gorgotear del veneno. Sonaba, como nueces que rebotan contra un suelo cada vez más imaginario, y con más baldosas blancas y negras. El hombre, enredaba con los lazos del pensamiento, el nudo de su garganta, pero no desistió ni quiso disfrazarse de sobrio, y blandiendo el vaso, pegó otro espadazo a los chillidos.
Los recuerdos flotaban hinchados sobre aquel escenario y parecían los restos del naufragio. Cuando era niño, nunca le sedujo el olor del crisantemo; en un florero de cristal guarda ahora las palabras de su hálito.
Y lo cierto es que todo caminante por el desierto, busca agua. Pues eso; agua estaba buscando mientras seguía un espejismo. Agua hasta ahogarse.
Escrito por: David Puente Aguilera
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