El escenario era un baño en la madrugada. Los azulejos color ocre reflejaban la tenue luz de la luna que entraba por la ventana del piso tres, ubicado en la calle de los Lirios. La ventana de cristal, con molduras de cobre oxidado, se había abierto mil ochocientas catorce veces. Quinientas dos veces la había empujado una mano temblorosa con al alma pendiendo de un hilo por la sensación de locura. Se trataba de un personaje altamente torturado por sus fantasías que se materializaban y habían terminado devorándolo una tarde de final de otoño en que éste no pudo más y desapareció de su propia historia.
Por debajo de la puerta, tallada en caoba por un carpintero que siempre ponía el mismo disco cuando trabajaba, se colaba la misma voz melodiosa de John Lee Hooker. Por mucho tiempo, su música hubo de moldear la puerta, las paredes y los techos de aquel departamento en el que solo vivieron dos personajes tremendamente infelices. El segundo personaje que se alojó allí se llamaba Mielina Kaunis: una modelo de padre finés y de madre rusa, quien abrió la ventana mil trescientas doce veces, con la mano firme, pero siempre pensando en cómo remediar sus pequeñas imperfecciones físicas que de alguna manera le molestaban.
Aquella vez Mielina había ido a una sesión de fotos de rostro. Al finalizar, se aproximó al cuarto de revelado, sostuvo una trivial plática con un fotógrafo de ojos contorneados por un lápiz impredecible. Ahí se dio cuenta, en sus tomas de perfil, de que su nariz estaba un poco caída. Se quedó callada mirando como los químicos daban luz y color al papel, dejando tras de sí una imagen que no correspondía a lo que ella pensaba. El fotógrafo continuaba su parloteo sobre técnicas de revelado, pero Mielina ya no podía concentrarse: solo pensaba en su nariz ligeramente caída que nadie más notaba.
Cada vez que Mielina llegaba a su departamento ponía el mismo disco de John Lee Hooker. Pero en esa ocasión, sintiendo cómo los pensamientos sobre su nariz le acosaban, quitó de un golpe la aguja del tornamesa, entró en el baño de azulejos ocre y perturbó toda la armonía de las cosas en la soledad de la noche. Encendió la luz y miró su rostro en el espejo. Efectivamente, su nariz se había caído algunos escasos milímetros, casi imperceptible; sin embargo, para Mielina aquello no era tolerable.
Dos días después ya estaba en el quirófano del Hospital de la Luz. La mesa de operaciones la había limpiado la enfermera Doris Bolman, una mujer de casi cuarenta años que cada vez que trabajaba se imaginaba que estaba soñando. Cuando el doctor Spelman, especialista en rinoplastia (y que además siempre usaba unos zapatos desgastados), le quitó la venda, Mielina experimentó un júbilo indescriptible: su nariz había vuelto a la normalidad. Sin embargo, días después, en ese mismo baño de los azulejos ocres, Mielina se miró al espejo y se dio cuenta de que ahora una parte del lagrimal izquierdo se notaba un poco extraña.
Llamó al doctor Spelman, quien le comentó que tal evento era normal después de un proceso quirúrgico como el que había tenido. En un par de semanas, sus nervios se relajarían y todo volvería a ser como antes. Mielina no salió de su departamento: cada día se veía al espejo, abría la ventana y esperaba con ansias el momento en que aquél lagrimal hinchado volviera a la normalidad. Sin embargo, entre más pasaban los días, Milena se sentía peor: era como si una fuerza extraña de gravedad jalara su piel haciendo ver su ojo izquierdo en disonancia con su rostro suave y perfecto.
Volvió a consulta. El doctor Spelman, frunciendo el entrecejo, analizaba todas las cualidades del rostro de la modelo y francamente no veía ninguna deformación en el ojo; más bien, cada vez que la inspeccionaba, la encontraba bella; pensaba en un durazno flotando dentro de una pecera. Pero Mielina, obsesionada con que la idea de que parecía cuadro de Picasso, pidió ser mandada al quirófano por segunda ocasión. Cuando le quitaron la venda, Mielina volvió a respirar: se veía radiante, hermosa: su rostro expresaba los meses de primavera que se anhelan cuando se está en invierno. En los días venideros, Mielina modeló y se tomó unas fotos para una importante revista.
Un mes después, Mielina se despertó con una sensación de ahogo. Fue al baño a lavarse la cara y se dio cuenta de que ahora, tanto su nariz como sus dos ojos se habían caído otra vez. Parecía que era un ser de plástico derritiéndose en una fundidora. Sintió desfallecer, el doctor Spelman, uno de los cirujanos más reconocidos, no había hecho bien su trabajo; así que decidió cambiar de médico. Terminó en la sala de operaciones del Hospital de la Piel en donde se sometió a tres cirugías pedidas por ella misma. Cuando le quitaron la venda ella se horrorizó: su rostro estaba más hinchado, sus ojos más caídos, su boca estaba torcida.
La doctora Bauman, con sus lentes de alpaca sostenidos por su nariz aguileña, la vio entrar a su alegre consultorio y pensó en muchos corales movidos por la marea del Egeo Le dijo que no era necesario intervenir, solamente debía esperar. Pero la modelo había insistido y ahora había quedado peor. Mielina estaba impregnada por una sensación de locura. Nunca iba a ser la misma otra vez, necesitaba una segunda opinión o una cuarta operación. Así fue que la pobre, desquiciada, se fue metiendo vitaminas, se sometió a más operaciones, se quedó sin dinero y cuando le quitaron la venda ella ya había quedado irreconocible. Su rostro estaba quemado, su piel estaba cubierta de llagas y solamente deseaba desaparecer del cuento en donde la habían mandado.
*
Cuando el cuento terminó, el escritor sintió mucha tristeza por su personaje. Mielina no se había dejado escribir. La historia, en realidad, se trataba de una modelo que tras un implante de piel en la nariz, había comenzado a recordar eventos que no pertenecían a ella, sino al donador. Eran recuerdos que la modelo de nuestra triste historia nunca había vivido: una playa solitaria al atardecer, una mano sosteniéndola fuertemente, un suave viento golpeando su cara al pasar cerca de un lago… etc.
Por eso, cuando le preguntaron al escritor, en una tertulia de la calle “Anturios”, por qué este cuento no se había logrado, él respondió: “Así hay personajes: rebeldes, autónomos; personajes que siempre quieren escapar a otro cuento y terminan, como Mielina, en una página en blanco que no encontrará oportunidad de ser llenada otra vez.
Escrito por: Adán Díaz Cárcamo
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