La tarde caía ya sobre los tejados del pueblo, uno de esos sin nada particular. Con tejados de tejas, por eso se llaman así “tejados”. Unas tejas normales, como las de cualquier pueblo de tejados de tejas. Incluso se veía a la cigüeña sobre el campanario y digo la cigüeña, porque era eso, “la cigüeña”. Se quedaba todo el invierno, quizás salía para visitar el pueblo cercano, pero volvía pronto, se veía que se había encariñado con los tejados de teja, de esas normales. Quizás es que adonde emigraban sus colegas, no hubiera tejados de tejas o éstas no fueran normales. No sé, el caso es que aquella cigüeña parecía formar parte del campanario, como las tejas de los tejados.
En el bar y digo “el bar”, porque no había otro, estaban los parroquianos de siempre y digo los de siempre, porque no había otros, así que tejados, cigüeñas y parroquianos, formaban un ecosistema. Jugaban al dominó, juego este sempiterno en los bares de parroquianos austeros como aquellos. Sin embargo aquella tarde, no estaban todos los de siempre. Los que faltaban, estaban cumpliendo su privilegio democrático frente a la urna y digo la urna, porque allí no era como en la capital, allí solo había una urna. Incluso quisieron quedarse con ella en propiedad cuando se celebraron las primeras elecciones, querían convertir aquella urna en “la urna”, a semejanza de “la cigüeña” o incluso formando parte de la pátina secular, como lo hacían “las tejas”, que aunque fueran multitud, eran como “los parroquianos”, una entidad, aunque una entidad en peligro de extinción.
De hecho la parroquia casi había desaparecido, tanto que el obispado incluso quiso dejar sin pastor a las ovejas. Éstas se rebelaron, la curia tuvo que admitir que aquél rebaño más parecía de lobos que de borregos, así que llegó a un compromiso, mandaría al pastor una vez en semana, sólo oficiaría una misa, que para congraciarse con Dios, tampoco hace falta hablar con él todos los días y darle la tabarra. Con que se hable con Él una vez en semana es bastante. El obispado hizo un estudio de mercado, redactó un timing, llegó a la conclusión de la necesidad de maximizar los recursos y minimizar los pecados, ¿como sino puede sobrevivir una fe?, ¡así al por mayor!, con curas en cada pueblo.
Ni siquiera tenían alcalde de pago, que lo era el dueño de “el bar” o el que hiciera las veces de edil por turnos, electivos eso sí, que la democracia tiene que dar oportunidades a todos. Por no tener, en el pueblo, no tenían ni niños. Esos se habían ido de allí hacía mucho tiempo, alguien dijo que se parecían a las ratas, los primeros que abandonan el barco, pero es que al barco le habían abandonado casi todos. Sólo quedaba un herrero. Uno de esos que hace puertas, rejas, barandillas, todo eso que antes se hacía, pero que con la crisis, pues ya no se hace. Así que era herrero normal y parado lógico. Cuando alguien llegaba a que le fabricara una reja para la ventana o que le reparase las cuchillas del arado, casi había fiesta mayor en el pueblo. Se oían otra vez los martillazos sobre el hierro. Rompían el silencio, que como “las tejas”, “la cigüeña” o “los parroquianos”, se había transformado en “el silencio”.
Sin embargo había unos días, como el de hoy, esporádicos, perdidos en “el silencio”, en que el pueblo volvía a oír voces, algarabía. Recordaban que había otro mundo allá afuera. Cuando alguna elección se acercaba siempre llegaba algún coche con gente foránea que venía a hablarles de democracia y modernidad.
Hacía muchos años, cuando había más parroquianos, incluso había parroquia, incluso habían creído en aquellos que les visitaron. Les hicieron peticiones. “La cruz del campanario está hecha una pena y la plaza es un lodazal cuando llueve”. “Les haremos una cruz nueva, les pavimentaremos la plaza, pero para ello, tienen que votarnos”. “¿Pero, a quién?” “Pues unos a unos y otros a otros”. Votaron, para ello incluso recibieron una urna, “la urna”, que después del acto, como “los parroquianos” quedaron varados en el tiempo, sin cruz nueva y por supuesto sin plaza libre de lodo.
Pensaron. “En las siguientes elecciones, votaremos a los otros, así nos arreglarán por lo menos la cruz”. Los otros ganaron, pero siguieron dejando la urna, que entonces se convirtió en “la urna” y la cruz, que no se tuvo que convertir en “la cruz”, porque siempre había estado allí, así que aún sin saberlo ella, era “la cruz”.
Cuando formaron una comisión para ir a la capital para solicitar formalmente el cambio de la cruz, lo hicieron por conducto reglamentario, con impresos y triplicados y todo eso, que la democracia no tendrá otra cosa, pero triplicados tiene un montón, todo debe ser políticamente correcto. Así que presentaron sus triplicados. La respuesta no vino por triplicado, sino que para ahorrar papel, les mandaron uno solo, un escueto formulario, eso sí firmado por el subsecretario, aunque bien podría haber sido el mismo secretario, que dicen algunos que es del pueblo de al lado, un chico muy listo. En lugar de ingeniero, se hizo de las juventudes del partido. Ahora manda mucho, aunque su partido perdió las últimas elecciones, pero es jefe de obras públicas sin tener que hacerse ingeniero, que es político y sabe mucho, según dicen en el bar. Bueno, pues el papel les comunicaba, muy amablemente, eso sí, que su petición sobre el cambio de la cruz, era improcedente, que se lo pidieran al obispado, que un gobierno como es debido, no entra en cuestiones de fe, que el estado es imparcial en cuanto a los asuntos íntimos, que además su solicitud versaba sobre el mantenimiento de unos símbolos decadentes que podían ofender a otros credos. “¿Qué credos?” Preguntaron en el bar. “¿Tú sabes que es un credo?” Preguntó el labriego. Creo que es lo que tú te crees, contestó el herrero, que tenía Interné y sabía cosas que el labriego no conocía. “¡Pero si aquí nos lo creemos todo!, incluso votamos”, terció uno que tenía vacas. “¡Que no es eso! Que es, en que Dios tu crees, insistió el herrero”. “Pero si aquí todos creemos en el mismo”, respondió el labriego. “¡Sí! Pero, imagínate que viene un moro, pues a lo mejor ve la cruz y le ofende”. “¡Anda! Y ¿por qué le va a ofender?” El lechero porfiaba por su fe. “No sé, eso dicen, que los moros, se pueden ofender por ver la cruz”. “¡Joder, pues que no vengan al pueblo!” La cruz, el caso es, que después de estos vericuetos teológicos, quedó en el mismo estado herrumbroso, mucho más cuando el obispado, incluso quiso cerrar la parroquia.
En las siguientes elecciones, votaron menos personas, no solo porque el pueblo había ido quedándose vacío, sino porque los que fueron quedando querían arreglar la cruz y nadie les hacía caso. “¡De todas maneras, todos esos son unos meapilas!” Así se expresaron los que eran hijos de libertarios. “Vamos a pedir que nos arreglen la plaza. Nosotros pediremos esto, seguro que el gobierno progresista atiende a una petición tan laica”.
Entonces el gobierno cambió. Esta vez ni siquiera se había visto nadie pidiendo el voto. El pueblo se había quedado tan insignificante, que democráticamente, no existía. La democracia es el gobierno de la mayoría y en el pueblo, ya no había una mayoría, sino que eran minoría. Minoría para los derechos, minoría para los arreglos, minoría para la parroquia, minoría para la cruz, pero no para los impuestos, que llegaban con regularidad, sincronizada y creciente.
“Al herrero le cobran un plus, por sacar el yunque a la calle en verano”. “¡Joder! Pero que va a hacer el hombre, en su taller hay cincuenta grados en esa época”. ”Sí, pero la ocupación de la vía pública, es la ocupación de algo que es de todos”. “Si, será de todos, pero nadie arregla la plaza”. “Es que eso es competencia de la diputación, dicen desde la capital”. ¡Bueno! El caso es que nadie fue a tratar de convencer a nadie para cumplir con el sacrosanto derecho democrático de votar, así que ellos votaron, una camioneta, de la que ni siquiera el conductor bajó, recogió los votos y dejó “la urna” como reliquia de tiempos más prometedores. Ahora habían ganado los otros. Porque eso sí, o ganaban los unos o los otros.
En realidad no sabían bien si eran “los otros” o “los unos”, así que siempre era “el uno” y “el otro”, vamos algo así como “las tejas” o “la cigüeña” ¡Bueno! Pues “el otro”, contestó a los infinitos triplicados que presentaron solicitando el arreglo de la plaza. No había presupuesto, que los mercados estaban fluctuantes, que la prima de riesgo estaba por las nubes.
Prima de riesgo, lo que se dice “prima de riesgo”, si que había sido la de aquel chaval hacía años. La tía estaba de buena que partía y por las tardes de verano iba casi en cueros, así que aquella tarde, pasó lo que tenía que pasar entre “la prima de riesgo” y el primo incauto. Resultado, un bombo que no había forma de parar. Menos mal, que entonces había cura en el pueblo y como buen pastor cuidó de su rebaño, casó a la “prima” y al primo diez minutos antes de que se presentara el “niño de riesgo”. Allí no se había conocido ninguna otra “prima de riesgo” y ahora venían mentando a aquella chica para negarles la reforma de su plaza, aunque al final del escrito, también se les apuntaba, que consultada gobernación, la delegada del gobierno, había resuelto que facilitar el arreglo de aquél espacio, era un peligro, ya que podrían reunirse de forma sediciosa todos los vecinos. Que cada cual se fuera a su casa que es donde debe estar un buen ciudadano y no tramando contra el legítimo gobierno en una plaza pública. Así que la solicitud fue devuelta, con un enérgico “RECHAZADO” que figuraba en diagonal, en letras grandes, negras, inequívocas.
Hubo a uno que se le ocurrió la idea de dirigirse a un banco. “¡Por supuesto! Esta entidad está para servir al ciudadano, pero no es una ONG, así que necesitamos garantías”. Pero si estaba garantizado que la plaza se usaría si no era un lodazal. “Pero es que nuestros inversores necesitan saber que van a cobrar. Pongan como garantía sus casas”. ¡Caramba! Había quién no estaba muy convencido. ¡Ahora te dan el dinero y pagas cuando puedas!, decían los más confiados. ¡Además el director del banco es el sobrino del Eufrasio, un chico muy majo, venía a casa cuando era crío y se comía las manzanas del manzano. ¡El muy jodio! ¡Es un buen chico!. Firmaron, hipotecaron sus casas, se llevaron baldosas, se llevó cemento. Un buen día nadie apareció. Ni baldosas, ni cemento, ni dinero que se había dado para comprar materiales. La empresa quebró y el dinero también, junto con las baldosas y el cemento. Ahora cada vecino pagaba al mes una cantidad por el “no arreglo” de su plaza. “El banco no quiere saber nada y el sobrino del Eufrasio tampoco. ¡Qué no es una ONG! Si le pillo le escalabro, por lo menos que me devuelva todas las manzanas que se comió!”.
Desde aquel momento la vida había seguido transcurriendo cadenciosa en el pueblo menguante. El único que iba una vez en semana era el cartero, que como el aforismo indica, ni la lluvia, ni el viento, ni la nieve, impiden su camino. Pero sí los recortes presupuestarios. Les dijeron que ahora todo el mundo usa correos electrónicos, a lo que una mujer mayor contestó, que a ella eso de la electricidad le daba mucho miedo, que no iba a escribir una carta eléctrica, que podía darle calambre. Así que el cartero solo iba una vez en semana. Por eso, esta última vez, solo se enteraron que había elecciones casi cuando había que celebrarlas. Desempolvaron la urna y la pusieron en la iglesia, esa de “la cruz” herrumbrosa, que hacía las veces de colegio electoral, aunque podía ofender a los votantes laicos o de otras confesiones.
Esta vez, si vinieron unos del “otro” partido. Venían con unos señores bien ilustrados. Llevaban unos listados donde figuraban los nombres de todos los vecinos, de los que quedaban, de los que se habían ido, de los vivos, de los muertos, eran estos últimos los que más les interesaban. Alguien estuvo a punto de decirles. “¡Pero si aquí todos estamos muertos!” Pero imponían tanto con sus ordenadores y sus listados que todo el mundo quedó expectante.
Se reunieron con el alcalde, que en ese momento como siempre era “el herrero”. También estaba la mujer de un vecino, es que su chica era ingeniera, en paro, pero ingeniera, allá en la capital, por eso aquella mujer sabía más que los demás, siempre es mejor tratar con la madre de una ingeniera que con un cabrero, pensó el responsable de la “Comisión de la Verdad”, tal y como se intitularon los visitantes. Venían a prometerles que si su partido ganaba, los crímenes que se perpetraron allí, no quedarían impunes. ¡Era hora de hacer justicia! De poner las cosas en su sitio. Su partido, por fin había decidido dar el paso al frente. Sacaron sus listados y comenzaron a preguntar por nombres que denotaban una antigüedad notable, Orencio, Salustio, Ermengarda, así hasta una cantidad insólita. El herrero no reconoció a casi nadie, llamaron a un viejuco que vivía allí desde siempre, era como “la cigüeña” o “la cruz”, era “el viejuco”. Le cantaron, en voz bien alta porque el hombre estaba algo sordo, todos aquellos nombres que parecían sacados de un registro civil centenario. Llegaron a uno y “el viejuco” se echó a llorar. Era su padre. ¡Sí! Lo asesinaron allí, en la salida del pueblo. Señaló hacia la puerta, hacia un paisano con el que jugaba cada tarde al dominó.
“Fue el abuelo de ese, fue su abuelo, el que le pegó un tiro. ¡Cabrón! ¡Asesino! Tu abuelo, mató a mi padre”. Los de la comisión se miraron con aire de triunfo. Por fin se haría justicia en aquel pueblo, los asesinos pagarían y si no, los hijos de los asesinos, los nietos o los que todavía no hubieran nacido. La justicia debe resplandecer siempre, con su rostro vendado, sus ojos ciegos, imparcial. El caso es que la justicia de tan ciega que la mostraban aquellos, provocó que durante más de quince días, no se volviera a jugar al dominó, la plaza, efectivamente, no se usara y los recelos y comentarios, pulularan por el pueblo sin control. Aquél debió de matar a tío Fulgencio o ese otro es el nieto del que incendió la casa de Simplicio. Tanto recelo hizo cumplir la recomendación del Gobierno Civil, la plaza estuvo vacía.
Al poco, llegaron los del “otro partido”. Era una mañana fría, el recelo entre descendientes y redescendientes aún no se había sofocado. Se dirigieron hacia la casa del alcalde. Si hubiera sabido esto el herrero, no habría aceptado el cargo. Ahora venían los del “otro” a vete tú a saber qué. Reunieron allí al herrero y a la madre de la ingeniera. Ofrecieron arreglar aquel espacio de solidaridad ciudadana que significaba la plaza. Se disculparon por la negativa que “Su Delegación” había ofrecido como respuesta a un legítimo deseo popular. Como un supositorio, escurrieron la idea de que el pueblo debía ofrecer una negativa cierta e inequívoca a las pretensiones de la “Comisión de la Verdad”. Negarse en redondo a la pretensión de cavar zanjas en cualquier sitio, para exhumar muertos. “Los muertos, bien muertos están y si lo están es porque algo habrían hecho, ¿o no?, que muertos, hubo de un lado y del otro”. Allí había una señora muy mayor, centenaria. Al oír esto comenzó a gritar. “¡A mi Apolinario lo mataron por ir a misa! Allí en medio de la plaza. Los que lo mataron, están ahora en la capital, son los dueños de la Casa Grande”. Todo el mundo conocía la Casa Grande y también sabían que al Apolinario, el marido de aquella mujer, le habían matado los antiguos dueños de la Casa Grande. Iban todos los veranos al pueblo. Los bisnietos de la mujer y los de la Casa Grande, eran amigos. El verano que viene, no jugarán juntos, “recordarán” como sus bisabuelos mataron a los de la otra casa. Estaba claro que se había logrado un gran triunfo para la democracia.
La democracia es así, impasible, inalterable, así que se tuvo que preparar el evento, bueno, solo consistía en sacar “la urna” y nombrar a quién debía estar allí ese día. Se propuso que fuera el herrero y la madre de la ingeniera. Llegó un comunicado oficial, para el alcalde, que para eso era un cargo electo o. ¿Que se creía?, que ser cargo electo era solo ostentar el mando y privilegios. También hay que servir a la comunidad en casos como este. Le entregaron un sobre, en él venía una carta que nombraba los designados para cumplir con la voluntad popular. Un hombre de noventa años, medio ciego, que casi salía de casa y una señora, creo que su tía que no había aprendido a leer muy bien. En aquel entonces no había democracia y la escuela estaba a más de diez kilómetros, así que iba cuando podía y debe ser que faltó a la clase de leer. Bueno, algo parecido sucedía ahora. Ahora no había escuela porque nadie iría, ya se dijo que los niños habían abandonado el pueblo.
Hubo una temporada que pensaron que el pueblo podría renacer. Unos tipos vinieron, compraron un corral a uno que vivía en la capital. Dijeron que iban a construir apartamentos. En el pueblo más cercano llevaban unos cuantos construidos, no sé, un disparate, cabía todo el pueblo y parte de la comarca, pero valían un tesoro y los inmigrantes a los que iban dirigidos no podían comprarlos, así que antes de llenarlos, decidieron construir en el pueblo más cercano, que era éste en cuestión. Llevarían allí a los inmigrantes y en los que estaban haciendo meterían lugareños, que son más de fiar y si no pagan, tienen madres o hijos o abuelos que ya lo harán. Hubo acaloradas discusiones en el pueblo.
“¡No queremos negros! ¡Pues a mi los negros me gustan! ¡Sí, pero gitanos! ¡Eso sí que no! ¡Hombre, los gitanos son también criaturas de Dios!” Como si aquellos que así discutían pudieran decidir quien vivía y quien no. “¡Pero habrá otra vez niños! Gitanos o payos, negros o blancos, pero habrá niños”.
Se ilusionaron. Las obras comenzaron. Llegaron máquinas, máquinas más grandes que casi todo el pueblo. “El bar” tenía clientes, todos los obreros. Rumanos, moros, negros y unos hablaban en rumano, otros en moro y los últimos en negro, pero todos pagaban. Esto es la multiculturalidad, dijo una señora que jamás había salido del pueblo, no más para ir a la capital a buscar encajes. Porque eso sí, no conocía nada más que un círculo de algunos kilómetros, pero ahora cuando llegaban los nietos con eso de “interné”, se había sumado a la multiculturalidad, se enteraba de lo que hacían en unas islas perdidas del Océano Pacífico. En eso se parecían, estaban igual de perdidas que ellos. Aquellos en medio del mar, ellos en medio de la democracia.
Los rumanos, los moros y los negros, un buen día no volvieron. La empresa había quebrado, ya no era rentable construir aquellas casas. Era más rentable quedarse con el dinero que habían pagado moros, negros y algún que otro cristiano y salir corriendo. Al fin y al cabo los primeros se habían quedado con toda España hacía tiempo, los segundos, que se vuelvan a la selva y los últimos, eran pocos y mal avenidos. ¿Qué más querían?. Ya habían vivido bien una temporada, ahora ¡a joderse!. Quedó un esqueleto o mejor dicho, medio esqueleto, que con sus huesos blanqueando al aire serrano, denunciaban que aquello ya no eran unas casas, pero tampoco un corral. Vinieron y robaron la grúa que habían dejado allí tirada. “El herrero” se lamentó de no haber sido más rápido y haberla desmontado él mismo, así se cobraría todos los trabajos que había hecho para aquellos embaucadores. Los niños, ni negros, ni moros ni cristianos, llegaron nunca al pueblo. Eso sí, “los parroquianos”, disfrutaban del esqueleto del corral, así que las gallinas volvieron a picotear, ahora entre pilares y escaleras a medio hacer.
¡Bueno!, el caso es que se desempolvó “la urna”, incluso una señora llevó Cristasol, la dejó reluciente. Otra dijo que podían ponerle perborato, que con eso las juntas de latón quedarían relucientes. Pero no encontraron perborato, así que otra recomendó darle con Vim Limpiahogar. Las juntas de latón perdieron su brillo, se transmutaron en unas tiras opacas con algún tinte verdesolado, de cardenillo. “¡Uy va!, eso es muy venenoso, que me lo dijo una vez mi vecina, su chico chupaba el cardenillo y casi se lo va a contar a San Pedro”. ¡Pero! ¿Quién iba a chupar “la urna”?
Daba lo mismo. Los dos hombres que llegaron a supervisar la limpieza de las elecciones, miraron “la urna”, desaprobaron enérgicamente el uso de Vim Limpiahogar. No se debía tratar con productos agresivos un símbolo vital de la democracia. Desde luego estos pueblerinos no cambiarán nunca. Lo mismo tienen todavía una foto del dictador en el ayuntamiento. Esto lo dijo el del “otro partido”. “¡Bueno, bueno! No empecemos con la burra a brincos, que aquél hombre algo hizo bueno”. “¡Sí, el morirse!” “Y librar el país de ateos y rojos” Contestó airado el de “el partido en el gobierno” Estaba claro que la diversidad de opiniones fecunda la convivencia.
Se abrió “el colegio electoral” La iglesia hacía las veces de consistorio. Desde los recortes, el pequeño edificio que tenían como ayuntamiento, estaba cerrado. Los vencejos anidaban en su desván y las gallinas se habían enseñoreado de su planta baja. Una noche la puerta se quedó abierta, cuando descubrieron el desaguisado, era tarde. El suelo lucía lleno de excrementos gallináceos y el desván de excrementos vencejiles, así que decidieron no ocupar aquel edificio hasta tiempos mejores. Alguien agarró la foto descolorida del Jefe del Estado y se la llevó a la iglesia, la colgaban cada vez que había elecciones, si no estaba guardada en la sacristía. Lo malo es que presentaba alguna mancha de gallina. Se disculparon. Podían haber pedido otra al gobierno civil, pero tenían miedo de que si se enteraban de lo que había pasado con la antigua, les hicieran reparar el ayuntamiento y seguro que tendrían que pagarlo ellos, hipotecar más sus casas.
“¡Esto es irregular! ¡Una burla a la democracia!” Los dos hombres estaban de acuerdo en una sola cosa, el espíritu democrático no había calado bien en aquel pueblo. Uno proponía suspender las elecciones, el otro se oponía de forma enérgica. “Un evento capital para la credibilidad del estado, no puede suspenderse por hechos irrelevantes”. “¡Un hecho irrelevante podía ser que la urna tuviera cardenillo!, pero, ¡que la fotografía del jefe del estado estuviera cagada de gallinas!” Eso era casi sedición. “¡Anda que si la foto hubiera sido la del dictador! ¡No se habrían atrevido! ¡Sí ya lo había dicho él! ¡Aquellos pueblerinos eran unos fachas! ¡Esto es intolerable!”
“¡La foto del jefe del estado junto a un símbolo decadente!” La voz del comisario político del “otro partido” bramó cuando vio la cruz herrumbrosa. “¡Quiten eso de ahí!” “¡Estamos en una iglesia!” La candidez con que esto fue dicho por la madre de la ingeniera soliviantó las convicciones progresistas del comisario de “el otro partido” “Estamos en un estado aconfesional. ¿Y si lo ve un musulmán, un budista o incluso un agnóstico? ¡eh! ¿Entonces qué?”
No había habido un musulmán en el pueblo desde La Reconquista, los budistas no trabajaban en la obra inacabada y lo último no sabían bien que era.
“No puede haber símbolos ofensivos en un acto trascendente como el de hoy, no podemos hacer apología de la superstición”.
“El crucifijo está en lugar sagrado y ahí se quedará”.
La energía del comisario de “el partido en el gobierno” se exhibió sin tapujos. El crucifijo creían que tenía doscientos cincuenta años. Había sobrevivido a la invasión napoleónica. Había sobrevivido a la conversión de la iglesia en cuadra de caballos franceses. Incluso había sobrevivido a la guerra. Un libertario convencido de la libertad y de Dios, lo había ocultado en su casa. No le valió de nada. Dijeron que lo había hecho para ultrajarlo y como se había manchado un poco de estar guardado, le acusaron de profanador, rojo, ateo y bolchevique. Lo fusilaron en las tapias del cementerio.
Pues allí estaba el pobre crucifijo, vuelto a poner en entredicho, esta vez en nombre de la democracia que como el de Dios es un comodín para ejecutar mi santa o atea voluntad. El crucifijo quedó en su sitio, al lado de la descolorida imagen del Jefe del estado. Ahora, eso sí, cubierto preceptivamente por un paño. Uno de esos de cocina, una Vileda o algo así, que Dios también está entre los pucheros.
Los comisarios se sentaron, uno a la derecha de “el herrero”, el otro, a la izquierda de la madre de la ingeniera. Escrutaban con avidez la afluencia de vecinos. Fulano. ¡Ha votado! Mengano. ¡Ha votado! Así hasta los ciento cincuenta vecinos que estaban censados en el municipio. No más de una hora.
“¡Falta Venancio! Ese ni se habrá enterado. ¡Que si, que sí! Que me dijo que quería votar, pero que su burra está pariendo y eso la democracia no puede regularlo, vendrá, ya veréis como vendrá”.
Pasó una hora, dos horas. El ardor democrático de los comisarios iba cediendo ante el olorcillo de las judías con oreja que estaban cocinando en el bar. Es que no todos los días se ejerce el inviolable derecho ciudadano. Así que todo el pueblo había convenido en hacer una judiada, no de esas que hacen desde la capital, sino una de verdad, con chorizo y una buena oreja del último cerdo de la matanza. Los comisarios no dudaron en decretar una suspensión temporal de la votación. Pero alguien tenía que vigilar “la urna”. Podía haber pucherazo. “¡El pucherazo es el que hay preparado en el bar!” Mano de santo. “El herrero” cerró la puerta de la iglesia. “Nadie va a entrar. Todos estaremos en el bar y solo Venancio tiene que venir. Será que su burra trae al pollino atravesado”. ¿Qué era una votación, comparada con unas judías con oreja?
El vino corrió, las judías no menos. Lo mejor fueron unos dulces que la madre de la ingeniera había hecho el día anterior. “Son de los de antes”. “Antes estaba el dictador”. Ya estaban aquellos dos con el dictador. Uno para disculparle, el otro para justificarse. Menos mal que tenían aquel fantasma que si no, solo ellos serían culpables de lo que fuera.
“¡Voy a tener que irme!” El comisario del “otro partido” se disculpó. Otro pueblo le requería y con esto de los recortes, pues tenía que hacerse cargo de fiscalizar dos elecciones. También es verdad que los ciento cincuenta euros por fiscalizar, se convertían en trescientos. Que hay que ser progresista, pero con las cosas de comer, no se juega. Así que con un saludo y una satisfacción indisimulada del otro comisario, salió del bar, un poco tambaleante se dirigió hacia su coche. “¿Verá éste lo que votan en el otro pueblo? Este “otro partido” no es de fiar”. “¿Cómo querrán gobernar, teniendo personajes así?” Un vaso de vino hasta el fondo acompañó el comentario del comisario del “partido en el gobierno”.
Era casi la hora de cerrar la iglesia electoral y el Venancio no aparecía. “¡Cerramos! ¿No?” “Las normas son las normas y hasta que no expire el plazo la ciudadanía tiene que poder ejercer su derecho”. “Los parroquianos” se habían ido cada mochuelo a su olivo, el sol declinaba, comenzaba a hacer un frío que para qué. Usted tiene que ir hasta la capital a llevar las papeletas. “¡Ande váyase ya!” La carretera era algo peligrosa, pero el deber es el deber, si Venancio aparecía y no podía votar, podían llegar a impugnar las elecciones. “Son las ocho, vamos cierra el portón que ya se acabó. Saquemos los votos y terminemos, que este señor se querrá ir”. “El herrero” miraba el reloj porque quería ver el partido, que debía de haber comenzado y no era cosa de perdérselo. “¡Procedan!” Pareció una orden de ejecución, el semblante del comisario se transmutó en solemne.
“El herrero” abrió la urna, que lastimeramente chirrió sus junturas llenas de cardenillo, parecía como si no quisiera entregar el botín.
“Primer sobre. ¡Vota en blanco!” La madre de la ingeniera quedó suspensa. “¿Dónde lo anoto?” El comisario escrutó los impresos. No había columna de voto en blanco. Sí para “el partido en el gobierno”. Sí para el “otro partido”. Sí para los Verdes. Hasta los independentistas tenían columna.
Eran unos que abogaban por la independencia del territorio que en otro tiempo formó el marquesado de Altagracia. Lo componían siete pedanías, todas ellas como el pueblo, entre todas juntaban por lo menos tres mil habitantes, en algunas ni siquiera vivía nadie desde la guerra, ¿Qué guerra? Pues la de la independencia u otra cualquiera. Que por guerras no nos vamos a pelear. Pero tenían una memoria histórica, una identidad y un destino eterno de comunidad diferenciada. Querían denunciar su anexión al reino, allá por el siglo trece o doce o vaya usted a saber. Proponían un manifiesto, tachando al rey Ramiro, de asesino e imperialista, exigían que fuera restituido el idioma oficial de aquella época, que nadie conocía ni nadie había hablado por lo menos en setecientos años. Habían descubierto un pergamino mohoso en la cripta de la catedral capitalina. La verdad es que no se leía nada, pero según un experto que contrataron a expensas de la diputación, certificó que había sido escrito por el conde Gundolfo, prócer de la región, que en él se proclamaba la resistencia hasta el final en la guerra de exterminio que venía haciendo el Rey Ramiro. ¡Ven ustedes! ¡Imperialistas! La tierra es libre, no más tiranía.
¡Bueno! Pues hasta esos aparecían en el estadillo, pero el voto en blanco, una prerrogativa constitucional, no figuraba. Así lo puso de relieve “el herrero”.
“No sea usted revolucionario, el voto en blanco es ignominioso, mejor sería quemarlo”. “¡Oiga nooo..! Eso sería anticonstitucional”. “Lo que es anticonstitucional es declinar el deber sacrosanto de definirse políticamente”.
¡Caramba con el comisario! Si seguía así, se iba a parecer a aquel terrateniente que en los referendums del Dictador te hacía enseñar tu voto antes de meterlo en la urna. Bueno, entonces no era “la urna”, sino que era más bien una caja de cartón, una de esas de zapatos, que le habían hecho una ranura. Si ahora había “la urna” era para usarla, para llenarla de anhelos democráticos no de votos en blanco. ¡Hasta ahí podíamos llegar!
“Siga procediendo, que tengo que llegar hasta la capital”.
Segundo sobre. ¡Voto en blanco! Tercer sobre. ¡Voto en blanco! El rostro del comisario se iba congestionando por momentos, cuando llegó el enésimo ¡Voto en blanco! Estalló. Como aquellas botellas de La Casera, aquellas que tenían un tapón con resorte metálico. “¡Esto es sedición! Esto no es democracia. Ustedes se ríen de todo. De nuestros esfuerzos para modernizar el país. De nuestros desvelos en hacer un país digno de vivir en él”. “El herrero” y la madre de la ingeniera miraban al hombre como miraban al maestro aquel de su niñez, que cuando no sabían la tabla del seis, montaba en cólera, les llamaba acémilas y sacaba a uno, al azar, siempre el más tonto. Se reía de él y todos los alumnos se burlaban también, aunque muchos no se la sabían tampoco. ¡Cualquiera no se burlaba! Te sacaba a tí y ¿a ver que hacías? Bueno, pues el ogro aquel, semejaba a este demócrata convencido.
La puntilla vino cuando el último sobre se abrió. ¡Voto en blanco! “Este pueblo es una vergüenza. ¿Cómo piensan que se define la democracia? ¿Con votos inútiles? Ustedes merecerían que el Dictador resucitara”.
Esto mismo dijo su padre el día que le metieron bajo tierra. Pero su padre no hablaba de democracia. Hablaba de Autoridad, Orden, Respeto, vamos de cosas serias. Al niño le recomendó que hiciera un acto de consenso y desde entonces pertenecía al “Partido en el Gobierno”, aunque no siempre hubiera estado en el gobierno.
Pero para los habitantes del pueblo daba igual quién estuviera en el gobierno. Seguían sin cruz nueva y sin pavimento en la plaza. ¡Ah, sí! Tenían un fantástico medio esqueleto donde picoteaban las gallinas y unas hipotecas por pagar.
El comisario agarró aquellas papeletas inútiles, contaminantes dirían algunos, se metió en el coche y entre tumbos por los baches de la carretera, tomó el camino de la capital.
“Se van a enterar estos de quien es “el Partido en el Gobierno” Les subiremos el IBI, el catastro, las basuras”.
Aunque en el pueblo cada cual se recogía la suya, pero, sí pagaban un canon por uso del vertedero, que se había hecho en el terreno antiguo de la plantación de lino y que cuando estaba lleno, rellenaban con tierra, lo hacían con una máquina que traían de otro pueblo y de la cual también tenían que pagar el transporte. Lo llamaban copago.
La madre de la ingeniera a pesar de todo inquirió por la posibilidad de que les arreglaran la cruz de la iglesia. “El Partido en el Gobierno” es de creyentes, debieran hacerlo. No te hagas ilusiones. “El herrero” siempre tan cenizo.
El sol cayó por el horizonte, “el herrero” y la madre de la ingeniera, destaparon al pobre Crucificado, cerraron la iglesia y despidiéndose aguardaron las siguientes elecciones.
HASTA DENTRO DE CUATRO AÑOS
Escrito por: Enrique Uentes
Como siempre, te invitamos a que nos dejes tus opiniones y comentarios sobre este relato en el formulario que aparece más abajo.
Además, si te ha gustado, por favor, compártelo en redes sociales. Gracias.
Deja un comentario