Catedral de Santa María la Real (Pamplona)
Otoño de 1957
Fray Guillermo subió las escaleras de la recién nombrada archidiócesis de dos en dos. Llegó a las dependencias situadas en torno al claustro y buscó la habitación del padre Amancio quien, al parecer, le había mandado llamar desde su lecho de muerte.
Entreabrió la pesada puerta de madera y un débil susurro le invitó a entrar.
−Ciérrala detrás de ti, muchacho −dijo el anciano con voz quebrada.
Fray Guillermo obedeció sus indicaciones, y con lágrimas en los ojos, se arrodilló junto a la cama en señal de respeto. El padre Amancio se había ocupado de él desde que era apenas un niño, y verle al borde de la muerte le partía el corazón en dos.
−Levántate, por favor. No hay tiempo para esto −dijo el anciano mientras trataba de incorporarse.
−¿Qué sucede, padre? −preguntó fray Guillermo con lágrimas en los ojos−. ¿Qué puedo hacer por usted?
−Coge el documento que hay en su interior −dijo señalando el cajón de su mesilla−. Pero ten mucho cuidado, pues es muy antiguo.
Fray Guillermo tomó el viejo papel entre sus temblorosas manos, y se dispuso a leerlo cuando el padre Amancio le interrumpió cogiéndole de la mano.
−Los hechos que ahí se narran ocurrieron durante los primeros siglos de nuestra era, es posible que incluso antes. Parece ser que la historia se trasmitió de boca en boca durante incontables generaciones, hasta que un monje benedictino se decidió a escribirla hace ya mucho tiempo. Ha permanecido oculta hasta hace bien poco, enterrada bajo cientos de legajos en los archivos de la diócesis. Cuando termines de leerlo comprobarás su importancia y tendrás que decidir si hacerlo público o no. Yo no tuve el tiempo suficiente para tomar una decisión que puede afectar a los cimientos de nuestra amada iglesia, ni siquiera se la mostré al obispo. Ahora bien, decidas lo que decidas, ten mucho cuidado, pues estos muros tienen ojos y oídos.
Fray Guillermo, impresionado e intrigado a partes iguales, se acercó a la lamparita de noche y, con voz temblorosa, leyó el misterioso manuscrito.
Monasterio de Leire (Navarra)
Año 1723
No es sólo leyenda lo que las gentes de la región cuentan sobre el viejo carbonero de la montaña. Algunos testimonios que me han sido revelados son más antiguos que nuestro señor Jesucristo, y caminan junto a él en las escarpadas laderas de la historia, pero todas ellas son reales, han de serlo dada la profusión de detalles y las coincidencias de lugar y tiempo, y el interés del prior en que no haga caso de las leyendas de los campesinos. Siempre me extrañó ese rechazo a la sabiduría popular, la razón me habla de oscuras motivaciones.
Existió pues, en un valle enclavado al sur de los Pirineos, no demasiado lejos de donde me encuentro, una comunidad que vivía sumida en su singular idiosincrasia. Su lengua era el vascuence, su religión se debatía entre la adoración a la naturaleza y a los seres mitológicos, y su cultura, si he de emplear un solo adjetivo, he de decir que era única.
Las montañas formaban una muralla natural contra los invasores, eran su refugio, y les ofrecían cuanto necesitaban para vivir. La mayoría se dedicaba a la agricultura, al pastoreo y a la caza, pero entre ellos también había artesanos, comerciantes que viajaban a lejanas tierras, así como leñadores y carboneros.
Estos últimos son pues, los protagonistas de la leyenda, y será mejor que me ciña a ella antes de que el prior me descubra.
Cuentan que la mujer del carbonero falleció muy joven, dejándole a cargo de cuatro hijos. El mayor, de nueve años y de nombre Aitor, no tardó en hacerse cargo de sus hermanos pequeños mientras su padre se ausentaba, a veces durante una semana entera, y es que la vida de leñador y carbonero era dura como pocas. Para obtener una galarra de carbón, excavaba antes de nada un hoyo en la dura tierra, más largo que un hombre y profundo como la vara de un peregrino. Después, durante un par de días talaba castaños, robles y encinas y los arrastraba hasta el hoyo para quemarlos, sólo hasta que las primeras brasas asomaban en el fondo. Entonces lo tapaba con tierra, arrojándola poco a poco para ahogar la combustión pero sin llegar a apagar la llama. Uno o dos días después ya tenía listo el carbón vegetal, pero aun había que guardarlo en sacos, bajarlos a la comarca y venderlos a sus vecinos o incluso a las aldeas limítrofes.
Y como las desgracias nunca vienen solas, apenas seis meses después de la muerte de su esposa, el carbonero cayó enfermo, presa del excesivo trabajo y de la tristeza que invadió su alma. Sus escasos ahorros desaparecieron como por arte de magia, sin carbón no había comida, así que Aitor, con mejor intención que juicio, quiso imitar a su padre y construyó una galarra de leña para ganar algún dinero. Lo hizo con las ramas más finas de los árboles cercanos, pero se equivocó al excavar el hoyo demasiado cerca de la casa. Durante la segunda noche, el viento arreció con inusitada furia, las brasas cobraron vida y alcanzaron la vieja casa de madera, acabando con la vida de su padre y de sus hermanos mientras dormían. Nada pudo hacer el pequeño para salvarles.
Antes de que los vecinos de los caseríos limítrofes llegaran alertados por las llamas, él ya había huido a las montañas. La verdad era demasiado cruel, demasiado amarga, y no reunió el valor suficiente para enfrentarse a ella.
La azada, el cuchillo y el pedernal fueron sus únicos aliados. La culpa, el dolor y los remordimientos sus implacables adversarios.
La montaña le adoptó sin preguntar. Allí no había culpables ni inocentes, sólo vencedores o vencidos. Ocupó una cueva abandonada por un viejo oso, y esperó a la muerte, pero por alguna misteriosa razón, ésta nunca llegó tan arriba.
Pasaron sesenta largos años, y en todo ese tiempo no tuvo contacto con ningún ser humano. No vio ni habló con nadie, por lo que olvidó el vascuence, la única lengua que conocía, así como su propio nombre. A cambio aprendió a aullar como los lobos, a cantar como los pajarillos del alba y a gruñir como los osos.
Dedicaba el día a buscar comida y a recolectar leña para calentarse en las horas más frías. Cubierto de soledad y de tristeza, pasaba las noches tallando figuritas de madera. Eran su refugio, sus amigas y confidentes. Los primeros años no fueron sino toscas representaciones de animales, pero poco a poco su destreza fue en aumento y pronto fue capaz de representar en madera todo aquello que pasaba por delante de sus ojos: los animales de la montaña, las personas a las que había amado y cuyos rostros se esfumaban en la frágil memoria, los árboles y las flores, todo su pequeño universo quedó inmortalizado en aquellas tallas.
Podría decirse que fue feliz, salvo por un pequeño detalle: jamás olvidó lo ocurrido aquella fatídica noche, y la mirada de su padre y de sus hermanos pequeños gritando bajo el fuego abrasador oscurecieron su espíritu.
En el valle, sin embargo, la triste historia no tardó en convertirse en un mal recuerdo, para mezclarse después con los cuentos que se contaban a los niños junto a la lumbre. Aitor había desaparecido de la memoria popular, y ni siquiera los más ancianos lo recordaban.
Se había convertido en leyenda.
Todo cambió un día de tormenta, muy próximo al solsticio de invierno. Amets, un niño de ocho años, hijo de los pastores que cuidaban de sus rebaños bajo las grandes cumbres, se desvió del camino buscando una oveja descarriada. Una terrible tormenta de nieve le sorprendió de improviso, y lo cubrió todo con un blanco manto que terminó por desorientarle. En lugar de descender hacia el valle, el pánico nubló su razón y dirigió sus pasos montaña arriba, donde el frío y la ventisca se ensañaron con él. Hubiera muerto de no ser por una providencial cueva que apareció en medio de la nada. El resplandor de la lumbre encendida en medio de la tormenta fue como un pequeño faro. Asomó su cabecita al interior y, al no ver a nadie, entró. Tomó un poco de sopa caliente, se tapó con una gran piel de oso, y lloró pensando en la pobre oveja que había perdido y en la regañina que le esperaba por no haber hecho bien su trabajo.
Cuando se hubo calmado, reparó en los cientos de figuritas que adornaban los recovecos de las paredes de piedra, y sus temblorosas manos cogieron una que le llamó especialmente la atención: era un bebé que dormía plácidamente en su cuna.
Poco después se quedó dormido, agotado y temeroso a partes iguales.
Al despertar, un gigantesco ser atizaba el fuego de la cueva. Se encontraba de espaldas a él, era enorme como un oso y removía las brasas con sus propias manos. De su boca brotaban sonidos que no logró identificar, y supuso que se trataba del lenguaje de los ogros. Se cubrió el rostro con sus manos, convencido de que se trataba de un mal sueño, pero al separar sus pequeños dedos comprobó que era tan real como él mismo, y su garganta emitió un alarido tan estridente que el gigante se levantó dando un respingo golpeándose la cabeza contra el techo de la cueva.
La escena fue tan divertida que Amets soltó una carcajada, que pronto quedó ahogada en un nuevo episodio de pánico. El supuesto ogro se había girado hacia él, y se acercaba con gesto curioso sin dejar de masajearse su dolorida cabeza. Una enorme barba cubría todo su rostro, y sus ojos eran pequeños y azules como el cielo de verano. Extendió su enorme brazo y abrió su mano hasta alcanzarle. El pequeño cerró sus ojos, convencido de que iba a ser devorado, pero se sorprendió al comprobar que el gigante se limitó a recoger la pequeña figurita que estaba tirada en el suelo. La abrazó contra su pecho y le miró con gesto ceñudo, como un niño que niega a otro su juguete preferido.
A Amets le sorprendió tanto su comportamiento que abandonó la seguridad de la manta y se acercó a él señalando la figurita.
−La he cogido porque… porque se parece mucho a mi hermano pequeño. Te pido perdón si te ha molestado.
El gigante, al escucharle, se quedó paralizado. Abrió los ojos y le miró con aire confundido. Hacía sesenta años que no hablaba con nadie, y había olvidado el sonido de las palabras. Su dedo índice trazó un pequeño círculo en el aire mientras asentía con la cabeza, y Amets no tardó en saber lo que pretendía.
−¿Quieres que repita lo que he dicho? −preguntó acercándose más−. No hay problema. He cogido la talla porque me ha recordado a mi hermano pequeño, eso es todo.
−Herm… herman…−balbuceó el gigante.
−Mi hermano, sí. ¿Es que no sabes hablar?
−Hab… habla… ¡Hablar! ¡Yo hablar, sí! −espetó emocionado. Se puso de pie y comenzó a bailar alrededor del fuego. De pronto los recuerdos se agolparon en su mente como un torrente de letras y de palabras, y se sintió más vivo que nunca−. ¡Yo hablar! ¡Yo hablar niño!
Amets, contagiado por su alegría, imitó al gigante y ambos bailaron durante un buen rato. Después, agotados por el esfuerzo, se sentaron junto al fuego, cenaron estofado de liebre y usaron la noche para hacerse buenos amigos.
De pronto, el gigante recogió todas las figuritas de las paredes y las dejó sobre la piel de oso. Una a una, se las fue mostrando mientras le instaba a que repitiera su nombre en voz alta. Quería recordar.
−Ciervo, oso, búho, jabalí, roble, lobo, oso con osezno, niño, cuna…
Una tras otra, Amets vocalizó cuantas palabras le vinieron a la mente, y el hombre las repetía y las recordaba como si no hubiese pasado el tiempo, como si aquel niño le hubiera quitado una venda de los ojos. Al fin, decidió contarle la triste historia de su infancia. Cuando hubo terminado, Amets se emocionó, y las lágrimas forjaron aun más su amistad.
−No fue culpa tuya −dijo para animarle−. Eras apenas un niño.
El gigante permitió también que el dolor aflorara por primera vez, y no tardó en sentirse mucho mejor, pero se dio cuenta de un pequeño detalle
−Tú Amets −dijo señalándole−. ¿Y yo…?
El niño se enjuagó las lágrimas con la manga de su camisa y trató de restarle importancia.
−¿No recuerdas tu nombre? No pasa nada. Ya encontraremos uno. Hay muchos.
Solucionado este último punto, continuaron hablando hasta el alba, cuando que los primeros rayos de sol devolvieron al niño a la realidad.
−¡Tengo que marcharme! −dijo abrazando a su hercúleo amigo−. Mi familia estará preocupada, y no quiero estropear la fiesta del solsticio de invierno.
−¡Fiesta! ¡Familia! −espetó el gigante−. ¿Cuántos hermanos tú?
−¿Quieres saber cuántos hermanos tengo? Somos seis nada menos.
El hombre señaló la piel de oso y sonrió.
−Elige −dijo propinándole un golpecito en la espalda−. Elige seis, para hermanos. Hay muchos.
−Ya sé que tienes muchos, grandullón. De hecho, habría más que suficientes para todos los niños del valle.
Sin pensar en las consecuencias de sus palabras, eligió seis figuritas y se las guardó en los bolsillos de sus pantalones. De pronto, el gigante dobló la piel de oso y anudó los cuatro extremos formando un enorme saco. Lo cargó sobre su hombro y salió de la cueva con paso decidido.
−¡Vamos! −exclamó volviéndose hacia Amets−. Hay niños muchos y tiempo poco.
El niño comprendió de inmediato cuáles eran sus intenciones, y siguió al gigante con fuerzas renovadas.
Sortearon las escarpadas rocas, descendieron por los estrechos senderos, rodearon lagos y atravesaron bosques y, medio día después, llegaron a un cerro desde el cual se divisaba el valle de los humanos. El gigante, con el enorme saco cargado de figuritas de madera sobre su espalda, con la respiración agitada por el esfuerzo y el nerviosismo, contempló las casas que salpicaban los verdes prados, y las dudas asaltaron su mente. ¿Y si le reconocían y le repudiaban por los terribles sucesos de su niñez?
Amets lo percibió, y tuvo que pensar en algo que le tranquilizara. Por fortuna, era un niño muy despierto.
−¡Ya sé cuál será tu nombre a partir de ahora! −dijo dando saltos de alegría.
El hombre le miró desconcertado, pero confiaba tanto en el muchacho que no tardó en sonreír, tan seguro como estaba de que su nuevo apodo iba a sentarle como anillo al dedo.
−Te llamarás Olentzero −resolvió Amets−, que significa “el tiempo de lo bueno”. Has llegado en la celebración del solsticio de invierno, que para nosotros representa la época de la abundancia, y no creo que sea casualidad. Eres la persona más buena que he conocido jamás, y tu historia es mágica. No encuentro ninguna explicación para lo que te sucedió, pero quizá los espíritus del bosque lo vieron y quisieron hacer de ti uno de los suyos.
−Olentzero −dijo el gigante orgulloso de su nuevo nombre −. Gusta a mí. Espíritu del bosque también.
−¡Genial! −espetó Amets−. He perdido una oveja, pero cuando vean lo que traigo a cambio van a alucinar. Las últimas cosechas han sido escasas, y ya nadie tiene dinero para comprar regalos a sus hijos.
Olentzero frunció el ceño: un niño sin nada con lo que jugar era algo triste. Esa imagen caló tan hondo en su mente que todos los años, el día de la celebración del solsticio de invierno, regresó a los valles y a los pueblos cargado con las figuritas que había tallado durante todo el año.
Y cada año, niños y mayores le invitaban, incluso le suplicaban que se quedara a vivir entre ellos. Él siempre se negó: los malos recuerdos eran tan intensos que el dolor le hubiera resultado insoportable.
−Olentzero pertenece a montaña –se excusaba−, y allí morirá cuando muy viejo sea.
Nadie sabe si murió o no. Lo cierto es que siglos después, acompañado de las primeras nieves, una misteriosa figura, el espíritu del bosque, continúa repartiendo regalos a los niños.
Fray Guillermo dobló el documento cuidadosamente, y lo introdujo en el interior de su hábito. La historia del Olentzero le había causado una profunda impresión, y no tardó en darse cuenta de que tenía mayor trascendencia de la que en un principio pudiera parecer.
−La iglesia siempre ha vinculado la figura del Olentzero con el anuncio del nacimiento de Cristo ─dijo dando voz a sus pensamientos−. Este documento cambia el enfoque por completo, demuestra una vez más que nos hemos apropiado de muchos símbolos paganos y que lo hemos hecho con total impunidad. Tenía usted razón, padre. Sacarlo o no a la luz es una decisión complicada.
Le miró esperando su consejo, pero no obtuvo respuesta. El pálido rostro del anciano presagiaba lo peor, y un escalofrío recorrió su espalda como una serpiente maligna.
−¿Padre? –inquirió temeroso─. ¡Hábleme, padre!
No lo hizo, pues la vida había abandonado ya su desgastado cuerpo. Fray Guillermo se arrodilló frente a él y, con lágrimas en los ojos, rezó hasta que oyó pasos acercándose a la habitación.
−Decida lo que decida –le susurró al oído mientras se santiguaba−, espero no defraudarle, padre.
Escrito por: Txaber Saenz Dañobeitia
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Con 42 años vuelvo a creer en el olentzero!!! . Eskerrik asko Txaber!!
Jajaja. Aún eres joven para creer, Antxiñe. Muchas gracias por comentar mi relato.