Acabo de cumplir cuarenta años y hace unos diez que me mudé al siglo pasado. Concluí que la mejor forma de emanciparme definitivamente de mis padres era a través del tiempo y no del espacio. La mera observación me ayudó a comprobar que los brazos de mi madre eran largos pero no atemporales. Mi hermana había huido con el novio a otro país hacía unos años pero al chantaje emocional no le piden pasaporte para cruzar la frontera y acababa cada navidad, sin excepción, agarrándole la mano y escuchando sus nuevos dolores. Por eso decidí, cuando murió mi abuelo, nacer en 1900 a modo de tributo. Él había visto la luz del día once horas después de que las campanas anunciasen el siglo XX. Esa sí era una vida interesante. Jodida pero interesante. Al menos tenían un objetivo que les hacía levantarse de la cama.
Crecí respirando sus historias. Él las vivía una y otra vez, como si tuviese miedo a olvidarlas si no las repasaba cada día. Condujo un tanque durante la guerra civil. Parecía contármelo a mí pero se lo contaba a él. Mi presencia era una excusa. Agitaba los brazos para indicarle a los de su bando que no dispararan, se agachaba al oír las sirenas que anunciaban un inminente ataque aéreo. Sé que estaba allí, junto a los suyos, porque cuando me miraba no me veía.
La generación de mi abuelo inventó la máquina del tiempo. Supongo que obligados por un mundo que no les prestaba demasiada atención.
Mi recreación de aquella época había comenzado como una afición y reconozco que se había convertido en algo obsesivo. Cada mañana, al levantarme, iba a la hemeroteca a leer el periódico que correspondiera. Salir a la calle me creaba cierta ansiedad pero aprendí a observarlo todo con distanciamiento. Esa gente que corre y se empuja ya no pertenece a mi mundo. Como es mi cuadragésimo cumpleaños, leo la prensa del 1 de enero de 1940.
“Siguen las labores de rescate en Erzincan (Turquía) donde un terremoto dejó el pasado día 27 miles de muertos”.
“En nuestra patria, millones de españoles despiden el año seguros del comienzo de una nueva y gloriosa España”.
Mi único contacto con el mundo real era el trabajo. Hace un par de años pedí una excedencia. Esa doble vida estaba empezando a trastornarme.
Llego a casa aún con el mal sabor de boca de tanta propaganda fascista. Sólo han pasado unos meses desde que cayera Alicante en manos de Franco y necesito tiempo para asumirlo.
Cojo de la mesilla Las uvas de la ira. Este tipo se merece el Nóbel. Pongo en mi máquina de discos The fives de Jimmy Yancey y me tumbo a leer. Para después, tengo preparada una sesión doble: Ninotchka y La diligencia. Dos grandes estrenos (vale, sí, me he permitido la licencia de tener televisión y dvd; hasta Hitler se permitió la licencia de ser un poco judío).
Una de las grandes ventajas de mi nueva vida es que puedo ver el futuro pero mi código ético me impide aprovecharme de ello.
La cama me recibe por la noche a todo color y me escupe por la mañana en blanco y negro. Me acerco al espejo y me devuelve desafiante una imagen pálida de mí mismo. Me toco la cara incrédulo como si el de enfrente no fuese yo. Bajo el pijama rojo hay un hombre gris. Me desnudo y me convierto en una fotografía antigua. Saco la lengua con la esperanza de que mi boca la haya protegido; gris. Voy al baño y cojo mi navaja de afeitar. No sé cómo junto fuerzas para hacerlo pero me corto la yema del índice. Unas cuantas gotas negras convierten el lavabo en un test de Rorschach.
Me siento en la cama respirando con ansiedad. Mal de muchos, consuelo de tontos. Me dirijo corriendo a la ventana esperando ver una humanidad gris. Deseo con todas mis fuerzas no ser el único. Fantaseo con una plaga incolora de proporciones bíblicas. ¿Quién se atrevió a dividir razas entre blancos y negros? Todos los que veo a través de mi ventana son rosas o marrones.
Vale, nada de años cuarenta. Necesito un médico del siglo veintiuno. En época de crisis tendemos a alejarnos de ideologías, aspiraciones o promesas. Es sólo supervivencia.
Intento que no me miren demasiado. Sudadera con capucha, gafas de sol, bufanda, guantes y pantalones largos. Mala decisión. Todos me miran. ¿Quién, si no un loco, se viste así en agosto? Tendría que haberme vestido con ropa veraniega y que me miren. De todas formas, la mayoría de ellos son seres grises, susurro con desprecio intentando sentirme mejor.
Siempre he defendido que en realidad la masa gris esconde individuos de colores pero hoy he perdido el optimismo.
Las urgencias están prácticamente vacías. En verano, la gente se va de vacaciones y olvida enfermar.
Cuando la recepcionista me pregunta el motivo de la urgencia dudo unos segundos. Le cuento que soy en blanco y negro sin sonar demasiado convincente. Me quito la sudadera para que entienda. Sólo un instante de estupor y su lengua dispara veloz: siéntese en esa sala y espere a que le llamemos, Cary Grant. Sonrío. Qué mente más rápida.
Me paso la mañana entre especialistas. Empiezo por el del sistema circulatorio. Me pregunta por mi problema. Como si no fuera evidente. Me siento estúpido teniéndoselo que explicar. Concluye que mi palidez puede ser debida a una circulación defectuosa que hace que la sangre no distribuya la hemoglobina que es la que le da su color rojo. Todo normal. Me deriva al especialista del sistema respiratorio. Me deriva y se deriva, porque no duda un instante en acompañarme a la sala de su colega. Le dice algo al oído y se sienta a mi lado. Tras una conversación en jerga que desconozco, me cuenta que una deficiencia respiratoria supone la falta de oxígeno en sangre provocando palidez. Más pruebas. Todo normal. Ambos me acompañan al neurólogo. Primero hablan los tres mientras espero fuera. Después, los tres vienen conmigo a ver al oftalmólogo; los cuatro me escoltan hasta la consulta del dermatólogo; los cinco entramos a ver al urólogo. Este les pide entre protestas que se salgan para dejarme intimidad. Todo funciona con normalidad.
Así, nos pasamos la mañana recorriendo los pasillos. Cada uno lleva consigo una silla. Charlan animosamente y sonríen ignorando mi preocupación. De vez en cuando alguno me mira y susurra algo en el oído de un colega. Nada que objetar. Seis años de universidad, otros tantos de MIR para acabar todo el día tratando gripes y dolores de cabeza. Qué disfruten de mi enfermedad.
A modo de simposio, nos sentamos todos frente al psiquiatra. Me pregunta cuándo empecé con los síntomas, qué había hecho el día anterior y alguna que otra demanda rutinaria. Anota cosas sin parar. Después, se queda un rato obnubilado, mirando lo que ha escrito.
– ¿Ha oído hablar de los embarazos psicológicos? La mujer está tan obsesionada que acaba por tener todos los síntomas del embarazo cuando en realidad lo que le hincha el abdomen es sólo aire. Creo que su caso es similar. Está tan obsesionado con vivir la época de su abuelo que su organismo ha desarrollado la capacidad de perder la pigmentación.
Le guiña el ojo a un colega mostrando el orgullo del médico que ha encontrado la solución.
Por fin una explicación razonable. Cojo los tres tarros de pastillas que me manda y vuelvo a casa.
Después de un par de meses, sigo en blanco y negro y deprimido por culpa de las pastillas. He probado a vestir con colores estridentes para contrarrestar mi carencia, como el que compra un gran coche para compensar un pene pequeño o la que sepulta en joyas su miserable vida. Pero la distancia de irrealidad entre lo que mostramos y lo que ocultamos sólo podemos llenarla de vacío. En un momento de lucidez, entre dosis, recuerdo que los colores no existen y, por primera vez, me siento tranquilo. “Es sólo la forma que tenemos de percibir el reflejo de la luz en los objetos”, repito de memoria una y otra vez la frase de aquel artículo. Por eso hace semanas que bajé las persianas y apagué las luces. Sin reflejos no hay colores. Vivo en el más democrático de los estados. Todos invisibles, todos iguales. Varios golpes después, decido no salir de la cama. Todos invisibles, todos iguales repite mi madre con sarcasmo. Lo único que estás haciendo es esconder el problema, como has hecho toda la vida. Cállate. Me golpeo la cabeza para que se vaya. No sé si me molesta más su tono o que lo que dice sea cierto. Intento pensar alguna solución. A oscuras mi mente trabaja rápida, no tiene distracciones. Me acuerdo de películas en blanco y negro que fueron después coloreadas: Sospecha, Robin Hood. El resultado no era demasiado bueno pero estoy desesperado. Era la cirugía estética de películas que se negaban a ser viejas. Yo no soy viejo, soy antiguo. Aún mejor, soy un clásico.
Con ayuda de una linterna, busco en la guía el teléfono de varias productoras cinematográficas. No contestan. Voy a tener que salir a la calle. Tardo unos minutos en alinear esas pocas palabras de forma gramaticalmente correcta. El cerebro me pone trabas a la formulación de la frase. En su limitación, no sabe que justo antes de pensarse ya es. Cuando la idea toma forma, ya está bañada en sudor y, entonces, dejo de ver.
Cuando recobro el sentido y me pongo al día decido que, si he de salir a la calle, primero debo atreverme a encender la luz, como si el sufrimiento en dosis fuese más llevadero.
Una odisea para llegar a la tienda; todo un mundo al comprar la pintura y un milagro el regreso a casa. Cierro deprisa la puerta de la calle para dejar fuera mis miedos pero no entienden de estructuras arquitectónicas.
Tardo más de cinco horas en elaborar una especie de cuadro impresionista y grotesco sobre mi cuerpo. Me justifico pensando que no tengo dinero para tatuarme de pies a cabeza.
Repaso mentalmente otras posibilidades, otras formas de pasar de blanco y negro al color, de volver a ser una versión moderna de mí mismo.
Espera, versión moderna. Eso es, un remake. Como aquella película de Hitchcock, Crimen perfecto. Ahora que lo pienso: pobre Hitchcock, le colorean Sospecha, le rehacen Crimen perfecto… ¿Por qué no le dejarán en paz?
Normalmente una nueva versión suele ser una copia mala del original pero no me voy a poner estupendo. Una nueva versión de mí mismo bastará. Me da igual que sea defectuosa.
Le pido a mi vecino que me deje usar su ordenador. Mi cara descompuesta le hace comprender que es urgente y se aparta como si fuese a envestirle. ¿Estás bien? Sus palabras me persiguen por el pasillo sin alcanzarme. Busco información sobre clonación en internet. La que más me conviene es la clonación por transplante nuclear. “Se toma un óvulo o un embrión unicelular y se le extrae el núcleo. Después se une a una célula obtenida del adulto”.
He pasado de 1940 al siglo XXI en pocos meses. Es normal que me duela tanto la cabeza y que sienta nauseas.
Necesito óvulos. Me tomo un par de pastillas. Las había dejado pero sin ellas me siento aún más triste. Espero a que me hagan efecto y, cuando consigo dejar de llorar, descuelgo el teléfono. En menos de una hora una chica llama a mi puerta. Miro por la mirilla antes de abrir la puerta. Parece extranjera. Es joven. Tiene pinta de tener unos óvulos estupendos.
Pongo música y saco dos copas de vino. Ella ríe forzada las tonterías que digo. Lo hace mecánicamente. Me pregunto si realmente está escuchando. Necesito tus óvulos, suelto de repente en medio de una conversación sobre el tiempo que lleva en España. Me mira interrogante. Me pregunta el significado de óvulos con su exótico acento. Le pido que me acompañe al baño para enseñarle a qué me refiero. Una vez dentro, cierro con pestillo. No parece entender muy bien de que va todo esto pero comienza a quitarse la ropa sensualmente mientras me besa el cuello. Le pido que se meta en la bañera. Tirita al sentir el contacto frío de la chapa en su cuerpo. Te va a doler. No te quiero engañar. Saco un cutter del bolsillo. Está desinfectado, te lo prometo. Nada más coger los óvulos juro llevarte al hospital para que te cosan. Es algo rutinario, como una operación de apendicitis. No te va a pasar nada. No sé si ha oído la explicación. Se ha puesto a gritar como una loca en cuanto me ha visto con la cuchilla en la mano. No puedo seguir en blanco y negro. ¿Entiendes? Sólo te estoy pidiendo algo que te sobra. Vamos, de todas formas lo ibas a expulsar de tu cuerpo en unos días. No llores. Es un precio bajo para salvarle la vida a un hombre. ¿No quieres hacer una buena acción? Te pagaré. No tengo demasiado pero es todo tuyo. Deja de gritar, por favor. Me acerco a ella para taparle la boca. Me apunta con el teléfono de la ducha a la cara y abre toda la presión del grifo. No veo nada. Noto un fuerte empujón y pierdo el equilibrio. Mi cabeza impacta violentamente contra el lavabo. Grita desencajada pero no puedo oírlo. Desde el suelo veo su cuerpo desnudo saliendo del baño. Tampoco puedo mover las piernas. Me llevo la mano a la cabeza y noto algo pegajoso. Miro mis dedos y sonrío. La sangre más roja que he visto en mi vida cubre mi preciosa piel rosada.
Escrito por: Iván Sabau
https://lassombrasquefuimos.wordpress.com/
Como siempre, te invitamos a que nos dejes tus opiniones y comentarios sobre este relato en el formulario que aparece más abajo. Además, si te ha gustado, por favor, compártelo en redes sociales. Gracias.
Deja un comentario