¿Qué hago yo, a mis años, en esta churrería, a las ocho de la mañana, acompañado del punk de cresta verde más cañero de todo el pueblo, vestidos casi de guardias civiles, tomando chocolate con porras y con una bolsa llena de camisetas sudadas en la mano?
Me acerqué a El Cielo, el local de ensayo de los Alice Drunk, el grupo de Dani, actual pareja de mi hija. Era un viejo taller de reparación de lavadoras, situado en la zona industrial de las afueras del pueblo. Allí experimentan con sus ritmos los tres elementos calvorotas que forman el grupo. Batería, saxofón y acordeón. Les gusta llamar a su música «folk campechano». Aires balcánicos, fanfara, toques de swing, polka y algo de circo, como mínimo. Todo eso se puede escuchar en sus temas. La primera vez que los oí, me recordaron a aquellos músicos húngaros que iban por mi barrio: caja para los redobles, brillante trompeta y cabra mochales alucinada, a la que hacían subir al último peldaño de una escalera de madera.
Qué gozada, por fin, sentarme en el taburete de una batería de verdad, tomar en mis manos un par de baquetas y a lo free, liarme a darle mamporros a todos los cacharros que hay a mi alrededor. Dani me dio unas cuantas indicaciones y con eso y el mayor atrevimiento que conocerse pueda, me enrollé a hacer música en vivo, allí, delante de los tres músicos más perplejos que verse puedan. Vaya con tu suegro, tío, se ha vuelo majara con los tambores. ¡Mi primer contacto con aquel instrumento, que siempre había deseado tanto! Comencé a sudar y a sentir una corriente de energía que circulaba por mi cuerpo, al ritmo destroyer que le imponían mis convulsos movimientos. Eso sí que era emocionante. Mira que descubrirlo en mi sexta década.
El último concierto de los Alice, comenzó una hora más tarde de lo previsto. Sus amigos y seguidores se agolpaban dentro y fuera del local, felices por estar juntos en El Cielo y un poco melancólicos por la disgregación de su grupo. Era una noche calurosa de finales de junio, con luna llena. Y eso fue lo que debió encender el lado diabólico de El Infierno, el local de al lado, que gobernaba el grupo punk-rock MS-Muerte Segura, donde también había concierto. Menudo susto sus ropas negras, rojas, cadenas, pinchos, pelos en punta de todos los colores, pieles teñidas y rotuladas, lenguas y orejas taladradas. Y ya tan calentitos, colocados con sustancias impronunciables, ilegales todas, seguro. En fin, el verdadero infierno.
Unos cuantos de ellos, vinieron a pedir cerveza. Dani, siempre tan contemporizador, fue al rincón donde estaba el frigo y, alarmado, descubrió que no quedaba ni una. ¡Joder, alguien las ha robado, habíamos metido cerca de cien latas! Tíos, que nos han robado la cerveza, no os podemos dar ni una lata. Lo único que tenemos hecho es una sangría en ese bidón de plástico. Eh, cabrones, que no nos queréis dar cerveza, veréis ahora. Se acercaron al bidón y metieron vasos de litro, para servirse a su gusto. Sacaron tres o cuatro, llenos de sangría y en ellos flotaban ratoncillos gris oscuro, ahítos de vino y de todo lo que aquel brebaje contuviera. Los punkis los atraparon por el rabo y se los metieron en la boca, ante el estupor de todos los que estábamos allí y los chillidos asqueados de algunas de las chicas. ¡Hijos de puta, nos queréis envenenar, me cagüen vuestros muertos! Quise intervenir para calmar los ánimos, por ver si la cuestión de la edad era un marchamo de respeto, y lo que obtuve fue ¡¿este abuelo de que residencia lo habéis sacado?, cállate viejo!. A partir de ahí, comenzaron los primeros empujones y puños al aire.
En ese momento, el chirriante punteo de una guitarra eléctrica a toda pastilla, hizo temblar las trapas de los locales aledaños y paralizó a todo el personal, que se llevaba las manos a los oídos, aturdido por semejante estallido de watios con máximos agudos.
Tramp, el líder del MS, situado frente a la puerta de El Cielo, con el torso desnudo y la guitarra a media pierna nos dejaba a todos perplejos. ¡Bienvenidos a todos, cabrones, la cerveza la hemos robado nosotros, pero es una broma, hostias! Ahora traemos las nuestras, que hay para ponernos hasta el culo -bramó desde su potente garganta de cantante-. Y los ratones también son nuestros, pero de plástico, gilipollas. Celebremos esta fiesta de despedida de estos cabrones de Alice, una reunión de hermandad, joder. Y viva el punk, el rock, y toda la puta música! Vamos tíos, adelante, empezamos nosotros para despedir a los de Alice y luego, lo que salga, que queda mucha noche por delante.
Ellos no tenían batería, porque estaba de guardia esa noche, así que el pobre Dani tuvo que hacer horas extras, pasando de un tema balcánico de los suyos, a otros, tipo Sex Pistols, Green Day o yo que sé qué, que nunca había oído en mi vida. Llegó un momento en que lo de menos es si los ritmos de la batería iban o no con el tema. Todo era un ir y venir de ruido descacharrante y emocional, que tenía a la gente colgada entre El Cielo y El Infierno.
Llevaríamos seis canciones, cuando apareció por allí, un tipo de mi edad, con traje azul y sombrero de paja, con aires de dueño del mundo, de mafioso vaya. A empujones se fue haciendo pasillo entre la gente y se plantó frente a los que tocaban en ese momento. Dani, al verlo, palideció y dejó de tocar. Se detuvo el concierto. Le vi hablar con el tipo y noté que se descomponía por momentos. Así que, me acerqué a ejercer de mayor, lo que antes había sido imposible. ¿Qué pasa? Este hombre, que es el dueño del local y quiere cobrar ahora los cinco meses que le debemos. Si no, llamará a la policía y nos denunciará por venta de alcohol o lo que le salga del nabo. Tranquilo Dani, que esto lo arreglo yo.
Abandoné la fiesta con el tipo y nos acercamos al cajero automático de la gasolinera. Saqué con mi tarjeta los quinientos euros que me pedía. Con los recibos en mi mano y una despedida de vete a la mierda entre dientes, volví a la movida.
Arreglado, Dan
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