I
15 de junio de 1946
─Cuaderno de bitácora de la expedición Pobres y recién casados. Hemos alcanzado la cima del monte Gorbea a las cinco de la tarde. Dos únicos supervivientes: el resto han muerto de forma horrible a causa de la tormenta y de los animales salvajes. Nos encontramos en una tierra jamás pisada por el hombre, en la frontera entre Vizcaya y Álava: que Dios se apiade de nuestras almas.
Tras pronunciar estas palabras, Fermín abrazó a Paula con fuerza, y colocó ambas manos en su trasero.
─Para que entres en calor, mi amor. Si la temperatura de tu culo descendiera por debajo de los treinta grados morirías en el acto.
Paula sonrió, pero en realidad no le estaba prestando atención. Era la primera vez en su vida que subía a una montaña de verdad y estaba extasiada de felicidad. Se quitó la pesada mochila mientras se acercaba a la enorme cruz de hierro y contempló la belleza natural que se abría ante sus ojos: la frondosa serenidad de los hayedos y de los robledales, los embalses naturales cubiertos por la tímida neblina de la tarde, el cielo más azulado de lo que imaginara jamás y, sobre todo, la sensación de hallarse en el techo del mundo. Aspiró con fuerza el aire limpio y fresco y se tumbó sobre la hierba.
─Así debió sentirse Dios cuando contempló el mundo por primera vez ─dijo mientras se ataba los botones de su chaqueta.
Fermín la imitó, feliz al ver cómo disfrutaba de la montaña, tal y como lo hacía de tantas otras cosas. Ella era así, impredecible, curiosa y optimista por naturaleza. Por eso la amaba tanto: era fácil sorprenderla con las pequeñas cosas de la vida, como si hubiese estado dormida hasta conocerle. Y por eso temía tanto perderla.
─No puedo imaginarme una luna de miel más maravillosa ─aseguró ella besándole.
─Me alegro mucho de oír eso. No estaba seguro de que fuera a gustarte. Te mereces algo mucho mejor, pero te has casado con un modesto empleado de Correos.
─No seas tonto. Nos irá bien. Además, estoy segura de que se trata de un trabajo temporal. Algún día uno de tus inventos nos hará ricos, ya lo verás.
─No lo sé, a veces creo que mis padres tienen razón. Ha llegado el momento de madurar, de tener hijos y de dejar de…
─¿Dejar de soñar? ─interrumpió Paula propinándole un codazo en el costado─. ¡Ni se te ocurra! Te conozco, y ese día tu alma moriría. También te digo que ni la motocicleta con volante ni el paraguas para perros tenían mucho futuro, pero algún día darás con algo verdaderamente útil.
Fermín no pudo sino reírse de sí mismo. En ocasiones se ofuscaba con ideas absurdas y carentes de interés, pero no se imaginaba su futuro sin los cachivaches que le habían acompañado desde niño. Ella tenía razón, siempre la tenía: algún día daría con algo importante.
─Eres la mujer más maravillosa de la tierra ─aseguró─, y yo el hombre más afortunado.
─Lo sé ─bromeó ella mientras se sentaba para contemplar de nuevo el paisaje─. Por cierto. ¿Qué hora es?
Fermín miró su reloj y se levantó dando un respingo.
─¡Vaya! ¡Son más de las siete! Deberíamos descender.
Paula se acercó a él y le tapó los labios con su mano.
─Durmamos aquí, en lo alto de la montaña, bajo ésta cruz de hierro.
─¿Qué? ¿Te has vuelto loca? Estamos en junio, pero hace frío por las noches. No hemos venido preparados para eso.
─Cobarde…
─¡No me tientes, Paula!
─Mira que casarme con un gallina.
─¡Paula, he dicho que no!
Pero ella nunca aceptaba un no por respuesta, simplemente cambiaba de estrategia.
Había nacido con un ojo color café y el otro azul cielo, y su mirada poseía un embrujo irrecusable. Ladeó la cabeza como un perrillo intrigado y le acarició la mejilla con sus ojos clavados en los de él.
Sabía que aquello nunca fallaba.
Cuatro horas después, ya de noche y tumbados sobre la fría hierba, una pareja de enamorados contemplaba el firmamento. El futuro se mostraba ante ellos como un diario recién abierto, y las primeras palabras hablaban de una felicidad absoluta.
─Cuaderno de bitácora ─dijo Fermín bostezando─, los dos únicos supervivientes se han visto obligados a pasar la noche a la intemperie. La temperatura está descendiendo rápidamente, pero…
─Prométeme una cosa ─interrumpió Paula abrazándose a él para conservar el calor.
Fermín se giró hacia ella y aspiró la dulce fragancia de su cabello.
─Lo que quieras. Pero date prisa. Me muero de sueño.
─Cuando seamos viejecitos, cuando hayamos cumplido con nuestro cometido en la vida y la muerte llame a nuestra puerta…
─¿Sí…? ─ inquirió él mientras sus ojos se cerraban vencidos por el cansancio.
─Vendremos aquí a morir. Nos tumbaremos sobre esta misma hierba y dejaremos que el frío de la noche nos lleve. No quiero morir en una fría habitación de hospital como mi madre.
─Claro, cariño. Vendremos… aquí y…
─¡No estás escuchándome! ¡Tienes que prometérmelo! ¡O me tiro rodando ladera abajo hasta que una piedra me parta la cabeza en dos!
─Te lo juro por Dios ─respondió Fermín mientras su mente se adentraba en el plácido mundo de los sueños.
II
4 de enero de 2016
Inmóvil y desolado bajo la puerta de entrada de la residencia, el anciano esperó a que su hijo se alejase a toda velocidad en su recién adquirido deportivo. No habían hablado en todo el viaje, como dos desconocidos que comparten asiento en un tren, y tenía la sensación de que sus visitas iban a ser muy esporádicas a partir de ese momento.
─Ni siquiera ha tenido la decencia de esperar al día de reyes para abandonarme aquí ─murmuró para sus adentros mientras miraba al cielo en busca de respuestas─. ¿Por qué no tuvimos una hija, cariño?
Se secó las lágrimas con la manga de la chaqueta y trató de recomponerse. Cuando Paula vivía era un hombre risueño y seguro de sí mismo, pero desde que muriera se sentía como un galgo apaleado y abandonado a su suerte, y las lágrimas brotaban con una facilidad inusitada.
─Vamos, Fermín ─dijo Adela, la enfermera que le habían asignado─, le enseñaré su habitación. Ya verá usted como pronto se siente como en casa.
─Apuesto a que sí ─matraqueó él mientras se apoyaba en su andador girando torpemente sobre sí mismo.
La enfermera, acostumbrada a las reacciones desairadas de los recién llegados, respiró hondo mientras trataba de levantar la maleta.
─¡Caramba, Fermín! ¡Cómo pesa esto!
─No sabe cuánto lo siento. Tengo por costumbre llevar a mi esposa muerta a todas partes. No me gusta dormir solo.
─¡Vaya! Veo que no ha perdido usted el sentido del humor. Eso es importante.
─Me temo que ya lo he perdido todo. Tenga cuidado, por favor. Dentro hay cosas de incalculable valor.
─Apuesto a que sí ─bromeó Adela imitando la voz quebrada y el tono petulante del anciano.
Cien metros y diez minutos después llegaron a su habitación. Para él fue una verdadera odisea atravesar el largo pasillo, y se vio obligado a detenerse en varias ocasiones para recobrar el aliento.
Era una estancia amplia, con un baño adaptado en la entrada, seguido de un armario empotrado y de un amplio ventanal que daba al jardín y con vistas a una gran montaña nevada. Bajo el cristal había un escritorio de considerables dimensiones, y en la pared izquierda una gran televisión rodeada de baldas repletas de libros. Pero Fermín no reparó en nada de eso: al ver dos camas su pulso se aceleró como el de un caballo de carreras. No se le había pasado por la cabeza que tuviera que compartir habitación.
─Ya le he dicho antes que mi mujer ha muerto. Una cama será más que suficiente.
─Su compañero de habitación se llama José ─ señaló Adela esquivando la ironía y ayudándole a quitarse el abrigo─. Tiene setenta y cinco años y es muy simpático. Fue veterinario. Seguro que ahora mismo se encuentra en el jardín, observando pájaros o catalogando insectos.
─¡Genial! Un veterinario y un jubilado de Correos. Seguro que tenemos mucho de qué hablar.
Adela levantó la pesada maleta y la abrió sobre la cama. Colocó la ropa en el armario y llevó el neceser al cuarto de baño. Había visto muchas herramientas en el otro compartimento, pero prefirió no tocarlos.
─Ahora entiendo por qué pesaba tanto ─dijo sin perder la sonrisa─. En el armario hay espacio más que suficiente para todas sus cosas. Por desgracia tengo que irme. Sobre el escritorio tiene una guía informativa de la residencia. Le recomiendo que se la lea. Tenemos talleres muy interesantes, clases de fisioterapia diarias, y el último viernes de cada mes hacemos una excursión al exterior. Esta noche me pasaré a verle. No dude en pedirme lo que necesite entonces.
Cerró la puerta detrás de sí y desapareció por el largo pasillo.
Fermín, sentado en la cama, contempló su maleta abierta: sus herramientas brillaban como un último tesoro que le relacionaba con una vida que ya no le pertenecía. Un pequeño soldador de estaño, un juego de destornilladores y de llaves fijas, un compás y varios rotuladores de punta fina, además de clavos, tornillos, arandelas, cola de carpintero y demás utensilios que usara infinidad de veces. Era todo lo que su hijo le había permitido traer consigo. El resto acabó en el contenedor de la basura, junto al resto de su vida.
Acarició todos esos objetos y, de nuevo, miró al cielo. Le gustaba pensar que al menos ahí arriba le importaba a alguien.
─Por una vez te equivocaste, Paula ─murmuró entre lágrimas─. Ninguno de mis inventos mereció la pena.
Cogió su retrato y lo colocó sobre la mesilla de noche. Trece años después de su muerte, la seguía amando con locura.
Trató de quitarse los zapatos para tumbarse sobre la cama, pero la artrosis se lo impidió. Se levantó pesadamente y, con la ayuda de su andador, se dirigió al baño en busca de su neceser. Cogió dos pastillas de su interior, una para el dolor físico y otra para el emocional, y se las tragó empujadas por un poco de agua.
Regresó a la cama y se quedó dormido con la esperanza de no despertar.
Lo hizo dos horas después, y se sobresaltó al ver a un desconocido sentado a los pies de su cama. Era un hombre mayor, aunque no tanto como él, y lucía una desbocada y artificial sonrisa.
─Buenas tardes tenga usted ─dijo el extraño educadamente─. Soy José, su compañero de habitación. Había pensado que le gustaría levantarse a tiempo para cenar. Se sirve de siete a ocho, y son muy estrictos con el horario.
─No tengo apetito, gracias. Y ahora, si no le importa, me gustaría recuperar los dos únicos metros cuadrados de mi propiedad.
─Hoy he curado un petirrojo ¿sabe? ─explicó José haciendo caso omiso y señalando a la ventana. Por suerte Adela ya le había advertido sobre su carácter─. Sé que no es gran cosa, pero me mantiene ocupado. Estaba bajo nuestra ventana y no podía volar porque se había roto un ala. Posiblemente chocó contra el cristal. ¿Esa de la foto era su mujer? Muy guapa a pesar de sus extraños ojos. ¿Sufría de heterocromía?
─¿Siempre hace tantas preguntas? ─inquirió Fermín visiblemente incomodado─. Las respuestas son sí y sí. Y ahora si no le importa…
─¿Necesita ayuda para levantarse? He visto el andador, y Adela me ha dicho que tiene usted noventa años. Yo tengo setenta y cinco, pero todo el mundo dice que aparento setenta. Debe ser porque paso mucho tiempo al aire libre.
Fermín se incorporó pesadamente y cerró su maleta. No le gustaba que nadie curiosease en sus cosas.
─No quisiera parecer impertinente ─dijo mirando su reloj─, pero son las siete y media.
─Pues no se hable más. Además, hoy ponen albóndigas. ¡Luego charlamos!
─¡Estoy impaciente! ─sentenció Fermín.
Pero esa noche no charlaron, como tampoco lo hicieron la siguiente, ni dos días ni dos semanas después. De hecho, durante los tres primeros meses no pasaron de los buenos días de rigor. Fermín le esquivaba, como hacía con los demás ancianos y con el personal de la residencia. Había cogido la costumbre de no cenar, así que se acostaba temprano, no sin tomar su dosis de pastillas para dormir. Por la mañana era el último en levantarse, y la mitad de los días desayunaba solo mientras los demás ya estaban inmersos en su rutina. La hora de la comida era la más complicada, porque le resultaba difícil pasar desapercibido. Sin embargo, su carácter huraño y maleducado logró disuadir cualquier intento de acercamiento.
Se había convertido en el vecino a evitar.
Enquistado entre las cuatro paredes de su cuarto, se pasaba el día mirando por la ventana, como si la montaña que se alzaba majestuosa al fondo ejerciera una poderosa influencia sobre él. Únicamente José lograba distraer su atención, cuando cavaba hoyos en el jardín que después tapaba para no ser descubierto, o cuando indagaba bajo los árboles en busca de nidos de pájaros, o simplemente cuando se sentaba sobre la hierba a contemplar el cielo. Se le veía tan feliz con tan poco que a Fermín le provocaba nauseas: no comprendía cómo alguien que también estaba solo podía disfrutar de la vida como si nada: era algo antinatural.
También Adela se fue distanciando de él, así como Carlos, el fisioterapeuta, y los demás miembros del personal. Había demasiados ancianos de los que ocuparse como para hacerlo de alguien que no agradecía sus atenciones.
Llegó la primavera, y con ella el jardín se llenó de color y se cargó de intensos aromas afrutados.
Fermín seguía en su ventana, marchito como una flor privada de luz y de agua, y su cuerpo se fue arrugando. Llegó un momento en el que ni siquiera con el andador se manejaba bien, y le proporcionaron una silla de ruedas para los desplazamientos más largos. Quien coge la silla ya no la suelta, decían todos.
Su hijo le había visitado una vez, a finales de febrero, pero él no quiso verle, e hizo lo imposible para convencer a los enfermeros de que no le dejasen pasar. Incluso les amenazó con uno de sus destornilladores si lo hacían. Logró su propósito, pero también que le incautaran sus herramientas. No le importó demasiado, porque su mente se hallaba ya muy cerca del mundo de los muertos, donde éstas resultaban inútiles.
José fue el único que no dejó de intentarlo, y le rompía el alma verle así. Lo había probado todo para ganarse su amistad, pero fue en vano. Sin embargo, tenía la convicción de que bajo aquella armadura impenetrable se escondía un ser humano digno de encomio. Por petición del médico, fue el encargado de controlar su medicación. Lo hacía a escondidas, consciente de que si le sorprendía tendrían bronca para días. Y lo que descubrió alarmó a todos, pues ya ni siquiera tomaba sus antidepresivos, y eso se notaba en su mirada, perdida en el oscuro pozo de la desesperación.
III
14 de abril de 2016
Aquella lluviosa mañana no presagiaba nada diferente en la vida de Fermín.
Ocurrió después del desayuno, cuando uno de los celadores le colocó frente a la ventana de su habitación, su eterno refugio. Comenzó con un lejano ladrido, y Fermín supuso que provenía de uno de los caseríos limítrofes. No le dio mayor importancia.
Después vinieron dos ladridos más, seguidos de un quejido y de un ruido metálico.
El anciano llevaba tres meses apostado junto a aquella ventana, y conocía al dedillo cada sonido, cada murmullo. Aquello era nuevo, y no tan lejano como creyera en un principio. Pensó en levantarse y mirar por la ventana, pero estaba demasiado cansado.
Durante los cinco minutos siguientes reinó el silencio, y se sintió afortunado: odiaba a los perros, y se alegraba de que estuvieran prohibidos dentro de la residencia. Había sido una falsa alarma.
Pero escasos segundos después, los ladridos volvieron, y con fuerzas renovadas. ¡No había duda! ¡El animal estaba bajo su ventana!
─¿Qué demonios…? ─inquirió tratando de levantarse. No lo logró, y su frustración fue en aumento a medida que el volumen y la frecuencia de los ladridos se intensificaron.
Poco después, una oleada de quejidos y el ruido insoportable del animal rascando la pared le sacaron de sus casillas.
─¡Maldito chucho del demonio! ¡Ahora verás!
Trató de abrir la ventana desde la silla de ruedas, pero el escritorio se lo impedía. Buscó su andador con la mirada, y al no verlo tuvo que dar media vuelta empujando la pesada silla de ruedas y llegar hasta el baño. Se apoyó en el andador con ambos brazos y, al tercer intento, logró ponerse de pie, acompañando la acción con un grito de dolor. Llevaba muchos días sin levantarse, y sus huesos protestaron como un viejo barco en medio de un vendaval.
El perro le imitó con una nueva ráfaga de aullidos.
─¡Que alguien saque a ese perro de ahí, por amor de Dios! ─exclamó mientras se acercaba torpemente a la ventana.
Entonces oyó un gruñido, como si el animal hubiera entendido sus palabras y quisiera manifestar su desaprobación.
─Tienes suerte de que no tenga mis herramientas ─dijo mientras abría la ventana─. Te iba a quitar las ganas de molestar a un pobre…
No pudo terminar la frase. Cuando vio al animal bajo el alfeizar, a punto estuvo de perder el equilibrio y darse de bruces contra el suelo. Se trataba de un perro esquimal, una de esas razas que se utilizaban para tirar de los trineos, pero había algo más, algo inexplicablemente… humano: sus ojos, eran sus ojos los que le conferían una mágica cercanía, pues uno era azul y el otro marrón oscuro, marrón café para ser exactos. Caminó pesadamente hasta la mesita de noche, cogió el retrato de su esposa y se acercó de nuevo a la ventana. Alargó su brazo y colocó el retrato lo más cerca del animal que pudo.
¡Eran exactamente iguales!
─¡Válgame Dios! ─exclamó extasiado.
Estuvieron un buen rato mirándose, estudiándose mutuamente, hasta que el anciano alargó su mano para tocarle. Fue entonces cuando las escasas dudas que aún tenía desparecieron de un plumazo. El perro, lejos de sentirse incomodado, ladeó la cabeza hacia un lado, en un gesto que denotaba curiosidad, como tantas veces lo había hecho ella, y se dejó acariciar como si se hubiese reencontrado con su dueño.
─¿Pa… Paula? ─balbuceó Fermín con lágrimas en los ojos ─. ¡Dios mío! ¿Eres tú, cariño?
El perro saltó de alegría al oír sus palabras, y después miró una y otra vez a su espalda, como si tratara de que el humano reparara en algo de vital importancia. Por desgracia no lo hizo.
─¡Dios! Debo de estar volviéndome loco ─masculló entre dientes.
En ese instante vio a José corriendo por el extremo opuesto del jardín. Nunca le había visto hacerlo, y se sorprendió al ver sus veloces y joviales movimientos. No tardó en hallarse bajo la ventana, y se agachó para acariciar al animal como lo haría un chiquillo.
─¡Un perro en nuestra residencia! ¡Está totalmente prohibido! ¡Es… maravilloso!
Cuando reparó en los ojos del animal miró a Fermín con gesto de incredulidad.
─¡Eso mismo he pensado yo! ─dijo éste─. Y no es lo único en lo que se parecen. Tiene sus mismos gestos.
El sonido de un portazo lejano les sacó de sus pensamientos. José se giró y su agitado corazón se aceleró aun más.
─¡Es Alfredo, el jardinero! ¡Y lleva un palo en la mano! ¡Tenemos que sacar a este perro de aquí antes de que llegue!
─¡Espera! ─exclamó Fermín. Aún faltaba una cosa por comprobar antes de perder la cabeza por completo─. ¿Qué edad dirías que tiene?
José le abrió la boca y le examinó los dientes lo más rápido que pudo. Después, al ver al jardinero demasiado cerca, salió corriendo para que el animal le siguiera y pudiera escapar.
Alfredo no tardó en aparecer en escena, y mientras corría bastón en mano lanzaba toda clase de improperios tanto contra el animal como contra José.
Fermín, como en el mejor palco del teatro, contempló la escena con nitidez y preocupación, hasta que les perdió de vista cuando doblaron la esquina del edificio. Cerró la ventana y se arrellanó en su silla de ruedas. Estaba agotado, exhausto más bien, pues los últimos cinco minutos habían sido más extenuantes que los tres meses anteriores juntos.
Dejó el retrató de Paula sobre la mesilla y trató de serenarse. Tenía que pensar, aclarar sus ideas y recomponer los hechos con calma. Abrió el cajón de la mesilla y se tomó un tranquilizante.
Instantes después José entró en la habitación y cerró la puerta detrás de sí como llevado por el diablo.
─¡Hay un agujero enorme bajo la valla de la piscina! Seguro que ha entrado por ahí, porque sabía perfectamente por dónde escapar.
─¡Bravo por ella! ¿Y Alfredo?
─Le hemos dado esquinazo. Estoy seguro que no pudo ver por dónde escapó.
Fermín se alegró al saber que había logrado huir, aunque quedaba pendiente una cuestión de vital importancia. José se dio cuenta de que esperaba una respuesta.
─Es una hembra de Husky, sin duda. Está muy delgada, desnutrida diría yo. Lo sé porque una vez tuve que ir a un pueblo de Burgos y…
─¡Al grano, José!
─Sí, perdón. Pues lo cierto es que tiene los incisivos muy desgastados y curvados. Yo diría que tiene doce o trece años.
Fermín levantó los brazos en señal de victoria. Había atado el último cabo suelto.
─¿Cuándo dices que murió tu esposa? ─preguntó Jose nervioso.
─En enero del dos mil tres, hace ahora trece años
Un silencio abrumador se adueñó de la habitación. Los dos se miraron asustados, como si hubieran visto un fantasma. Después Fermín se acercó a la ventana y estudió la montaña con ojos renovados. Tenía la sensación de estar pasando algo por alto, por eso la perra la había mirado con insistencia. Por desgracia, estaba demasiado cansado como para pensar con claridad.
─Voy a acostarme un rato ─dijo midiendo sus palabras─. No me encuentro bien. Por el momento será mejor que mantengamos esto en secreto. No quiero que nos tomen por locos.
─No podría estar más de acuerdo. Yo voy a buscar a Alfredo y a desviar su atención. Si nuestras sospechas son ciertas, la perra no tardará en volver.
Esa noche, cuando José se disponía a bajar al comedor a cenar, Fermín le preguntó si podría acompañarle.
─¡Vaya! ¡Qué sorpresa! ¿Vas a obsequiarnos con tu compañía?
─Sí, pero no lo hago por mí. Antes dijiste que la perra estaba muy delgada. Necesitamos comida. Y también mis herramientas. Hay que construir una pasarela para que el animal pueda entrar en nuestra habitación y así poder atenderle. Las baldas del armario servirán, pero son demasiado cortas. Necesito unir varias de ellas.
─Déjalo en mis manos. Seguro que las dejaron en la lavandería. Hará un par de años me colé allí para robar una sábana. Necesitaba fabricar vendas para curar las heridas de mis pajarillos, así que esperé al anochecer para entrar. Cuando abrí una de las puertas que daban al patio, me encontré con multitud de objetos requisados. Muchos de sus dueños ya se han muerto, así que podríamos cogerlos prestados si los necesitáramos. No creo que vayan a volver para reclamarlos.
─¿Has dicho… volver? ─inquirió Fermín. Estaba temblando, y miraba a su nuevo amigo con desconcierto.
─¿Qué sucede? ¿He dicho algo inapropiado?
Fermín se dirigió de nuevo a la ventana, y trató de vislumbrar su montaña a través de la oscura noche.
─¿Tú sabes cuál es? ─preguntó señalando la enorme estela blanca.
─¡Claro! Todo el mundo lo sabe. Es el Gorbea.
─¡Mierda! ─espetó golpeando el escritorio─. ¡Cómo he podido ser tan estúpido!
─¿Quieres hacer el favor de contarme lo que está pasando? Me estás asustando…
Fermín abrió la ventana y aspiro el frío aire de la noche. Después sonrió. Lo vio todo claro, como si alguien le hubiera retirado una venda de los ojos.
─Hace setenta años, al día siguiente de casarnos, Paula y yo subimos a esa montaña. No teníamos dinero para una luna de miel así que, mochila al hombro, decidimos hacer algo distinto. Ella insistió en pasar allí la noche, la montaña la sedujo tanto y se mostró tan feliz que no pude negarme. Antes de dormirnos me hizo prometerle algo… que muchos años después yo incumplí.
José se sentó a su lado y le cogió la mano. Nunca había visto a su compañero de habitación abrirse tanto hacia él, y tenía que aprovechar la oportunidad.
─Me hizo prometerle que cuando fuésemos viejos la llevaría a la montaña a morir. Y yo juré ante Dios que no la dejaría hacerlo en una fría habitación de hospital.
─Y supongo que eso fue precisamente lo que ocurrió.
─Sí. No me resigné a perderla, nunca creí que ella pudiese morir primero. Los médicos le diagnosticaron un cáncer de páncreas. Fue fulminante, apenas si duró un par de meses, pero yo estaba convencido de que con aquel tratamiento se iba a curar. Ella nunca dijo nada de la promesa, pero supongo que lo hizo por mí, por no privarme de esperanza.
─¿Y ahora…?
Fermín se secó las lágrimas de los ojos y, abrazando a su amigo, le susurró al oído una frase que nunca olvidaría.
─Todo indica que se reencarnó en ese animal, y que ha estado buscándome todo estos años para que cumplamos nuestra promesa.
José le devolvió el abrazo, pero no tardó en darse cuenta de lo que todo aquello implicaba. Se tumbó en la cama, de espaldas, y toda la alegría de la que había hecho gala estos meses se había evaporado como la lluvia en un día de verano.
─Me alegro por ti, hombre ─dijo son la voz entrecortada.
─Ya sé lo que estás pensando, José…y lo siento.
─¡No tienes ni idea! ─protestó éste girándose hacia él─. ¿Y sabes por qué no la tienes? Porque has sido un egoísta, porque te crees que sólo tú has sufrido, y porque te importamos un pimiento todos los demás. Yo también lo pasé mal ¿sabes? Jamás tuve hijos, y mi mujer se largó con un compañero de trabajo cinco años después de casarnos. He vivido solo desde entonces, treinta largos años, para acabar aquí, viendo morir a mis amigos uno tras otro. Y ahora tú quieres morir también. Pues discúlpame si no doy saltos de alegría.
─No sabes cómo lo siento ─se disculpó Fermín cogiendo su mano─. Soy un completo estúpido.
─En el fondo te envidio ─dijo enjuagándose las lágrimas─, tu mujer te amaba tanto que regresó de la muerte para estar contigo. Es lo más bonito que he oído en mi vida, y no puedo competir con eso.
─No tienes que competir. ¿No te das cuenta? Has soportado mi malhumor todo este tiempo, sin recibir nada a cambio, sin conocerme. Por eso tienes que ayudarme, porque formas parte de su plan. De alguna forma se las ingenió para que estuviésemos juntos. Sé que estoy siendo egoísta de nuevo, pero me queda poco tiempo. Además, si lo piensas bien, es más que probable que volvamos a vernos en otro lugar, o incluso en otro tiempo. Ahora tenemos la prueba de que la muerte no es el fin.
─Lo entiendo, y espero que tengas razón ─concluyó José armándose de valor.
Poco después bajaron a cenar. Todo el mundo estuvo pendiente de Fermín, pues nunca antes había bajado al comedor por la noche, lo cual dificultó el hecho de robar comida. Tuvieron que quedarse los últimos para poder hacerlo, y aprovecharon la ocasión para sustraer un par de cuchillos que escondieron en los bolsillos de sus batas.
Minutos después, de camino a su habitación, escucharon a Adela protestando desde el otro lado de una puerta. Era el cuarto de Juana, una de las ancianas que más tiempo llevaba en la residencia y una de las más queridas.
Llamaron a la puerta para cerciorarse de que todo iba bien.
─Esta maldita máquina me saca de quicio ─dijo la enfermera señalando la vieja grúa que utilizaba para levantar y acostar a los ancianos─. Llevo tiempo diciendo que no va bien, pero los de mantenimiento no me hacen ni caso.
Fermín sonrió. Era la oportunidad perfecta para recuperar sus herramientas.
─¿Me permite echarle un vistazo? ─inquirió mientras entraba en la habitación.
─Es un auténtico manitas ─dijo José cuando se dio cuenta de lo que pretendía.
Adela aceptó resignada, y entre ella y José lograron acostar a Juana, mientras Fermín ojeaba el pequeño elevador. Dos minutos después, dio con el problema.
─Es el motor de elevación ─dijo con tono grave─. El aro de goma del conector está roto y no hace contacto. Puedo arreglarlo, pero necesitaría mis herramientas.
─¿Lo dices en serio? No sabes cómo me alegra oír eso. ¡Esperad ahí!
Y así fue cómo recuperaron su más preciado tesoro. De camino a su habitación, ambos se mostraban extasiados, como dos chiquillos planeando una aventura en su casa del árbol.
─Lo que no entiendo es cómo vas a llegar hasta la cumbre ─dijo José─, si ni siquiera puedes andar.
─Eso déjamelo a mí ─apuntó Fermín─. Paula siempre creyó en mis inventos. Ahora es el momento de demostrarle que no se equivocaba. Esta misma noche diseñaré los planos, algo sencillo pero funcional, que no pese demasiado y que pueda recargarse. Tengo que darle muchas vueltas, pero puede hacerse. De todas formas, mañana tengo cita con Carlos, el fisioterapeuta. He de recuperar toda la movilidad y toda la fuerza que pueda. Y voy a dejar de atiborrarme con pastillas que no hacen sino anquilosarme.
Una vez en la habitación, se pusieron manos a la obra. Con tres de las baldas del armario construyeron una pasarela lo suficientemente larga y resistente como para que la perra y ellos mismos si se diera el caso, pudieran entrar y salir sin ser vistos.
No tardaron en comprobar su eficacia, pues hacia las doce de la noche algo volvió a rascar el muro bajo la ventana. Colocaron la pasarela y la perra subió cómodamente.
Después de media hora de abrazos, de miradas y de juegos, José pidió examinar al animal con más detenimiento, y lo que vio no le gustó demasiado.
─Tiene muy desgastadas las almohadillas de las patas. Eso significa que durante los últimos meses, incluso años, ha caminado más de lo aconsejable.
─¿Crees que has estado buscándome todo este tiempo? ─preguntó Fermín emocionado.
─Todo apunta a que sí. De hecho, está demasiado delgada como para haber tenido un hogar estable.
Esa noche el animal cenó copiosamente y durmió en una de las camas. Fermín no lo hizo, pues se pasó todo el tiempo diseñando los planos del artilugio que le habría de llevar hasta la cima del Gorbea.
Al amanecer, después de bañar a la perra, bajaron a desayunar. Fermín, pese a la trasnochada noche, estaba más vivo que nunca. Sus ojos habían recuperado el brillo de antaño, y su cabeza no descansaba. Quería tenerlo todo dispuesto con la mayor celeridad posible, antes de que fuera demasiado tarde.
─Voy a necesitar unos paneles solares ─susurró mientras envolvía unos panecillos en la servilleta─, dos taladros a los que poder extraer los motores y una batería de motocicleta. El resto de cosas puedo buscarlas por aquí, en el cubo de la basura o en la lavandería.
─No va a resultar sencillo conseguir todo eso sin levantar sospechas.
─Lo sé, pero ya pensaremos en eso más adelante. Lo importante ahora era el diseño, y ya lo he terminado.
─Explícamelo como si tuviera diez años.
─De acuerdo. Se trata de un exoesqueleto, una especie de liviana armadura donde introducir las piernas hasta la altura de la cadera. Tiene dos motores independientes, y he acoplado un conector eléctrico a cada muleta, de modo que a cada paso he de pulsar un botón situado en la misma para que la pierna de ese lado se mueva. Lo podía haber hecho con sensores de movimiento, pero hubiera complicado y encarecido demasiado el proyecto. Los motores están enchufados a una pequeña batería que llevaré en una mochila sobre la espalda, y ésta se recarga mediante unos paneles solares portátiles y plegables.
─¿Paneles solares? ¿Será suficiente?
─Tendrán que estar cargándose todo el día, habrá unas quince horas de luz aprovechables, y calculo que con cada carga aguantarán cuatro o cinco horas de trabajo. Descansaré de día mientras los paneles se cargan y viajaré de noche, así evitaré ser visto. En cinco horas, a una media de tres kilómetros por hora, recorreré quince kilómetros al día, por lo que necesitaré cuatro días para llegar a la cima. Además…
─Buenos días ─dijo una voz a sus espaldas. Los dos amigos se giraron sobresaltados, con temor de que hubiesen escuchado su conversación.
─Bu… buenos días, Antonio ─dijo José─. ¿Bonita mañana, verdad?
─Sí que lo es. ¿Puedo sentarme?
─Por favor ─dijo Fermín señalando la silla que se encontraba a su derecha.
─Adela me ha contado lo que hizo usted anoche. Lo cierto es que me da un poco de vergüenza pedirle esto pero…
─Hay confianza ─dijo Fermín.
─Hace ya treinta años que nuestro hijo mayor nos regaló un tocadiscos con su primer sueldo. Es un buen aparato, pero lleva estropeado mucho tiempo y ya nadie se dedica a reparar esas cosas. Me preguntaba si…
─No se preocupe, Antonio. Déjeme coger mis herramientas. Su mujer y usted están en la doscientos doce ¿verdad?
─¡Sí! Muchísimas gracias. No sabe cómo se lo agradezco.
─Démelas cuando funcione ─concluyó Fermín.
Antonio se marchó por donde había venido y José le propinó un codazo.
─¡Mala idea! Te hará perder mucho tiempo.
─Cierto ─susurró Fermín con una amplia sonrisa en la boca─, pero piensa un poco. ¿Qué crees que pasará cuando todos en la residencia sepan que soy un manitas capaz de arreglar cualquier cosa?
José entornó los ojos mientras apoyaba la barbilla en su mano derecha.
─Tendrías acceso ilimitado a todo tipo de materiales, herramientas y demás… ¡Qué listo eres, jodido!
─Mucho trabajo extra, pero no se me ocurre nada mejor. Y ahora si me disculpas ─dijo mirando su viejo reloj─, tengo cita con el fisioterapeuta.
Las siguientes semanas estuvieron dominadas por la rutina, el trabajo duro y una ilusión que anegó por completo aquella pequeña habitación.
Descansaban de día y trabajaban de noche, tanto en el exoesqueleto como en lograr que Fermín recuperara un estado de forma aceptable. Cuanta más mejorara en este sentido, más tiempo aguantarían las baterías. A media mañana, después de dormir lo justo tras el desayuno, acudía religiosamente a sus clases de fisioterapia, y poco a poco logró recuperar la movilidad que tuviera al llegar a la residencia. Volvió a utilizar sus muletas en una semana así que desmontó la silla de ruedas para aprovechar su estructura metálica. Y con la movilidad recobró la alegría, las ganas de vivir y una vitalidad que muy pocos tenían a su edad.
Sus habilidades se fueron trasmitiendo de boca en boca, y un par de semanas después incluso los celadores y los enfermeros le pedían favores. Y ya no sólo reparaba cosas, sino que las inventaba bajo demanda. La primera en comprobarlo fue la señora Celia, a la que las muñecas le dolían horrores cada vez que apoyaba sus muletas en el duro piso. Fermín modificó el extremo de las mismas y añadió unos pequeños muelles que otorgaban comodidad sin sacrificar el agarre. Después vino Herminio, un militar retirado y amante de los aviones. Ante la negativa de la dirección de dejarle volar su pequeño avión de modelismo en el jardín por cuestiones de seguridad, Fermín le construyó una red de cables en su habitación, de forma que el reactor en cuestión simulaba un vuelo que se asemejaba mucho al real. Y así se fueron sucediendo los inventos y, con cada uno de ellos, lograba un nuevo material para su armadura o un permiso para comprarlo por correo sin levantar sospechas.
José no se quedaba atrás. Fue el encargado de mantener oculta a la perra, sobre todo de la atenta mirada de Alfredo, de alimentarla y de cuidar sus delicadas patas para que pudiera soportar la ascensión a la montaña, y también de conseguir los objetos más difíciles. De hecho, un día se vio obligado a entrar en el dormitorio de una de las cuidadoras, una señora bien entrada en años y gruesa como pocas, para tomar prestados sus pantalones más anchos. Debían ser lo suficientemente grandes como para ocultar el exoesqueleto. Si alguien en la montaña descubría a un anciano enfundado en un traje robótico todo el plan se iría al carajo.
IV
10 de junio de 2016
El despertador sonó a la una de la madrugada, cuando todos los habitantes de aquel universo en miniatura dormían plácidamente. En la pared del dormitorio de los dos ancianos, ese día estaba señalado con una gran “X” de color rojo.
Fermín, que no había logrado conciliar el sueño después de la cena, fue el primero en levantarse. Cogió sus nuevas muletas con amortiguación, accesorio éste que había copiado de las de la señora Celia, y comprobó que funcionaban correctamente. Tenía la esperanza de que resultasen cómodas en la montaña.
Estaba nervioso, sus temblorosas manos así se lo indicaron, pero había trabajado muy duro durante las últimas semanas, y no podía permitir que un poco de ansiedad le amedrentara. Se dio una ducha, y mientras dejaba que el agua cayera por su cuerpo y se escurriera entre sus dedos, pensó que aquella iba a ser la última vez que lo hiciera, como tantas otras cosas. Cogió una toalla limpia del armario y se secó concienzudamente mientras repasaba el plan mentalmente.
─¡Dios! ─dijo José desperezándose─. ¡He dormido como un tronco!
─También yo ─susurró Fermín para que su amigo no se preocupara. Observó a su compañero de habitación y se dio cuenta de que en las últimas semanas se había convertido en un amigo fiel con el que lo había compartido todo. No recordaba esa sensación de amistad desde que era un niño.
Se puso la camiseta térmica y el forro polar, y se dispuso a colocarse el exoesqueleto cuando reparó en la perra, que había dormido en la pequeña alfombra que se encontraba entre las dos camas. Era extraño, pero no había movido ni un músculo desde que sonara el despertador.
─José… ─dijo entre dientes─. José, la perra…
─¿Qué le sucede?
─No lo sé, pero no se mueve.
José saltó de la cama y se sentó en el suelo junto a ella. La zarandeó levemente para que despertara, pero no hubo suerte. Después acercó su rostro al hocico y rezó con la esperanza de sentir la respiración de animal. No percibió nada, así que colocó su dedo índice en la parte interior del muslo, justo encima de la rodilla, para notar los latidos del corazón, pero el resultado fue el mismo.
Miró a su amigo con lágrimas en los ojos y negó con la cabeza.
─¡No te quedes ahí parado, por amor de Dios! ─ rugió Fermín ─. ¡Haz algo!
José colocó sus manos alrededor del hocico, e insufló todo el aire que pudo de forma continuada y profunda. Lo repitió seis veces, hasta que sus propios pulmones pidieron clemencia. La colocó de lado y, con las palmas de sus manos en el pecho del animal, le practicó un masaje cardíaco, pero con idéntico resultado.
Fermín cayó al suelo como si un rayo le hubiera fulminado. Cogió a la perra y comenzó a llorar y a gritar de dolor. José no trató de acallarle. Poco importaba ya que todos en la residencia oyeran su llanto.
─No es justo, no es justo… ─repetía una y otra vez mientras acunaba a su querida Paula en brazos.
─Esto no puede estar pasando ─murmuró José con la cabeza entre las manos─. ¡Es una mierda, joder!
Adela fue la primera en entrar a la habitación, y se encontró con un panorama digno de una película de Hitchcock: dos ancianos en el suelo, llorando como niños y abrazados a un animal muerto, una especie de esqueleto metálico tirado en el suelo, una rampa de madera plegada junto a la ventana y las herramientas esparcidas por el suelo como en un campo de minas. Tardó varios segundos en hacerse una composición de los hechos, pero viendo el dolor de sus rostros desencajados prefirió no decir nada.
Poco a poco el resto de los ancianos fueron saliendo de sus habitaciones y se arremolinaron en el frío pasillo. También lo hizo el personal que pernoctaba en la residencia, y en cuestión de minutos más de cincuenta personas esperaban impacientes a que alguien les explicara qué estaba pasando.
─Es la habitación de Fermín y de José ─indicó Rosaura, una actriz de teatro que había perdido a su marido hacía un año.
─Esperemos que ninguno haya muerto ─dijo Celia abriéndose paso entre la multitud con su silla de ruedas.
Pero todas las voces, todas las hipótesis sobre lo sucedido quedaran acalladas cuando vieron salir a Fermín, con el alma doblegada y con una perra muerta en brazos. José le acompañaba con idéntico desconsuelo, y dirigieron sus pasos hacia la salida.
Alfredo, al verles, corrió a su oficina en busca de una pala. Supuso que se dirigían al jardín con la intención de enterrar al animal. Sabía que la perra había estado rondando por allí las últimas semanas: había huellas por todas partes y al bueno de José se lo había tragado la tierra, pero había notado tanta mejoría en Fermín que prefirió pasarlo por alto.
La comitiva salió al jardín en plena madrugada. Hacía frío, pero nadie quiso perderse el desenlace de la historia. Fermín se había hecho muy popular en las últimas semanas, y quien más o quién menos habían sido testigos de la magia que desprendían sus habilidosas manos. Cuando depositó a la perra bajo un gran nogal cercano a la puerta de entrada, todos tuvieron que contener sus lágrimas.
─Lo siento, Fermín ─dijo Adela cogiéndole de la mano ─, supongo que significaba mucho para ti.
Fermín le agradeció sus palabras de consuelo. Se volvió hacia la montaña y, acto seguido, relató a todos los presentes los mágicos sucesos que les habían conducido hasta allí. Mientras lo hacía, excavaba el hoyo con enérgicos y eficaces paladas, y se negó a recibir ayuda.
Nadie dijo nada hasta pasado un buen rato. Sentados sobre la hierba, algunos rezaban, otros lloraban y, los más afortunados, asían con fuerza la mano de su pareja. Era la historia más increíble que hubieran oído jamás, y estaban siendo testigos de una magia que escapaba a su comprensión.
De pronto, Celia pidió a Carlos que le empujara hasta las primeras posiciones, y se giró hacia los presentes con aire distinguido. Había sido alcaldesa de su pueblo durante dos legislaturas: hacía mucho tiempo de eso, pero aún recordaba cómo hacerse notar entre la multitud. Y tenía algo importante que decir.
─Todos hemos sido testigos de un milagro ─dijo señalando a Fermín─. El amor que sentía por su marido vinculó a Paula a este mundo, un amor tan intenso como escaso. Por esa misma razón, y después de ser testigos de una reencarnación y de varios hechos sin una explicación lógica, os digo que los acontecimientos se han desarrollado tal y como fueron diseñados ahí arriba.
Señaló al cielo y trató de encontrar las palabras más adecuadas.
─No puede ser de otra manera, no tendría sentido.
Un murmullo generalizado se adueñó de la noche, e incluso Fermín dejó de cavar para escuchar sus palabras.
─Este hombre que tenemos aquí, quien hace escasas semanas no era capaz de valerse por sí mismo, ni de caminar siquiera con muletas, alguien que permanecía prisionero de un dolor indescriptible…
No pudo continuar. La emoción fue tan grande que terminó por amordazar sus palabras. Adela se colocó a su lado y la abrazó con fuerza. Ella también había sido testigo del prodigio, y tomó el testigo de la pobre anciana.
─Cuando llegó aquí apenas si podía sostenerse en pie: ahora le hemos visto caminar con la perra en brazos, y es capaz de excavar una enorme fosa en la pedregosa tierra del jardín como si tuviera veinte años. Cuando llegó aquí no quería hablar con nadie, estaba en guerra con el mundo: después todos hemos disfrutado de sus inventos, de sus mágicos artilugios, de las mil y un atenciones que nos ha dispensado sin pedir nada a cambio.
Fermín no comprendía muy bien a dónde querían llegar, y miró a Jose desconcertado.
Éste se acercó a él, le quitó la pala y le cogió del hombro.
─Lo que Adela quiere… lo que todos queremos decir es que Paula no volvió para ayudarte a morir, sino para enseñarte a vivir. Durante trece largos años te torturaste por su muerte y enterraste tu alma en la más profunda de las fosas.
─Pero tu momento no había llegado aún ─dijo Carlos dando un paso al frente.
─Tenías que arreglar mi viejo tocadiscos para que volviera a escuchar a Mozart ─dijo Antonio.
─Y cambiar mis muletas para que no me doliesen los brazos ─indicó Celia.
─Mi avión me ha alegrado el alma ─dijo Herminio.
─Y mi espalda ya no sufre gracias a la grúa ─expresó Adela.
Y así, uno tras otro, todos los presentes recordaron cómo aquel hombre les había ayudado de una u otra forma.
Fermín no supo qué decir. Abrazó a José y a Adela y agradeció con la mirada todas aquellas palabras.
Cogió a su amada Paula en brazos y la dejó en su tumba.
─Aprender a vivir ─murmuró mientras cubría con tierra su delicado cuerpo─, casi nada…
Escrito por: Txaber Saenz Dañobeitia
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Felicidades y gracias, Txaber Saenz Dañobeitia. Mi enhorabuena, por poseer el talento necesario para construir tan bella y conmovedora historia; y gracias por compartir e impartir tu enseñanza y tu verdad.
Venimos al mundo a intentar ser felices, eso que no se nos olvide. Pero aterrizamos en él, sobre todo para superarnos, para comprender y aprender, para completar nuestra formación como humanos; en definitiva para conocer las profundidades de “el amor”. Y Txaber Saenz Dañobeitía acaba de impartirnos una gran lección con este cuento, cuyos detalles son toda una explosión de vida.
Muchas gracias, Josefina. Cada vez que comentas un relato me haces un poco más feliz.
Totalmente de acuerdo con Josefina, enhorabuena por el relato!!!
Muchas gracias, Jordi. Así da gusto escribir.
Me emocionaron muchísimo tus letras, un precioso relato lleno de sentimientos. Aprender a viviren felicidad, difícil tarea.
Perdón por no responderte antes, Araceli. Muchísimas gracias por tus palabras. Significan mucho para mi.
Una historia así solo puede estar en la cabeza (¡ y en el corazón!) de una persona con mucha sensibilidad e inteligencia emocional. Felicidades hermanito por ser tan especial. Muuuac!!!