Bajo el cuerpo de lumbre ella es el sol.
Su resplandor la atrae y la convierte en ceniza.
José Emilio Pacheco.
MIRIAM
No podía dejar a mi madre sola, no en este desdeño como es deshacer una vida; porque allí vamos, a desligarnos de nuestras raíces; aunque, tengo que reconocerlo, me ha importado siempre un bledo. A través del cristal del coche los campos pasan a gran velocidad, como quien hojea un libro de fotografías irradiantes de viajes de postal fácil; mi madre conduce en silencio, mi abuela baja la cabeza, dice que se marea, pero yo creo que es la culpabilidad de desarmar sus orígenes; mi madre, por el contrario, hace como que no la afecta, siempre ha sido así, dura por fuera, orgullosa de ser una combatiente mitológica, ajena a metáforas imprecisas. Me la imagino, joven y esbelta, con esa melena rubia imitando a Farrah Fawcett, enamorada de aquel joven con pinta de torero y patillas napoleónicas que se convertiría en mi padre; ella quería trabajar en algún lugar que tuviera teléfono, como aquellas secretarias de faldas de tubo y blusas blancas inundadas de suavizante; pero luego me tuvo a mí y cuando quiso volver a cumplir su sueño quedó embarazada de mi hermano Carlos; después no volvió a tener esa ilusión y eso despertó una manera de ser cascarrabias y machacona, buscando, en el fondo, huir del arabesco papel del pasillo de casa, como una zarza que la agobiaba y la tenía atrapada en la docencia de mantenernos, siempre remando hacia delante, en este presente inquisitorial.
Aquí estamos las tres, familia de mujeres fuertes, repetía mucho mi abuelo antes de morir, cuando contemplaba los labios apretados de las mujeres de su vida; así es mi madre y así soy yo o, al menos eso me creo, como si me aferrase a este instinto genético para convencerme a mí misma de quien soy. Así es mi madre, siempre orgullosa, con nuestros característicos ojos rasgados, familiaridad cómplice, desde donde salen destellos de luz azul ceniciento.
¿Qué me importaba a mí el pueblo? La última vez que estuve fue en el entierro del abuelo, la iglesia abarrotada, desfilar de gente que no conozco pero que, supongo, tendría todo el derecho a estar allí, a lo mejor para cerciorarse de que mi abuelo había fallecido del todo y no volvería a hacer lo que en la guerra, que regresó de entre los muertos; no sé muy bien la historia, tampoco he preguntado mucho, ¿para qué?; ni siquiera Marcos, mi novio, me prestó atención una vez que se lo mencioné, casualmente, en los jardines del Palacio Real, cuando nos perdíamos a propósito para mirarnos y acariciarnos, aquellos domingos en que cogíamos el metro y viajábamos al centro para camuflarnos entre la multitud; mi Marcos, no le he dicho nada del viaje, supongo que no estaremos mucho en el pueblo, después de que firmemos y vendamos la casa nada nos ata allí, ¡qué triste debe de ser para la abuela! A lo mejor por eso no quiere mirar el paisaje, a lo mejor mi madre prefiere oír el rumor fragoso de la radio a mis preguntas incongruentes; mi madre, a través del espejo retrovisor la veo mayor, siempre se echa encima toda la soberbia de la familia, como siempre mi tío no quiere saber nada de esto, luego pedirá su parte claro, le ha venido muy bien que sea verano.
Mi madre y mi abuela por fin miran al frente al unísono, siguen en silencio, no hace falta que hablen, a lo mejor el pensamiento de las tres fluye en el coche como el remanso del río Ardáliga, el de mi pueblo, mejor dicho el de su pueblo, a mí no me pertenece ni un ápice, toda su estructura se derrumbará delante de nuestras narices cuando firmemos el contrato de venta de la casa, el único bien que nos ancla aquí
Mi madre se alisa el pelo, quiere que la vean guapa, no hace falta, ya es guapa, mucho más que yo, que he sacado los ojos diminutos y la nariz grande de mi padre. Entramos en el pueblo, las primeras calles espolvorean latidos de soledad, ya huele a excremento de vaca en lugar cerrado, a corral que diría mi abuela, a la última estrofa de una canción cuyo estribillo pronto olvidaremos.
CLARA
Estoy entre dos mundos que me miran, mi madre y mi hija, tocadas ambas sobre el paisaje degastado del valle, depositando sobre mi conciencia una responsabilidad tumefacta por la dejadez de los demás.
Aquí he nacido y crecido, hubo un tiempo en que lo odiaba, en mi hija reina la indiferencia entre sus calles pero yo lo odiaba de verdad, con una rabia de verdes espumarajos brotados de bocas blasfemas; ahora siento melancolía, a lo mejor para aferrarme a mi madre, a sus sentimientos, buscando la clave para salvar este duro trámite, ese teléfono que no suena para desdicha del condenado a muerte, esta mujer sentada a mi derecha, única superviviente empeñada en sacudir la memoria para hacernos sentir culpables. Mis sentimientos de ayer son mi vergüenza de hoy y cuanto mejor hija quiero ser, más me oprime el pecho esta ardua sensación, repta por mis entrañas, se revuelve en la mirada de reojo de mi madre o en la cara de resignación de mi hija.
Ha ido todo el viaje en silencio, con lo vocinglera que es ella, cuando bajaba la cabeza me ponía nerviosa << ¿Qué te pasa mamá?>> pero no contestaba; la casa del pueblo es muy importante para ella, lo sé, toda una vida dotándonos de identidad, a nosotros, los “Vivos”, porque mi padre escapo de la muerte dos veces; ese hecho horadó en su mujer el convencimiento de que el destino es algo que llevamos grabado en la métrica desnuda de nuestro nacimiento. Por ello guardaba, aún, la esperanza de volver y que nada hubiera cambiado; ella no hubiese querido observar los acontecimientos que acostumbran a deshacer los hijos en el cenit de sus vidas, apartar sorpresas innecesarias, reinantes en sus sospechas, evitar las miradas de los vecinos cuando bajemos del coche, se forme un corro de besos, (para colmo vivimos en la Calle de La Corredera, la principal del pueblo), y un amasijo de preguntas, muchas de ellas teatralizadas, porque ya se rumiaba, desde que murió mi padre, lo que íbamos a hacer con la casa: “Si, total, ya no viven aquí. ¡Pobre Francisco, pobre Daniela!”, creo escuchar en la centuria de lenguas susurrar en las profundas noches veraniegas, observando, apoltronados sus traseros en sillas metálicas, los toldos del balcón de mi casa acariciar la ventisca que otorga un respiro a las horas candentes de este lugar que dejamos para siempre.
DANIELA
Cuando trajimos a Francisco mucha gente no se creía que hubiera muerto, se imaginaban al cura invocando su alma ante un ataúd vacío. ¡Cómo se iba a morir “Paco el vivo”! En el traqueteo del coche me acuerdo de su historia, el silencio de mi hija aferrando sus manos huesudas al volante, haciéndome creer que no está nerviosa, que esto es un trámite exangüe, sin recuerdos que recorran las venas de los sentimientos; ella es así, dura por fuera, sufrida por dentro, me lo demostró el día que pegó un portazo diciendo que se iba para no volver; pero aquí estamos, como en la procesión del Viernes Santo, que todos los años se produce de igual manera y la ausencia de palabras es un mero protocolo impulsado por una doctrina impuesta.
No debería pensar así, cuando estalló la Guerra muchos mozos huyeron a la sierra y los cazaron como a conejos; dijeron que mi Francisco también había caído, así que guardé luto casi un año, hasta que un día, acompañando a mi hermana hasta la carretera para ver el paso de las tropas en los camiones dirigiéndose al frente, un soldado no paraba de gritar: “¡Soy Francisco, de Ardáligas, estoy vivo!”. No pudo reconocerme, se lo decía a la multitud llegada de todos los pueblos de alrededor, congregada a fin de tener noticias de familiares y amores que había ido a matarse.
Mi hija siempre sonreía aliviada cuando lo contaba, en aquel momento, me rasgué el vestido negro y llegué llorando de alegría a casa; aún sin saberlo, mi madre comprendía que había visto a mi hombre y que no tenía necesidad de mortificar mi cuerpo con aquel tormentoso color. Después de la Guerra se repitió la escena, la Guardia Civil fue a buscarle junto a otros pero solo regresó él, tras unas semanas de alaridos en habitaciones herméticas. Aquella noche sus manos abarcaron mi espalda y no paraba de murmurar: “Daniela, no he hablado y estoy vivo”.
Después todo se calmó y fui madre dos veces, podría contarlo todo pero los argumentos se parecerían a los de tantas familias de pueblo, tantos gritos sobre la tierra amarga, buscando, sin cansarse, el sentido de pertenecer a un lugar y hacerlo tuyo, vincularse a él como la toza de granito a la puerta principal de nuestra casa, aquella que, dentro de unas horas, no nos pertenecerá, dando pie a escenas de una vida que ya no quiero comprender.
Mi hija me ha preguntado si me mareo, asiento pero no es verdad, no quiero ver el camino que recorrí siendo joven en busca de mi marido, con un vestido enlutado que se sacudía en mí como un volcán dormido, ahogado en su interior pero con fuego fecundando rabia; como ahora mismo.
¿Cuáles serán los testimonios de lo vivido aquí? ¿Por qué mis fuerzas no eligen este momento inasible para que no tenga que dejar todo atrás definitivamente?, la respuesta es fácil: porque soy madre.
Escrito por: Jesús Bermejo Bermejo
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Sin palabras. Magnífico relato corto, pero en ningún caso menor. Felicidades. De corazón…
Muchísimas gracias, saludos