Se escucha un estruendo, una especie de estallido como el que se origina cuando revienta una bolsa hinchada contra la palma de una mano; tras esto, algo parecido a una expiración fugaz, un momentáneo suspiro que aterroriza a los muchos que, petrificados en movimiento pero con una mente lúcida, sienten alarmados lo que se les viene encima, y literalmente; pues de pronto, nublándose ante ellos la luz que los hace distinguirse, una pieza plomiza, tan oscura como el motor de la maldad, cae sobre los pasmados presentes y los aplasta. Lo sigue un nuevo sonido, proveniente de los afectados, y, sin embargo, no como queja personal de cada uno de ellos. Al contrario que lo ocurrido con la explosión, estos se duelen en silencio, sintiendo pero siendo incapaces de expresarse. El golpe perdura en un cada vez más apagado pitido, como si aquel peso hubiese chocado contra un triángulo de música y su vida se prolongase durante más de diez segundos…
El peso llega acompañado de líquido, algo espeso que va recorriendo los cuerpos inertes de todos los espectadores, quienes se muestran iguales tanto en sufrimiento como en presencia; y es que el destino no entiende de razas ni diferencias, solo de igualdad, sea cual sea su desenlace; por ello los blancos y los de color sufren por igual. La bola gigante que los comprime, penetrando en ellos como si les empujase la rótula en dirección opuesta a su movimiento, cuenta con el poder suficiente como para oír el lamento de sus víctimas. No le hace falta prestar atención, ya que aunque no lo quiera, lo escucha. Los blancos, alternándose con uno de color por cada dos o tres de estos, gritan:
Si mi fami… Si mi fami… Si mi fami
Los escucha llamar a su familia, a sus parientes más cercanos tal vez. Los blancos —los peor parados en este momento— vocean frustrados, incapaces de soportar por más tiempo el peso que tienen encima. No pronuncian nada más que eso «Sin mi fami…», y no terminan, ya que los de color, más pequeños pero con mayor dureza, los empujan urgidos, sin otra opción; y, además, parece que discuten, como diciéndose entre ellos que está en su lado. Lo capta así:
Mi lado… Mi lado…
La marea caliente los baña, en esto, al igual que en el destino, de forma global: no hay uno más que otro; da igual el tamaño o el color. Ahora todos son mitad de un color y mitad de otro. ¿Diferencia? Ninguna. Y todos ellos, a pesar de que cada tono nombra algo diferente, coinciden en querer quitarse de encima, por todos los medios, esa bola gigante que los consume poco a poco.
Lo intentan, pero pinchan en hueso. Es como si esa rótula que mencioné tuviese sobre ella una tonelada de amargura, un peso muerto por el que lucha para sobrevivir; pero en vano.
Un grito desahogaría la presión. Quizá no solucione el problema, pero al menos relajaría una mínima parte de su agónico malestar; y en momentos como estos, toda ayuda es poca.
Esta vez no es el peso quien escucha, sino sus víctimas. Reviven el momento que los ha aprisionado con la sensación de vivir un Déja vu frustrado; aunque también, el necesario para hacerlos comprender, y para que el lector comprenda lo que relato.
Una grabación. Después de darle al PLAY, un tipo entra en un Saloon del antiguo Oeste, desenfunda su Colt y, apuntando con seguridad —aquí se desvela todo— dispara contra el señor que tiene enfrente. Su cabeza recibe un balazo de plomo justo cuando intenta coger aire, y a la vez que ve la muerte cara a cara. Su cabeza cae, de lado, e impacta contra las teclas blancas y negras del piano que estaba tocando. Su oído pega en ellas, y por ello, sin necesidad de prestar atención, escucha los lamentos de estas, que no son frases construidas, sino simples notas musicales que en sus últimos instantes de cordura -ese oído que tarda en morir- agrupa con su propio sentido: SI MI FA MI… MI LA DO.
Al terminar de rodar, el actor levanta la cabeza. Las amargadas teclas respiran en paz.
Escrito por: José Losada
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