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Es martes, un día normal de una semana normal. Me despierto con sueño y con ganas de empezar el día, que aunque no lo parezca no se contradicen. Desayuno lo de siempre, como un desayuno normal. Quizás algo menos, como mi hijo, que apenas toca el té. Me preparo yo y después a Nicola, de dos años y medio, invirtiendo el orden habitual y el de la gramática del idioma que enseño (el burro delante…). Le elijo un pantalón de chándal celeste, en vista de su clase de gimnasia, y una camiseta azul marino; él elige el resto: zapatillas verdes y sudadera amarilla. Dudo si coger una chaqueta y finalmente opto por la opción correcta. Salgo de casa rumbo a la guardería con una bolsa de basura en una mano y la mano del enano, apenas casi toda mi vida, en la otra. Mientras Nicola habla de buses y de muñecos, me acuerdo de que debemos volver a casa a coger el móvil.
Bajamos varias tandas de escaleras («esta ciudad es así», le repito), cruzamos la vía de una funicular sin esperanza («este país es así», le reitero) y pasamos por la sede cerrada del único partido de izquierdas de este estado («este mundo es así», me oye decir) hasta llegar, como de manual, a la estación de tren. Tenemos entre 15 y 20 minutos para ver llegar y salir varios «regionales» e «intercities» (tenes), coger el ascensor (acezó) antes de dar el acelerón final hasta la guarde en autobús (atubú). Nicola hoy habla menos, ríe más y canta lo de siempre. Se despista ya de la mano de la maestra en la puerta y no nota que me separo unas horas.
De camino al trabajo me tomo un café, que hace que me pregunte cómo es posible que haya accedido a este ritual si sigue sin gustarme, en la segunda cafetería interesante que veo (es obvio por qué dejo pasar la primera). Me preparo mi única de clase de hoy con el libro en la mesa en 5 minutos y me pongo a ojear el periódico con el móvil. Veo en el registro electrónico que después de mi hora de lección viene la madre de Sofia, una alumna, a hablar conmigo. La conozco porque ya vino en el primer cuatrimestre, es una mujer poco más mayor que yo, agradable aunque algo estresante con su hija. Le limpio la mancha de café al libro (antes o después tenía que pasar) antes de guardarlo, de descubrir que hay una pequeña raja en la portada (esto no) y de pagar.
El bus está casi tan lleno como de costumbre, pero como se vacía antes de lo previsto me siento enseguida, sigo leyendo y me río y me enfado con El Roto de hoy, el mejor analista, observador y sociólogo que conozco.
Llego al instituto con tiempo de sobra. En la entrada, la secretaria me guiña un ojo sin flirtear y el bedel me pide explicaciones por la paliza al Barça. Le digo que hay poco que explicar y mucho que hacer: cagarse en la puta madre, odiar al Madrid con más fuerza si cabe y esperar que sea eliminado en semifinales de Europa.
Doy mi clase de tildes con pocas ganas y mando a los estudiantes fuera de clase 5 minutos antes de que suene la campana para dejar el aula presentable. Recojo recortes de folios, un boli y un sacapuntas. Hago la vista gorda con un pañuelo usado. Recibo a la madre allí mismo. Antes compruebo que Sofia ha sacado un 5 y un 4 en los 2 últimos exámenes y pienso en un breve discurso que tranquilice a madre e hija. Se abre la puerta puntualísima y tras preguntas retóricas de rigor la mujer decide tomar la iniciativa: «Mi hija está encantada con usted (quienes le tienen poco respeto a los profes, lo camuflan con el trato formal), con su asignatura y aunque no lo parezca la estudia con ganas y motivación. Le debo ser sincera: yo quería que estudiara alemán porque un primer sueldo en Alemania son 3000 euros, pero bueno, es verdad que con el español se abre muchas puertas. Además mi hija me dijo que le gustaba la musicalidad de su idioma, que ya había decidido y que no había marcha atrás».
Mi fría cabeza fría me hace decir lo que no pienso: «independientemente de lo que hagan es bueno aconsejar a los hijos y transmitirles las propias intenciones». Mi fría cabeza fría me lleva a no decir lo que pienso: «el razonamiento de la madre me parece tan inmaduro como una niña de 11 años; el razonamiento de la hija, de 11 años, me parece tan maduro como simple. Elijo esto porque me gusta, porque sí. Y punto».
Termino el diálogo con algunas perogrulladas sin ninguna intención de evitarlas y me quedo a apagar el ordenador. Antes de salir del aula me aseguro de no haber malinterpretado las palabras de la madre. Mi fría cabeza fría me pregunta: «¿por qué mi madre nunca me enseñó un razonamiento de este tipo?». La silencio de inmediato: «¿y a mí qué me cuentas, si soy charcutero?».
Llego al bar de casi siempre, me invento una combinación de bocata para llevar y me lo zampo en el puerto pensando más en el crep posterior (este año los enumero, llevo 21) y en el calor que ha llegado de repente. Cuando veo la hora me doy cuenta de que puedo ir encaminándome de vuelta hacia la guardería. Decido ponerme a la sombra y quizás por ello .
Nicola ha comido bien, ha dormido mucho y se ha portado de maravilla, me dicen su maestra y una becaria francesa. Dejo que cierre él la puerta (estamos en la fase de «lo hago yo») y llame al ascensor. Nos espera un helado en la estación, un bus casi vacío, un paseo por el parque antes de que salgan los demás niños y un paso por la frutería. Mi fría cabeza fría me aconseja: «coméntale a tu madre por teléfono el diálogo con la madre de Sofia».
Apoyo la mochila y la bolsa de la compra en el portal de casa para sacar las llaves del bolsillo. Nicola se pone caprichoso, quiere llevarme la mochila, se cae, se le cae la mochila y llora porque todo ocurre ante la mirada de dos vecinas.
Paola y su panza de 8 meses y 500 noches nos abren la puerta. Le da un beso al príncipe. Me echa una suave bronca por no haberla avisado de que iba a tardar más de lo normal. Le digo «bien, ¿y tú?», que sabe de sobra que no es un día normal, le pregunto cómo se han portado ella e Irene y me voy a preparar el mate.
Horas después y con la tele puesta mi cabeza bien calentita me permite odiar al Madrid en su partido en Múnich. Pero no reparo en primeros salarios. Faltan 15 minutos para el partido. Llamo a mis padres, pero como veo que estamos a mediados de abril decido no hablarles de trabajo.
Acerca del autor
Escrito por: Tahelmar Caraballo Devesa
Llevo escribiendo desde los 10 años, por eso nunca he aprendido.
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