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Para desarrollar su plan algo arrogante, Tales y Chori decidieron quedar a las 9,15 en la entrada del puerto. Allí, en una tasca infravalorada por los turistas modernos, más preocupados por lo conocido que por lo genuino, Tales se tomó su segundo café de la mañana y su primer bollo. Chori pidió su primer té y su segundo zumo de naranja («¿por qué son tan caros los zumos de naranja en los bares?»). Hablaron de la semana deportiva que se venía, con los cuartos de Champions y Euroliga, y de la pasada jornada liguera. Poco después se dirigieron a la librería de confianza de Tales. No era ni grande ni pequeña, ni fea ni bonita, ni luminosa ni oscura, ni todo lo contrario. Era resultona, cómoda, espaciosa y, en palabras de Chori, «más ordenada que mi madre».
El plan era el siguiente: cada uno compraría un libro de poesía, se irían a una de las zonas más apartadas del muelle con un termo de litro y un mate con yerba y leerían durante al menos 3 horas. Sin dirigirse la palabra nada más que para lo necesario. Después darían un paseo, pasarían por un supermercado a comprar algo de comida y cocinarían en casa de Pablo, el primo de Tales. Lo más importante era que después de terminar la lectura en el muelle no podrían comentar los respectivos poemarios.
Tales eligió Prosas profanas y lo hizo por tres motivos principales: buscaba un autor sudamericano (Rubén Darío era más sudamericano que centroamericano, a pesar de lo que dijera su carnet de identidad), intentaba indagar en el Modernismo, su asignatura pendiente de la carrera, y homenajeaba en cierto modo a Chori, de madre sudamericana. Por su parte, Chori se decantó por Verano inglés, de Guillermo Carnero («fue mi profesor de Literatura Medieval», le comunicó Tales antes de pagar), no sin antes haber descartado las Rimas de Bécquer.
La cajera los tomó por homosexuales, mientras cobraba los dos libros por separado. Tales no supo desmentirlo. Chori no quiso.
Faltaba poco para las 10,30, el sol apretaba y el muelle presentaba la típica soledad y dejadez de entre semana. Los dos protagonistas se sentaron colocando la matera y sus mochilas en el centro del banco. Sacaron el mate, con la yerba puesta, el termo, con el agua hirviendo, un lápiz y una goma y se pusieron manos a la obra.
Chori decidió seguir el orden cronológico del poemario, subrayando palabras y frases y haciendo anotaciones cortitas. Se detuvo en «Oscar Wilde en París», concretamente en el verso «arriesgar el silencio de su jardìn cerrado», pero no lo subrayó. Sí destacó el sabor de la yerba y lo bien que cebaba Tales.
Tales iba marcando en el índice las poesías leídas de forma desordenada. Cuando llegó a «Sonatina» comprendió la mezcla perfecta que suponía la tristeza, la musicalidad, los olores de las flores y los colores refinados del lujo.
Estaba a 100 metros el bar que le llenó de agua caliente el segundo termo a Chori. Mientras esperaba su turno en la cola del aseo, rodeado de extranjeros, quiso no pensar en la asquerosa posición europea a la hora de afrontar la inmigración. Si algo no soportaba Chori era el racismo. Y el Real Madrid.
Ya con el termo en la mano a Tales le dieron ganas de compartir las frases que Rubén Darío le invocaba. De Vila-Matas, de Pessoa, de Sarasate, de Homer Simpson, de Chaplin. Tales adoraba las citas. Y las tetas grandes. Pero en ningún momento se planteó saltarse las reglas. Al fin y al cabo por algo se trataba de un plan arrogante.
Cuando decidieron que hubo llegado el momento de parar, tras dos termos más, un cambio de yerba y continuas descargas de pis, ninguno había terminado su libro. En la cola del supermercado alemán se encontraron a Pablo. Dividieron la compra entre 3, aunque Tales se empeñó en pagar el postre: una tarta helada mediocre de una marca conocida. Sortearon en el bus quién prepararía la comida y le tocó a Chori, pero fue Pablo quien se encargó del guiso algo pesado para la temperatura que tenían.
Antes del postre Pablo les preguntó qué habían hecho por la manana. Tales dejó paso a la respuesta de Chori, a quien le costó más de lo previsto cambiar de tema antes de soltar un «nada» entre dientes.
Aunque la arrogancia del plan no lo establecía, tanto Chori como Tales habían silenciado e ignorado sus teléfonos móviles. Los cogieron entre la tarta y el café y leyeron los pocos mensajes. La madre de Chori le preguntaba a su vástago si se acercaba a casa a saludarla, como cada jueves. La madre de Tales le confirmaba a su «león» que podía acompañarlo a comprar el regalo para el tío.
Las respuestas de Chori y Tales coincidieron sin saberlo: «Vale. Te quiero». La sencillez de los 16 caracteres contrastaba con la musicalidad de sus reflexiones (Tales le puso melodía de Silvio Rodríguez; Chori optó por la alegría de Serrat cantando a Machado), con la poeticidad de sus intenciones (Chori pensaba en Bécquer, Tales en una amiga periodista), con los símbolos del arte («el arte por el arte» pensaron al unísono). Disfrutaron de cada carácter saboreándolo como Rubén Darío a sus princesas y el profesor de Literatura Medieval las tensiones. Y amaron, de forma breve pero intensa, a todas las madres del mundo, cada uno a su manera.
Tales y Chori no se contaron nada para no romper el pacto. Ni a Pablo. Sus madres a día de hoy no saben de lo sucedido. Si es que sucedió algo.
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Acerca del autor
Escrito por: Tahelmar Caraballo Devesa
Con 10 años me dijo mi tutora que redactaba muy bien, con 11 quedé segundo en un premio de redacción de mi pueblo. Desde entonces mi carrera literaria se puede resumir en una palabra: ilusión. Nada más.
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Muy bonito,la verdad que tus relatos te hacen visualizar esos episodios…Me encanta y sigue escribiendo por favor…… Gracias
Muchas gracias a ti por el comentario