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Camino por la calle con las manos atadas a la espalda y una soga al cuello de la que los guardias tiran sin compasión, haciéndome caer. Al doblar un recodo de las calle, en el cercano horizonte puedo ver la estructura levantada a trompicones, sin cuidado. Total solo servirá para este acto de barbarie, este único acto y luego será desmontada. A lo lejos parece una balsa en un mar de cabezas, con un solo mástil del que cuelga un cabo de cuerda, robusto y basto.
Me tiemblan las piernas al llegar a la base, después de sufrir en el trayecto toda una serie de vejaciones. ¡Qué cruel es la masa con el caído! Una subida a mi destino final. Siete escalones que se hacen eternos, sin barandilla, ¿para qué?
Quiero aparentar energía y por eso hago que mis pisadas provoquen crujidos en la madera, una madera clara y sin desbastar, unida precipitadamente con clavos largos de hierro.
Desde arriba puedo ver el gentío, forma una nebulosa de miradas sin forma. Gritan deseando ver el final del macabro espectáculo.
Un poste ancho de madera, cuadrado, emplazado firmemente en el conjunto, del que sobresale una única rama y en su final, la soga, con su nudo corredizo hecho a conciencia por el verdugo. Se balancea por efecto de la ligera brisa y resalta al contraluz de los últimos estertores del sol. En un último gesto de orgullo rechazo la capucha que me ofrecen. Cuando tengo la soga ajustada en mi cuello, observo la trampilla que tengo bajo mis pies. Ya no pienso, ya no siento, absurdamente me fijo en las vetas de la madera, carcomida en algunos sitios y en ese momento oigo el sonido de la palanca que, al ser accionada por el verdugo, abre la trampilla y todo mi cuerpo privado de su apoyo cae al vacío. Es un segundo, noto por última vez el aire inundando mis pulmones y luego la nada.
Photo by Finn Gross Maurer on Unsplash
Acerca del autor
Escrito por: Jesús Manzaneque Fraile
Autor del libro de relatos «Gente Rara»
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