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Tan testaruda que perdió los derechos de su último contrato discográfico. Charlotte seguía dedicándose a la música, pero no al nivel que ella merecía. Parecía una derrota lo suyo. Exilió de su país, entre otras cosas, por su carácter tremendo; nadie la tragaba ya. Protestaba todo, a veces con razón. Como cuando salía a defender una causa justa. Por ejemplo, denunciando cualquier acto impune que los agentes policiales cometieran contra los de su raza, en un lugar donde, a veces, ser negro todavía es motivo de escarnio, siendo un estado democrático. Su antiguo mánager, entonces, le recomendó visitar Macao, porque allí estaba seguro que recibiría los honores que le correspondían como artista. De modo que, una vez instalada, se enamoró de aquella urbe que le recordaba a Las Vegas. Había encontrado en lo alto de la torre del hotel casino Grand Lisboa un rincón donde ganar dinero con lo único que sabía hacer: tocar el piano y cantar el jazz más neurótico del panorama musical moderno. En ocho años había aprendido algo de chino y chapurreaba el portugués porque le agradaba su melodía.
Necesitaba recomponerse de su vida hecha añicos. Acostumbraba a llevar un parche en su ojo izquierdo como consecuencia de un aparatoso accidente en coche mientras trataba de abstenerse de la realidad social acelerando su segundo Maserati en propiedad por la autovía de Los Ángeles cuando era más joven. No podía soportar el dolor del abandono de su padre cuando apenas tenía cinco años. Tampoco que uno de sus siete hermanos falleciese por el maldito caballo. Desde bien pequeña fue instruida para aprender música clásica y jazz. Comparada en sus inicios con Bill Evans, Glenn Gould o Allen Toussant, para ella su referente siempre fue Nina Simone. La música es posiblemente lo que le salvó de la perdición total. Porque, eso sí, la fama pudo con sus principios, y el alcohol o la coca le ayudaban a sobrellevar su soberbia infinita. Al igual que a algunos de sus ídolos, había entrado en una espiral destructora de la que difícilmente saldría con entereza. Y los problemas económicos le ahogaban. Las deudas colmaban su imponente peinado electrizante.
A ella lo que de verdad le apasionaba era tocar música en directo. Lo que no soportaba eran los horarios. Sometida a un rígido programa de actuaciones diarias, consideraba su trabajo esclavista y repetía constantemente que su chichi ya no estaba pa’ farolillos. Su público era respetuoso con ella, veneraban sus piezas más conservadoras, así como sus temas más excéntricos. Tampoco es que su público tuviese un gusto musical desarrollado -pues así consideraba ella a la élite masculina china-, sino que en la cultura del esfuerzo se valoraba su perfeccionismo. Consideraba, sin embargo, que la usaban como elemento ornamental para los encuentros de negocios; si bien ningún hombre asiático se atrevía a lanzarle una mirada lasciva. Se sentía asqueada de no tener vida social, de no conocer personas con las que poder divertirse; todo era muy gris y serio. Y eso que su escenario estaba justo encima de uno de los salones de juego más grandes del mundo. ¡Cómo podía decir que no tenía forma de desinhibirse con tanta distracción!
Una noche, para sorpresa de todos los comensales, uno de esos hombres asiáticos trajeados que solían aplaudir robotizados al finalizar sus intervenciones se levantó en mitad de una de ellas y se acercó por detrás apuntando con el cañón de su pistola en la nuca de Charlotte. Alrededor del escenario aparecieron varios hombres más, todos ellos aparentemente secuaces de algún adalid de la mafia cantonesa. «Continúe con su arte, señorita», ordenó el espontáneo. La confusión general se apoderó del momento. Y el público estalló en gritos y atropellos de unos con otros. En Macao existía una regla tácita en la que el negocio debía protegerse, y para ello se emplearía violencia si fuera necesario. Pero manteniéndose siempre al margen de los focos de los monumentos arquitectónicos. Porque la ciudad se jugaba el prestigio como lugar seguro y el dinero dependía de ello. De modo que el acto que acababan de presenciar Charlotte y su público era la excepción que confirmaba la regla.
Por suerte para el público, Charlotte estaba muy ducha en este tipo de asaltos a mano armada. Porque ella nació en un barrio muy humilde y peligroso. Tan humilde que cuando su madre dio a luz alimentó a sus hermanos con la placenta que envolvía a Charlotte. Y tan peligroso como que a otro de sus hermanos lo apuñalaron en plena calle con ella de testigo. El supuesto verdugo no sabía qué estrofa sería la siguiente con la artista afroamericana. En ese instante de locura, ella era la luz que proyectaba la calma y el sosiego en pleno caos.
Su reacción fue tan habilidosa y rápida que nadie vio cómo se levantaba de la banqueta, empujaba esta hacia atrás para obstaculizar a aquel hombre, elevaba el brazo armado cogido con sus propias manos para que disparase lejos de su apreciado piano de cola si le daba por apretar el gatillo, y culminaba con una llave con tirabuzón bloqueando cualquier acción del oponente. A todo esto, la pistola había saltado hasta caer encima de la cabeza del mismo, dejándolo noqueado en el suelo. Como quedó cerca de ella, la cogió a tiempo para disparar a los dos hombres que aguardaban en la parte trasera del escenario. Allí avanzó para resguardarse de la vanguardia de asesinos a sueldo delante del escenario. Una serie de réplicas y contrarréplicas de fogueo sustituyeron el sonido procaz del directo de Charlotte. Pero por poco tiempo.
Aunque fue alcanzada por una de las tantas balas que recibió su improvisada trinchera, su rabia contenida explotó de tal manera que terminó con el cartucho y procedió a continuación a lanzar cubiertos y vajilla que había dispuesta en los estantes de aquel salón. Sangraba a borbotones el abdomen, filtrándose en su precioso vestido dorado. A pesar de no tener fuerzas casi para andar, consiguió sentarse en la banqueta. Había terminado por el momento la rapsodia de su captura. Estaba segura de que llegarían refuerzos. Pero, como si nada le afectase, brotó en ella un grito gutural que animó a los todavía presentes a reanudar su concierto.
Como en aquel álbum en directo de su mayor ídolo, Nina Simone, sobre la guerra en Vietnam, Charlotte se arrancó con toda su energía interior a tocar y cantar el medley “My Sweet Lord/Today is a killer”, la mezcla de aquel mantra hippy del beatle más subestimado, George Harrison, con el poema reivindicativo de David Nelson. El público le siguió la corriente y puso los coros mientras bailaba sincronizada como si no hubiera un mañana. Una partitura maestra.
Acerca del autor
Escrito por: Carlos Vera Tordera (@prefacemagazine)
Diletante millennial que vivió su infancia soñando con dirigir cine en Hollywood. En adelante, ha sobrevivido formándose como jurista, creyendo que la verdad debía ser aprendida. Pero, como escribió Andrei Tarkovski, la verdad hay que vivirla. Y ahora escribe sobre aquello que le interesa y le inspira, una vocación con la que seguir procrastinando.
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