Tiempo estimado de lectura: 11 min.
Pasó en los Olivos, en la casa de Melisa Acha, una ex compañera de San Marcos que después de unos años en Argentina regresó a celebrar una fiesta de reencuentro con algunos excompañeros. Hubo de todo un poco como es costumbre: Chismes, fotos, bromas, baile, intercambio de teléfonos, y una discreta borrachera.
Después de las tres de la mañana, nos dimos cuenta que las noches vacías eran más largas de lo esperadas.
Alguien propuso el juego de la botella para que quien perdiera contara un secreto o se tomara un trago. Como se sabe, el morbo anima. Recordamos algunos chismes de nuestra época universitaria: un profesor acosador, un aborto secreto, una parejita gay encubierta, y algunas cositas más.
Nelson Vilcas que vive en el cono sur contó algo que a las cuatro de la madrugada, con los nervios destrozado por el desvelo y la noche silenciosa, tenía algo de revelador e histérico. No sé qué tan cierto es; pero fue así:
“Hace como seis años, algunos lo recordarán, llevábamos clase de marxismo, con el profesor Machuca, uno de los pocos profesores a los que yo podía llamar “maestro”, a mi modo de ver. Las clases eran hasta las diez; pero algunos nos quedábamos hasta las diez y media, y a veces hasta las once conversando de política con él. Cuando nos íbamos teníamos que apagar las últimas luces porque el personal de limpieza nos apagaba las primeras para obligarnos a salir. Nos íbamos en mancha acompañando al profesor hasta la avenida Venezuela; pero después el problema era llegar a casa.
Yo vivía en Tablada, y no había carro directo hasta ahí, así que tenía que tomar uno hasta Paseo Colón, y otro hasta Tablada; pero los días que tocaba Machuca, si no recuerdo mal eran los jueves, tenía que tomar tres porque a partir de las once los carros a Tablada eran difíciles de encontrar. Uno hasta el centro de Lima, otro hasta la curva de Nueva Esperanza, y de ahí una combi que me cobraba cincuenta céntimos hasta Tablada.
Llegaba a mi casa muerto de sueño y con miedo a pasarme de frente, porque más allá, cerca al último paradero, había un canchón de futbol que le decían La hoyada y que era un conocido fumadero de drogadictos en el que asaltaban a los transeúntes. Ya habían asesinado a varios, y a veces aparecían en las noticias policiales. Por supuesto, yo no quería pasar por ahí ni a balas, así que las noches que tocaba ese curso mi preocupación era mantenerme despierto hasta llegar a casa.
Bueno, la cosa es que a fin de semestre, nos fuimos con el profesor Machuca a conversar en un restaurante, y salimos, creo que a las doce y media de la noche o algo así.
A la una de la madrugada yo estaba en Paseo Colon, esperando un carro, y ya ninguno iba hasta la Tablada.
Eran casi las dos y ya estaba pensando en irme al centro y pasar la noche en la plaza mayor para llegar a mi casa en la mañana, cuando, no sé de dónde salió una combi chiquita, manejada por un reguetonero loco que tenía la música al máximo volumen y una cobradora viejita, vestida con ropa de hombre, que se pusieron a llamar gente a gritos.
Yo todavía estaba dudando si arriesgar mi vida ahí, cuando, no habían pasado ni cinco minutos, la combi empezó a llenarse, y ya no pensé más. Me zampé de cabeza antes que me ganaran el último asiento, y pensé que si iba a morir, que sea lo que Zeus quisiera; pero me caía de sueño y esa noche quería dormir en casa.
Arrancamos al toque, cuando ya venía la policía, y a toda velocidad. Yo trataba de no dormir; pero a pesar de la bulla, me dormía un poquito y me volvía a despertar, dormía de nuevo, y me volvía a despertar. Estuve en esa duermevela intermitente hasta el hospital María Auxiliadora, cuando de pronto siento que la cobradora me mueve del hombro y me dice:
¿Dónde bajas, flaquito?
¿Dónde estamos?, le pregunté yo, desperezándome y tratando de despertar, y ella me dice:
Tablada. Último paradero.
Yo me desperté todo.
Bajo bajo, grité.
Y me bajé en El triángulo de la zona antigua, cerca de Las conchitas. Yo vivía en la zona nueva, como a más de veinte cuadras atrás, y eran como las tres de la mañana, así que tenía que despertar a la fuerza si quería llegar vivo a mi casa. Me di dos cachetadas para despertar del todo y, después, todo un guerrero, me puse bien la mochila, me amarré los zapatos, y me fui caminando por un costado de la pista para empezar a correr si se me acercaba algún sospechoso. Casi no había gente en la calle a esa hora.
Bueno, estaba caminando nomás por las calles vacías, y a medida que avanzaba, no veía ni un alma. Ni una persona, ni un noctambulo, ni nada. Solo había una neblina atrasada que no dejaba ver a dos cuadras de distancia, y yo iba con cuidado de ver a alguien en cualquier momento para empezar a correr; pero avanzaba despacio, y nada. Ni un perro, ni un gato, ni un borracho, nada.
Seguí caminando y caminando, y solo veía las luces de las casas cerradas, las puertas y ventanas enrejadas, un viento húmedo que enfriaba el cuerpo, una neblina que afantasmaba las calles, y en medio de eso, unos focos anaranjados flotando en lo alto como ojos que te observaban y nada más. Sin la menor señal de vida. Era como una ciudad muerta a esa hora. Solo había un rumor como de un motor encendido que venía no sé de dónde; pero nadie a quien ver. Ninguna otra cosa que se moviera, y empezó a darme miedo.
Me puse a tararear una canción para darme ánimos, y seguí caminando; pero poniéndome cada vez más nervioso.
Un silencio absoluto. Un cielo oscuro, una neblina de fantasmas.
Tan solitario estaba en ese lugar que al comienzo había deseado no encontrar a nadie para no asustarme; pero a medida que avanzaba sin ver nada que se moviera, empecé a desear ver a alguien para sentirme acompañado porque la soledad empezó a darme miedo.
Seguí las calles, y llegué hasta La hoyada, que es el lugar donde asaltaban a las personas. Tenía un poco de miedo; pero no vi un fumón, ni un asaltante, ni un pandillero, nada. Solo un pampón enorme en la oscuridad, en el que el viento levantaba polvo, y nada más. Vi unos perros que dormían enroscados en un hueco del suelo, y que levantaban la cabeza para mirarte sin pararse; pero nada más.
Seguí caminando hasta cruzar el pampón y llegué hasta la pista que cruza Tablada, e igual, ni un carro, ni un transeúnte, ni un gato siquiera que te mirara. Seguí caminando ya en la zona por donde vivía que es una zona un poco más segura, con pistas, veredas, jardincitos, pero todo seguía igual de vacío y solitario a esa hora. Parecía una ciudad abandonada.
Cuando ya estaba cerca a mi casa, y empezaba a respirar más tranquilo, veo como a dos cuadras de distancia más o menos, porque la neblina no dejaba ver más, parada en el filo de la vereda, debajo de un poste de luz, algo así como una niña. Una niñita chiquita, con su ropita de dormir, y algo en la mano, como un muñequita de trapo o algo así, nada más. Solo eso. Dicho de esta manera parece simple; pero verla en esas circunstancias, en ese lugar, a esa hora, era como para se te pusieran los pelos de punta. Creo que si yo hubiera visto a una pandilla de drogadictos acercándoseme con sus cuchillos para asaltarme, no me hubiera sorprendido tanto como ver a esa criaturita sola, a esa hora de la mañana.
¿Qué diablos podía hacer una niñita sola en medio de la calle, a esa hora que todas las casas estaban cerradas y no había ni una luz prendida? ¿Era sonámbula? ¿Se había perdido?
No lo sabía, claro; pero, por supuesto, lo que menos quería era de ir a preguntárselo. Como de todas maneras uno necesita una explicación, y la mente crea sus razones, se me ocurrió que había una fiesta en esa casa y tal vez la puerta estaba abierta y la niña se había asomado a la calle sin que nadie la viera y estaba ahí, y en cualquier momento saldrían sus padres a buscarla, o algo así.
Seguí avanzando nomás, y silbando un poco para darme ánimos, pero a medida que me acercaba no veía la puerta abierta, ni las luces prendidas ni señas de que hubiera vida en las casas más cercanas. Todas estaban oscuras y cerradas como las demás, y me fui dando cuenta que la niña es muy chiquita, casi una bebita. Tenía el cabellito largo amarrado en cachitos, y algo que le colgaba de la boca, como una pitita del chupón. Pensé que debía ser muy chiquita como para usar chupón todavía, y seguí acercándome, casi detrás de ella, tratando de pegarme a la pared, y reprochándome un poco por ser tan cobarde y no ser capaz de ir a preguntarle: ¿Qué haces aquí, bebe, te has perdido? ¿Dónde vives, dónde están tus padres? Cuando de pronto veo que la niña voltea a mirarme y la luz del foco le da en la cara, y la veo de frente.
¡No tenía cara, por Dios! Juro que no tenía cara
Tenía algo así como unos huequitos en donde nosotros tenemos los ojos y la boca, y de donde colgaba la pita de un chupón y nada más. Era como una masa, como una máscara de cera que se hubieran puesto junto al fuego y se hubiera derretido, y negreado. Algo espantoso, lo juro. Horrible.
Si yo ya había sido lo bastante cobarde como para avanzar pegado a la pared al comienzo; al verla de cerca, juro por dios que me abandonaron todas las fuerzas. Mi cuerpo se debilitó como un trapo y el corazón se me ahogó en el pecho. No podía respirar ni hacer nada por defenderme. Ni siquiera hubiera podido gritar ni levantar la voz. Solo me vi de pronto diciéndome: Jesús, dios mío santo, protégeme, señor… y traté de no correr para no delatarme; pero empecé a caminar cada vez más deprisa, sin hacer ruido. Intentando controlarme terminé de pasar detrás de ella, tratando de no hacer nada que llamara demasiado su atención, cuando, ya un poquito lejos, volteé para ver qué hacía, y vi que caminaba detrás de mí, siguiendo mis pasos, acercándoseme, y casi me desmayo. Me apresuré todo lo que pude pero sin correr, como un atleta de marcha olímpica, y vi que con esa torpeza que tienen los críos, se me acercaba alzando la manito como queriendo agarrarse a mis pantalones, y con toda la vergüenza del mundo, lo digo ahora, ya no aguanté más, y sintiendo que me ahogaba de agitación, y se me paraban los pelos de punta, grité y eché a correr a toda carrera que el pobre correcaminos fue un chancay de a veinte comparado conmigo.
No tuve ninguna vergüenza de mi cobardía. Yo hasta hubiera podido enfrentarme a los drogadictos y los asaltantes como si nada, pero ante algo que no parecía de este mundo no podía más que darme por vencido. Lo único que lamentaba era no ir más rápido porque por más que corría sentía que no avanzaba lo suficiente, o que el tiempo pasaba demasiado lento. Pero a pesar de todo avancé porque la niña se quedó atrás y yo corrí gritando sin parar hasta que llegué a mi casa que estaba como a tres cuadras, y solo paré en la puerta que era demasiado gruesa como para tumbarla, y pegué varios puñetazos hasta que tuvieron que abrirme porque se me había alterado tanto el pulso que no lograba introducir la llave en la cerradura. Después me fui de frente a mi cama sin pensar siquiera en comer, solo en dormir, y sin querer saber nada de ella, como si una niña de pocos años pudiera ser más peligrosa que todos los pandilleros y drogadictos juntos”.
Estaba excitado por lo que contaba, como si el miedo de esa noche reviviera sin disminución de emoción, y miedo. Nosotros que lo escuchábamos con interés, le preguntamos:
Pero …esa niña ¿qué era?
«Un fantasma, contestó con seguridad. ¿No lo creen? Yo tampoco lo creería; pero después, como a los días siguientes me enteré. Mi hermana que es la que habla con todo el mundo, fue la que trajo el chisme a la casa. Le habían dado una tarjeta de invitación para una misa en la iglesia de Tablada, y me enteró. Hacía un año en la casa de unos vecinos, una cría se había metido a la cocina donde hervía una olla con los fideos para los tallarines, y por traviesa o por curiosidad o por no sé qué, había querido subir a la cocina, y se había agarrado de las llaves sin que la vean, y para trepar más se había agarrado del asa de la olla que hervía, y al colgarse, todo su contenido se le vino encima. Se la llevaron al hospital en medio de dolores horribles que la mataron esa misma noche. Tenía solo dos años. Un año después de esa misma noche le iban a hacer su misa. Yo no le conté a mi hermana que la había visto porque tenía fama de ateo, marxista, y materialista, en mi casa; pero a partir de esa noche ya no estaba tan seguro de nada. Siempre que quiero creer firmemente me acuerdo de esa la frase de Hamlet a Horacio: Hay más cosas en el cielo y en la tierra que las que pueda soñar tu filosofía”.
Photo by Steinar Engeland on Unsplash
Acerca del autor
Escrito por: Omar Viveros
De Camaná, Arequipa, Perú. Vivo en Lima. Escribo relatos que he publicado en varios medios físicos y virtuales, y preparo el libro Ciudad del apocalipsis, para colgar en Klinde. Espero que os guste mi relato, como dicen en España. Y Olé. Saludos literarios a todos.
Como siempre, te invitamos a que nos dejes tus opiniones y comentarios sobre este relato en el formulario que aparece más abajo.
Además, si te ha gustado, por favor, compártelo en redes sociales. Gracias.
Y si te quedas con ganas de leer más, puedes entrar a nuestra librería online
Deja un comentario