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En el hipermercado, Rosario cogió dos paquetes de arroz del que anunciaban que no se pasaba, que no se pegaba y que era imposible que se apelmazara. Se encogió de hombros sin terminárselo de creer, aun así, lo puso en el carro metálico.
Desde que había concluido la limpieza de las instalaciones de la discoteca, había controlado el reloj casi de continuo, así que, por enésima vez, le echó un nuevo vistazo. Era casi la una y cuarto del mediodía, el corazón le latió con fuerza. Temió que no le diese tiempo a llegar a casa a las dos, ni siquiera al pueblo. Ya había cogido los productos de la lista y se desplazó con precipitación hacia la caja situada en el otro extremo del establecimiento. Su carro serpenteaba, lo sujetó con firmeza para estabilizarlo, pero se topó con otro que estaba atravesado en mitad del pasillo. A punto estuvo de colisionar, pero lo esquivó gracias a la habilidad que había adquirido al tener que hacer siempre la compra con urgencia. Lo que no pudo impedir fue tropezarse con una transpaleta manual. El empleado, que colocaba distraídamente la mercancía, al parecer, no tenía intención de apartarla.
—Por favor, ¿puede dejarme pasar? —solicitó Rosario con un hilo de voz.
El individuo no respondió, simuló no haberla escuchado. La mujer volvió a mirar el reloj, apenas habían pasado unos minutos, un sentimiento de culpabilidad la mortificó. En un arrebato, giró el carro cargado de comestibles y se enfiló por el pasillo contiguo. A una velocidad cada vez mayor y con el ansia corroyéndola por dentro, alcanzó la caja registradora con el estómago agarrado en un puño.
Al rato se subió al autobús, era la una y media. Trató de no alarmarse, de aquí que extrajera un abanico del bolso. Lo agitó con ímpetu, cuando el aire le acarició los mofletes, suspiró. Para su desdicha, apareció un inexplicable abatimiento. Se sintió como si todo lo que hiciese fuera para demostrar que su vida no era un fracaso.
Una voz interrumpió su ensimismamiento, era Nuria, una vecina de las que no escatimaban en comentarios. Entre otros chismes le contó que, a la boda de María y Paco, que se celebraba al día siguiente, acudirían más de trescientas personas. Soltó una carcajada y añadió que habría más gente de la que habitaba en el pueblo. A Nuria se le cayó la mandíbula al enterarse de que Rosario no iba a asistir. Luego le preguntó por Miguel, el hombre con el que estaba casada.
—Estaba pensando en él, a las dos llega del taller y si no tengo la mesa puesta… ya sabes… —dijo Rosario desviando la mirada al reloj.
—No te entiendo, cariño, mi Isidoro es el primero que barre, cocina…, vaya, para lo que haga falta.
Rosario se concentró en sus palabras, y cuando las asimiló, su rostro se quedó tan lívido como si estuviese enferma, de súbito, se le llenaron los ojos de lágrimas y tuvo que esforzarse por contenerlas.
El autobús se detuvo en el arcén, ambas mujeres descendieron. Rosario todavía tenía que superar una pendiente para alcanzar su casa. El calor era insoportable, resopló varias veces y atravesó el umbral con manchas oscuras en la blusa, bajo las axilas. El reloj que colgaba de la pared de la cocina indicaba que faltaban siete minutos para las dos en punto. A continuación, colocó la cazuela rebosante de potaje en el fogón, y mientras se calentaba, vació el carrito sin fijarse en cómo distribuía los alimentos en la despensa. Estaba feliz porque lo había logrado, pero al mismo tiempo se sintió confusa. ¿En verdad, qué había conseguido?, se preguntó. Se llenó un vaso de agua fría y se dejó caer en una silla, tan pronto como lo hizo, la puerta se abrió de golpe y entró Miguel.
—Qué, descansando.
Rosario detuvo el vaso a medio camino entre la mesa y la boca y sujetó el cristal con más nervio. Finalmente, acabó tomándose el agua de una tacada, quizá para evitar una discusión, o tal vez para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta.
—Mientras me lavo las manos pon la comida, que tengo hambre —le ordenó Miguel.
La mujer obedeció y organizó la mesa como a él le gustaba, sin dilación le colmó el plato con esmero. Miguel probó una cucharada de garbanzos y retorció los labios con gesto de enojo. Rosario, como si hubiera leído su pensamiento, sin llegar a servirse, fue a por el salero y se lo tendió. Él ni tan siquiera le dio las gracias, aunque ella tampoco lo esperaba. Luego se sentó en el extremo contrario en el que él se había acomodado, quedando patente su creciente distancia.
—Me he encontrado con Nuria, se ha extrañado de que no fuésemos mañana a la boda. ¿No crees que podríamos haber celebrado el cumpleaños de tu padre otro día?
—Ya estamos otra vez con la misma monserga, sabes que cae en festivo, siempre lo hemos hecho así y siempre será así. —Descargó un puñetazo sobre la recia madera y prosiguió—. Por cierto, también vendrán mis hermanos, como todos los años.
—Pero mañana tengo que limpiar la discoteca. ¿Qué te parece si vas preparando la mesa y los entremeses y cuando vuelva hago la paella?
—¿Pues no has comprado ese arroz que dices que no se pega y que no se pasa?, además, para sacar cinco platos y abrir tres latas no creo que te cueste mucho —soltó, acompañó el comentario con una risa socarrona—. Ya sabes que las labores son cosa tuya, tú decidiste ponerte a trabajar, bueno… si se le puede llamar trabajar a eso que haces.
—Eres muy injusto, ¿acaso mi esfuerzo no vale igual que el tuyo?
Intentó defenderse, pero fue en vano, Miguel frunció el ceño y se encerró en su burbuja, provocando un silencio deliberado, como en tantas otras ocasiones. Las palabras de Rosario quedaron flotando en el aire, sin respuesta, y, de repente, la temible soledad dañó su alma. Ésta era la cruda realidad, una realidad a la que no quería enfrentarse. Apretó los labios y notó un pinchazo en el pecho propio del malestar de la impotencia.
Rosario no era una mujer culta, pero tampoco era una mujer ignorante, buscó un empleo digno, y encontró un puesto como limpiadora en una discoteca. Sólo deseaba su independencia económica y ser feliz.
Recogió y lavó los cacharros, más tarde se sentó en el sofá dándole vueltas a una idea que le rondaba por la cabeza. Para entonces, Miguel, acomodado en el sillón orejero, agarraba el mando de la televisión.
—¿Me podrías prestar el coche mañana?, así no tardaría tanto —comentó Rosario.
—¿Y si me lo rayas?
—Si dejases que me comprara uno, no te lo pediría.
—Vale, te lo puedes llevar, ya te has salido con la tuya, ahora quiero ver las noticias.
En un principio se alegró, acto seguido, una congoja que brotó desde sus entrañas envolvió su ánimo. A menudo suplicaba y con frecuencia se encontraba en la tesitura de tener que regatear. Se sentía triste, débil y aislada.
Al día siguiente se fue a trabajar con el vehículo, y en unos diez minutos cubrió el trayecto de vuelta. Al entrar en el pueblo se topó con las calles repletas de personas, se le había esfumado la boda de la mente. Decidió aparcar el coche a las afueras y fue caminando hacia su casa, ubicada al lado de la iglesia. Nuria, engalanada de pies a cabeza, se encontraba entre la aglomeración del gentío, junto al portón. Ésta agitó un pañuelo por encima de los sombreros, moños y otros peinados para llamar su atención. Rosario devolvió el saludo sobre la marcha e, inevitablemente, recordó su enlace. Por entonces, Miguel era amable y tierno, le regalaba rosas, acudían a los bailes, tomaban helados en las cafeterías de la ciudad y admiraban los atardeceres. Suspiró, de eso hacía ya muchos años, tantos, que parecía que su compañero de vida se hubiese convertido en otra persona.
Penetró entre la muchedumbre y pensó en la ducha fría que se daría en cuanto llegara a casa, pero algo causó que cambiara de opinión al cruzar el umbral. Unas voces procedentes del salón la pusieron en alerta. Su suegro José y los dos hermanos de Miguel se habían presentado demasiado pronto. La recibieron con un simple hola. Ella se dirigió hacia la butaca donde estaba sentado José y le felicitó.
—Ya era hora de que se te viese el pelo —le espetó el suegro, que no se molestó en moverse.
Rosario se inclinó y le dio un beso en la mejilla.
—He tenido que trabajar y…
—¿Es que mi hijo no gana bastante?
Ella no contestó.
—¿Dónde está el coche? —preguntó Miguel, interrumpiendo la lectura del periódico.
—Lo he dejado fuera del pueblo, había mucha gente.
—¡Hala, vete para la cocina que el hambre aprieta!
Miguel no tenía intención de abandonar el sillón, el suegro no se alteró y los cuñados tampoco iban a mover un músculo. Rosario se remangó y, decidida, como si le hubieran encomendado una misión, se puso el delantal. Respiró hondo y comenzó a freír los trozos de pollo en la paellera. Mientras la carne chisporroteaba, fue al salón y vistió la mesa con un mantel color azul celeste, como un cielo raso de primavera. En ese instante, llamaron a la puerta.
—Rosario, abre —le ordenó Miguel.
Ella se angustió y estuvo a punto de responderle, y eso es lo que hubiese hecho si el timbre no hubiese tronado con insistencia. Inhaló y exhaló una, dos, tres y hasta cuatro veces con el propósito de calmarse, luego tiró del pomo.
—Hola, cariño, no tendrás algo de arroz, con las prisas se nos ha olvidado —dijo Nuria mordiéndose la yema del dedo índice.
Rosario miró hacia el comedor, donde se encontraban los hombres absortos en la televisión. Entonces reflexionó acerca de dos asuntos: el primero, que Miguel nunca aceptaría vivir en igualdad; y el segundo que esta vez los anunciantes iban a tener razón, ese arroz no se le iba a pasar, ni a pegar y tampoco a apelmazar. Se quitó el delantal, fue a por los paquetes y a su regreso se marchó en busca de su autoestima.
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Acerca del autor
Escrito por: Elena Martínez Poyatos (@elenamarpoy)
Premios:
Primer premio local en el VIII Certamen relato corto de Mislata.
Segundo premio en el III Certamen de relato Amuma.
Relato seleccionado en la antología del IV Concurso de relatos cortos Isonomia de la Editorial Acen.
Primer premio en el IX Certamen relato corto de Mislata.
Relato finalista y seleccionado en la antología del IX Certamen de relato Seba Palacios.
Relato seleccionado en la antología del V Concurso de relatos cortos Isonomia de la Editorial Acen.
Finalista en el XV Concurso narrativa breve mujeres que transforman el mundo.
Finalista en el I Certamen de Relatos Beatriu Civera.
Relato finalista y seleccionado en la antología del VI Concurso de relatos cortos Isonomia de la Editorial Acen.
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Me en cantó tu relato, muy bella la narración y el fondo de la historia que cuenta muy bien tratado. Que gran historia. Y el final también muy bien logrado. Es lo que llamo yo los textos que se me dejan leer hasta el final.Un saludo.
Muchas gracias, Luis Ignacio. Me alegro mucho que te haya gustado. Siempre intento hacer relatos amenos. Saludos.
Me he introducido rápidamente en el relato, la descripción muy real.
El final auténtico, me gustado mucho Elena.
Felicitaciones por tu trabajo
Muchas gracias, M. Angeles. En este relato he creído que tenía que ser directa y exponer una realidad que desgraciadamente todavía les ocurre a muchas mujeres. Un abrazo y gracias por tu lectura.