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Yo, como Neruda, también confieso que he vivido.
Ahora, cuando la piel que me identifica tiene más de medio siglo, cuando me he ganado habitar ya en la zona apacible, punto de partida de un descenso sin riesgo, en ese duelo leal con la muerte que es la vida; cuando mis experiencias se asientan ya en la cuenta del activo; cuando mis amigos son mi patrimonio y la contemplación del arte, la proyección de mi ética; cuando se habla de mí y no soy yo quien lo hace, me decido a quitarme la careta.
Es hora de seguir el duelo sin ella, cara a cara. Dejo la espada y asgo el florete. Ella se muestra, yo también. Poco queda ya de esa peste solapada que nos deteriora a medida que nuestra marcha se larva ya en un ritmo acompasado y elegante, calmo y sensato, decidido y seguro.
A los demás no les gusta que les quiten la careta, y aún debo retroceder y desplazarme hacia atrás, para iniciar, en pose de guardia, un contraataque que me impulse de nuevo a la seguridad del perdido ritmo del metrónomo. ¿Hay que tomar partido en la vida?, eso aumenta la dificultad de ser, ¡qué estúpida! Las caretas de los demás me guiñan su expresión en un deseo irrefrenable de informarme acerca de lo irreparable de mi manera de ser.
Cuesta vivir en un intermedio que cojee con gracia, que hacia fuera solo se deje ver, pero que crezca en el interior de aquellos que me aprecian y valoran mi evolución sin doblez, mi mirada al mundo estrábica, que afecta, tal vez adversamente, a mi percepción de la profundidad, pero que brindo cada día sin pasar factura por el detalle.
No dejéis que el enternecimiento que subyace en mi pensamiento enturbie vuestras almas, mis ayes no son más que recuerdos que vagan al haber perdido su sede mi memoria.
Acerca del autor
Escrito por: Nita Sáenz Higueras
Profesora de primaria y secundaria. Licenciada en Hispánicas. Lingüista y correctora de la UOC. Escritora aficionada.
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La verdad, muy bueno