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−De vientos indómitos, de níveas cumbres, de campos de trigo que cubren la fértil tierra. De espesas selvas, de áridos desiertos, de profundos océanos que esconden inciertos tesoros. Toda esa belleza, esos regalos de la naturaleza, han inspirado mis cuadros desde que empecé a pintar.
Elías se arrellanó sobre el diván, y suspiró tratando de controlar las incipientes lágrimas.
−Pero todo eso acabó al llegar ella –sentenció.
−¿Ella? –inquirió el doctor Fuster−. ¿Te refieres a Elena?
−¿Es que hay alguien más?
−No, claro. Perdóname.
−Hace cosa de un mes apareció en mi taller. Era preciosa, más que cualquier mujer que hubiera visto jamás. Caminaba de forma sencilla, como si flotara entre algodones, como si los demás fuésemos torpes marionetas movidos por toscos hilos. Sus alargadas piernas dejaban paso a unas caderas perfectas, que se movían de un lado a otro en un baile acompasado e hipnótico. Tenía la cintura estrecha, y unos turgentes pechos que su escaso vestido apenas si podía recoger. Labios encarnados y con el pelo del color del sol, recogido sobre su acrisolada nuca.
−Parece toda una mujer –interrumpió el doctor.
−Lo era, pero por desgracia no vino sola, sino acompañada de un ser vil y repugnante, de un anciano que, lejos de tratarla como se merecía, la despreciaba a cada paso.
−¿Su padre, quizás?
−Eso pensé yo en un principio, pero no. El caso es que me propuso retratarla.
−Supongo que si estás aquí es porque aceptaste el encargo –indicó el doctor.
−¡Cómo negarme! Quedé prendado de su belleza, de la pureza que desprendía. Quería verla, sentirla respirar, traspasar su alma a uno de mis lienzos. Sin embargo, mientras el hombre me daba una generosa señal, caí en la cuenta, un pequeño detalle que había pasado por alto.
Elías se detuvo para beber agua. Estaba exhausto, como si desnudar su alma le estuviera robando su energía vital.
−¿Y bien? –inquirió el doctor con actitud inquieta.
−Sus ojos –se apresuró a decir Elías−, reparé en sus ojos, verdes y profundos, como cuevas forradas de musgo y briznas de helecho.
−Eran bonitos…
−Mucho, pero tristes, más de lo que puedas imaginar, tanto que al verlos sufrí una especie de angustia vital que aún no he logrado apartar de mi mente.
−La belleza no es sinónimo de felicidad, eso puedo asegurártelo.
−Lo sé, pero estoy convencido de que ese hombre era el causante de sus desgracias. Ella jamás me lo dijo, de hecho no pronunció una sola palabra en todo el tiempo que estuvimos juntos, pero cuando él se iba su rostro recuperaba el color de la vida.
−Tal vez fuese su amante, o…
−Era su chulo, él me lo dijo. Elena era una prostituta, una de esas chicas rusas a las que engañan con falsas promesas y sueños de grandeza.
−Lamento oír eso –dijo el doctor−. Esas chicas no suelen acabar bien. De todas formas nos estamos desviando del asunto que no ocupa. No estás aquí por un desamor, sino por una crisis que te impide pintar.
−Sí, así es. Pero como te decía, todos los problemas empezaron con ella. Su chulo me pidió que la retratara, y por primera vez en mi vida no pude cumplir un encargo.
El doctor se levantó de su asiento y se sentó sobre el borde de la mesa. Aquel caso había despertado su curiosidad. Pese a que en un primer momento creyó estar frente a uno de esos artistas cuyo talento pugnaba con la cordura, un pintor extravagante y alejado de la mundanal existencia, lo cierto era que había algo atípico en él. Su dolor y su impotencia eran reales, más allá de un enamoramiento ocasional. No podía pintar, y estaba sufriendo.
−¿Por qué crees que Elena fue la causante de tus males? –preguntó mientras le ofrecía un pañuelo desechable−. Muchas de las grandes obras artísticas de la humanidad han surgido de un desamor.
−No es desamor lo que me impide pintar –dijo Elías para su sorpresa−, sino la impotencia de no poder retratarla como se merece. Por mucho que lo intenté, no pude reflejar tanta belleza, ni captar la tristeza de sus ojos o la profunda desesperación de su alma. Hice varios retratos, pero todos con idéntico resultado. Pensarás que estoy loco, pero nunca me había pasado, y es algo que me está desquiciando.
El doctor Fuster caminó en círculos alrededor de su exiguo despacho, mientras su mente trataba de buscar una solución al difícil acertijo que se le planteaba.
−Tienes que ayudarme –suplicó Elías−, recetarme algo que me ayude a olvidar este asunto, algo con lo que pueda volver a pintar. Mis cuadros son todo lo que tengo.
−A veces las drogas no son la mejor solución –dijo el doctor sin prestarle mucha atención−. A veces la respuesta a nuestros ruegos está donde menos lo esperamos.
Elías se recostó sobre el diván, mientras que el doctor continuaba caminando en círculos alrededor del despacho.
Segundos después sonrió, y chasqueó los dedos en señal de victoria. Cogió un papel en blanco y un lápiz y se los ofreció con la mejor de sus sonrisas.
−¿Papel y lápiz? –inquirió Elías sorprendido.
−Es todo lo que necesitas –indicó el doctor−. Tú mismo has encontrado la respuesta. No pudiste pintar a Elena en toda su esencia, reflejar su tristeza, porque hay cosas que una imagen no puede captar, sentimientos que un cuadro es incapaz de plasmar. Para eso tenemos las palabras, por eso me has descrito la situación con exquisita precisión. Un artista es alguien que capta la realidad, pero tiene que saber usar más de una herramienta. Tú tienes ese don, sin duda.
Elías, asombrado, no supo discernir si se trataba de una idea genial o una tomadura de pelo.
−Vete a casa –continuó diciendo el doctor−, y describe a Elena tal y como me la has descrito a mí. Ahí tendrás tu retrato, fiel al original.
Elías se levantó, y sonrió satisfecho.
−Supongo que a veces mil palabras valen más que una imagen –dijo antes de cerrar la puerta tras de sí.
Photo by Andrian Valeanu on Unsplash
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Acerca del autor
Escrito por: Txaber Saeda
Txaber Saeda
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