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Mientras ingresaba a la iglesia por una discreta puerta lateral escuchaba, con más claridad, una sentencia: “La bendición de Dios todopoderoso descienda sobre nosotros”. De inmediato, una atmósfera sacrosanta lo invadió todo. De pie, jamás arrodillado, rememoré mi infancia y aquellos frágiles hilos que trataron de atarme a una religión, a una cofradía, a un ghetto: no hubo, jamás estuvo, nunca me acompañó Dios alguno. Luego de cada letanía del sacerdote con sus brazos abiertos y sus palmas elevadas al cielo, como esperando algo de vuelta, los devotos repetían fragmentos itinerantes, recursivos y exactamente iguales. Esas voces se confundían entre sí, produciendo un eco moribundo en el recinto, transformando la nave central de la iglesia en una gran caja de resonancia: cada palabra emerge mientras el eco de la precedente muere en una iteración que se permuta de manera ilimitada, produciendo azarosamente una alabanza, un cántico, un coro sordo de voces mil veces repetidas. También recordé, en ese instante, aquel largo poema de Eluard, cuyo estribillo fue siempre: “Escribo tu nombre”. Esa relectura habitual, fue para mí tal vez la única manera posible de rezar sin eco alguno, sin ritos, sin plegarias, sin glorias, sin penitencias, sin arrepentimientos, sin ofrendas, sin certezas, sin martirios, sin culpa alguna, sin consagración, sin resurrecciones, sin vacías riquezas ni opulentas pobrezas, sin pecadores ni pecados, sin redentores ni redimidos, sin cielos, sin infiernos, en fin, sin esperar algo a cambio. Sin pretenderlo, en medio del oficio religioso, me sumergí en un extraño estado de meditación casi monástica y quizás por contigüidad, semejanza o contraste, recordé cuando, muchos años antes, deambulando por una estrecha calle en Soho, revendedores ambulantes ofrecían a transeúntes y a coleccionistas, cientos de guiones de cine y recuerdo haber sentido, en aquel momento, al hojear algunos de ellos, la misma sensación sacra que ahora me envolvía revelándome la conjetura de los múltiples dioses. Pensé en la confesión, sustituida en el cine por la confidencia o el secreto: ¿Qué susurró Bob al oído de Charlotte al despedirse en aquella transitada calle de Tokio en los minutos finales de la película Lost in translation?, ¿Qué murmuró el señor Chow, contra la pared, en medio de las ruinas de aquel monasterio budista al final del largometraje In the mood for love?. Nunca lo sabremos, esas confidencias no necesitaron un habitáculo, un confesor o un muro de los lamentos y, menos aun, propósitos de enmienda o expiación. Ahora tengo la certeza de haber estado acompañado no por un Dios, sino por casi una docena de ellos: Herzog, Zemeckis, Coppola, Wertmüller, Bertolucci, Tornatore, Wong Kar-wai, Angelopoulus, Annaud, Coixet; tampoco hubo una catedral, sino muchas, cada sala de cine mutó en templo, en mezquita, en tabernáculo; cada cinta sonora sustituyó aleluyas, alabanzas y cantos gregorianos; cada guión cinematográfico fue una escritura sagrada, obturando el vacío que dejaba la Biblia, la Torá o el Corán. Desperté del prolongado letargo con los abrazos finales presagiando la paz, protocolo insalvable antes del rito de conclusión y despedida. Pude distinguir, al final, en medio del vórtice de aquella reverberación sacra, el eco obstinado de una frase final: “La bendición de Dios todopoderoso, descienda sobre nosotros, podéis ir en paz”. Salí a la calle y caminé, la noche ya era irreversible, sentí al respirar sólo restos de los inciensos expelidos por algún botafumeiro, que se fueron extinguiendo cada vez que aspiré bocanadas de aquel aire denso y profano.
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Acerca del autor
Escrito por: César Rodríguez Barazarte
Sociólogo y narrador venezolano, profesor de la Universidad Central de Venezuela. Ha sido colaborador en las secciones literarias de distintos periódicos venezolanos. Su último libro: «Cartas desde Casablanca», Caracas, 2008. En pronta publicación «Soliloquios Urbanos / Ejercicios Narrativos».
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Introspectivas e inquietas cavilaciones que nunca pensé que provocarían los rituales de una misa en un ateo cinéfilo. El relato mantiene la atención del lector pero sin crear un vilo por algún sorpresivo final. Me gustó. Háblame de ese grupo para el que piden suscripción a ver si nos encontramos por esos lados.
Saludos querido amigo
Muy interesante tu relato. Dispones de un conjunto de información que se expresan en un ritual sacerdotal. Me imagino que las letanías del sacerdote iban y venía en los recuerdos de tu pluma mental. Salud y fortaleza mi estimado amigo y profesor, que mi Dios te siga brindando esa creatividad y sea un aliciente para que continúes relatando tan hermosas verdades.
Cada palabra, cada frase en su justo y preciso lugar para esculpir un relato denso y minucioso que interpela y cuestiona «dogmas » y enciende las luces de tus propias apuestas y pasiones, de tu propia fe.
Precioso relato César, entre dogmas e imaginarios revives tu fe. Laura A.