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Principios de siglo XIX. Los Gutiérrez, de rancio abolengo entre la burguesía Murciana, habían visto menguar el patrimonio familiar a mínimos históricos. La matriarca, buena paridora, alumbró catorce hijos sanos y fuertes a los que el sufrido cabeza de familia intentaba, de manera desesperada, dejar colocados en la mejor situación posible.
Afortunadamente la mitad de los vástagos eran niñas por lo que, desde temprana edad y como consecuencia de la solera que el apellido tenía en la ciudad, había conseguido concertar matrimonios ventajosos.
Con los varones era diferente. El mayor heredaría las pocas tierras e inmuebles que no se habían malvendido ya. ¡Pero aun quedaban seis.!
Federico era el pequeño de esta modesta formación futbolística. Cuando el chaval cumplió doce años a su padre ya no le quedaban recursos ni ganas.
Por tanto acudió al socorrido tío. Ese que toda familia respetable poseía. El miembro del clero. Otro pobre desgraciado, último aspirante a heredar y para el que solo quedaba la opción de abrazar los hábitos para poder sobrevivir.
Y, claro está, el hombre encantado de ayudar, no fuera a ser que, al final, milagrosamente, le legaran una asignación por pequeña que fuera.
El generoso tío era prior en un convento de Cáceres, pero pidió algún favor que otro y consiguió que su sobrino fuera admitido, como novicio, en una congregación cerca del palacete de los Gutiérrez.
Su familia le quedo eternamente agradecida ya que, la Señora María Luisa, llevaba días sin parar de llorar ante la perspectiva de que su pequeñín tuviera que marchar lejos de casa.
Fue lo único que consiguió nuestro servicial fraile pues la situación no se prestaba a dispendios tontos.
Y con estas, nuestro joven Federico de catorce años, ingresó en el convento con la resignación propia del que considera este hecho como un mal menor.
A la entrada del establecimiento, acompañado por los lloros incesantes de su querida madre, el rostro del adolescente ya iba marcado por el gesto del martirio. Castigo inmerecido del inocente que, sin haber cometido pecado alguno, era condenado a vivir tras los altos muros que rodeaban el edificio, con la sola compañía de unos hermanos que, a fuerza de vivir aislados, ni siquiera se hablaban entre ellos.
Doña María Luisa se despidió de él dejándole el único consuelo de la promesa de una visita al mes.
El adolescente se fue adaptando poco a poco a la vida monacal alejada del mundanal ruido.
De tal manera lo hizo que, transcurridos dos años como novicio, decidió tomar los hábitos definitivamente.
Doña María Luisa se alegró de esta decisión. No todas las grandes familias murcianas podían jactarse de contar con un Santo entre sus miembros. A partir de ahí, la amorosa madre revistió a su joven retoño de un halo de divinidad del que jamás se desharía, ni siquiera tras la muerte de la pía señora.
Veinte años habitó Federico el convento implicándose de tal manera en la rutina de los monjes y preocupándose tanto por el bienestar de sus hermanos que con 35 años se convirtió en el prior más joven de la orden.
Podríamos decir que el último hijo de la basta prole de los Gutiérrez supo aprovechar, más que ninguno de los otros, las escasas oportunidades que la vida le brindó.
Pero tras la protección de los altos muros, los religiosos no eran conscientes de los cambios que se iban produciendo en la ciudad con el paso del tiempo. La modernidad llegaba arrasándolo todo mientras ellos permanecían anclados en la época medieval. Por tanto no vieron venir el mazazo hasta que lo recibieron sin previó aviso y con la contundencia de la sorpresa.
En el solar aledaño al convento construyeron un precioso teatro y la austera calma monacal se acabó bruscamente.
Nuestro joven Prior se quejó a las autoridades terrenales y celestiales pero no consiguió nada.
Los muros no lograron evitar que la vida mundana y algo casquivana influyera en la población clerical. Hubo algunos conatos de rebelión y se perdieron por el camino algunos novicios de espíritu débil.
Pero lo que acabó con la paciencia de Federico fue descubrir aquel agujero de la vergüenza.
Lo detectó por casualidad cuando arrancaba malas hierbas alrededor del olivo centenario. Hecho rascando la masilla entre las viejas piedras daba justo a la entrada del Teatro. A través de él los monjes satisfacían sus deseos impuros de ver la belleza femenina en todo su esplendor. Aquellas bocas pintadas y obscenas que reían provocando los más bajos instintos. A saber los actos deleznables que se habían cometido en aquel lugar bajo la protección de la invisibilidad.
Federico oyó como un trueno dentro de su cabeza:
Mateo 5:29
«Si tu ojo derecho te escandaliza, arráncatelo y tíralo; porque más te vale que se pierda uno de tus miembros que no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno».
Este acto de bajeza moral acabó con la paciencia del buen cura que, a fuerza de estar allí dentro se había vuelto muy mojigato, y devastado por la actitud díscola de todos a su alrededor, tomó una decisión drástica. Se iría a las misiones. Y como Doña María Luisa hacía tiempo que había pasado a mejor vida, nadie intentó disuadirlo.
El día de su partida, hizo parar al cochero delante de la puerta del Teatro y lanzó una maldición:
– ¡No creáis que os habéis librado de mi, pecadores!. Volveré de entre los muertos para haceros pagar vuestra iniquidad. Arrepentíos mientras podáis.
Lo que Federico no sabía era lo pronto que tendría la posibilidad de llevar a cabo su amenaza.
Dos meses duró el buen fraile en el África negra. Contrajo unas fiebres hemorrágicas que se lo llevaron en dos días.
Mientras las duras consecuencias de su exaltada e irreflexiva decisión, obligaban al inconsciente Federico a abandonar este mundo antes de tiempo, el objeto de su ira, el Teatro, iba adquiriendo la notoriedad que nace de la necesidad.
Los ciudadanos de Murcia veían, en la hora y algo que permanecían en su interior, como sus cuitas quedaban reducidas a la mínima expresión y escondidas en el subconsciente durante varios días.
Como los espectadores aumentaban progresivamente, los dueños del templo del entretenimiento se plantearon la posibilidad de añadir nuevas funciones y abrir también el viernes para dar satisfacción a la demanda.
Pero, como lógica consecuencia de este hecho, se imponía igualmente un aumento de la plantilla del Teatro.
Es aquí donde entra en escena, y nunca mejor dicho, el otro protagonista de la historia, la víctima si se me permite llamarla así.
En San Lorenzo del Escorial vivía la otra familia de la historia, los Pérez. Mucho más modestos que los Gutiérrez, sus miembros varones habían sido tramoyistas y las féminas modistas del Teatro Real Coliseo de Carlos III de dicha ciudad desde que fue inaugurado en 1772 durante el reinado del mencionado monarca.
La familia Pérez consideraba su casa aquel edificio de estilo barroco inspirado por los modelos de la época, sobre todo franceses y napolitanos.
Tuvieron el privilegio de contemplar al Rey y la alta burguesía en los palcos superiores. El patio estaba reservado a la servidumbre y el ejército.
Sirvieron a las mejores compañías de Europa que actuaron en su escenario.
Se mantuvieron fieles a él incluso en el periodo de la invasión francesa, en la que fue clausurado y se deterioró casi hasta su destrucción.
Pero en la actualidad, Paco Pérez, último representante de la familia, sobrevivía alternando su profesión con pequeños trabajos de carpintería, pues el Coliseo no pasaba por su mejor momento y los espectáculos escaseaban.
El tramoyistas había contraído matrimonio con Aurora García iba ya para diez años. Su esposa, murciana de nacimiento, le había conocido en el transcurso de una temporada que pasó junto a unos familiares residentes en San Lorenzo. Se enamoraron y se casaron en el corto espacio de dos años y Aurora no volvió a su ciudad.
Pero la buena mujer añoraba extraordinariamente su tierra y su familia. La esperanza de que los hijos la hicieran olvidar la tristeza que la distancia le provocaba se fue esfumando conforme pasaban los años y estos no llegaban. Por tanto cada día aumentaba el llanto en sus ojos y se esfumaba la sonrisa en su boca.
Una mañana en que ella había recibido correspondencia de sus padres, refirió a su marido la inauguración, hacía un tiempo, del nuevo Teatro de su ciudad y de lo bien que estaba funcionando.
Al final, como quien no quiere la cosa, deslizó el inocente comentario de lo paradójico que resultaba que, mientras el aumento de la actividad hubiera generado la necesidad de engrosar la plantilla en aquel, en el de San Lorenzo ocurriera todo lo contrario. Lamentable situación para un profesional como su consorte, que no tenía parangón dentro del oficio.
Dicha comparación iba en grave detrimento de la que había sido la casa de los Pérez durante generaciones pero Paco, último miembro de la saga, no podía negar que aquella dichosa mujer tenía toda la razón.
No pasó desapercibido para Aurora el cambio de expresión de su marido. Aquella pequeña luz de duda que había surgido en los ojos de él se convirtió, para ella, en una incipiente promesa que no podía desaprovechar.
Por tanto continuó con el sutil asedio a la férrea voluntad de Paco:
– Imagino que el director del Teatro estaría encantado de recibir una solicitud de incorporación del último representante de la familia de tramoyistas más importante de España.
¡Condenada mujer!. Como sabía tocar las teclas necesarias.
– Sí, dijo Paco un poco reticente todavía, estaría bien volver a ocupar mis horas dedicándolas solo al Teatro. Y un poco más de dinero no nos iría nada mal. Pero ¿dónde viviríamos?. Sabes que esta casa nos la proporcionan en el Coliseo y no tenemos que pagar alquiler.
– Bueno, el tono de Aurora era todavía más suave, no sabemos las condiciones que tendremos en Murcia pero, momentáneamente, podemos vivir con mis padres.
El gesto del esposo se torció ostensiblemente.
Ella dulcificó su expresión al punto de parecer un ángel reencarnado. Le habló con una voz que era más una caricia que una expresión verbal.
– ¿ Es acaso eso lo que te preocupa, amor? Es provisional, cuestión de días y tenemos la ventaja de carecer de gastos hasta que estemos organizados.
Este argumento junto con la poco habitual actitud cariñosa y sumisa de su consorte acabaron convenciendo a Paco.
Y así fue como los Pérez se establecieron en Murcia.
El tramoyista, satisfecho por volver a ejercer la profesión para la que había nacido y Aurora, feliz de estar de nuevo en su tierra y cerca de su madre. Estaba convencida de que esta cercanía la ayudaría a quedar embarazada de aquel hijo tan deseado.
Todo salió perfecto para la pareja los primeros dos años. Pero la fama del establecimiento teatral siguió creciendo y volvió a crearse una falta de personal. Así que Paco recibió una propuesta inesperada, quedarse después de la última función como vigilante nocturno.
El hombre no lo dudó. Por fin, y como ella había supuesto, Aurora se encontraba en estado de buena esperanza y un sobresueldo no les vendría mal en un futuro cercano.
Las primeras noches el silencio y la oscuridad del inmenso espacio intimidaban a Paco pero pronto las rondas de cada hora acompañado por la triste luz de un candil se convirtieron en rutinarias.
De repente algo diferente sucedió. Caminaba por los estrechos pasillos de la tramoya. La negrura bajo él parecía un abismo insondable, no se vislumbraba ni un atisbo del escenario, masa sólida situada unos metros al fondo. Más bien parecía que cualquier tropezón provocaría una caída libre e infinita.
El hombre, habituado como estaba a recorrer el laberinto de cuerdas, no necesitaba la seguridad de la iluminación para avanzar. El estrecho y corto canal que la luz de su candil le proporcionaba le era suficiente. Aprovechaba la coyuntura para revisar que ninguno de los nudos que aseguraban todo el andamiaje de la tramoya estuviera flojo.
El silencio se interrumpía de vez en cuando con el crujido de la madera y el vaivén momentáneo de algunos decorados que colgaban, a la espera de cumplir con su misión.
Pero hubo un leve sonido diferente que no pasó desapercibido para el entrenado oído de Paco. Algo cortante sajaba con tino y cuidado una cuerda y por la dirección del ruido la operación parecía realizarse en una de las sogas que soportaba toda la estructura.
El hombre levantó la linterna para intentar vislumbrar a que se debía tan peligrosa circunstancia. Y lo vio, inclinado, abstraído, indiferente, como si solo la tarea que estaba realizando fuera importante.
No era más que una sombra informe. Cuando Paco tuvo que describirla a las autoridades solo pudo decir que, por el volumen, la estructura, la altura del saboteador parecía un hombre con faldas largas y capucha. Lo que no explicó a la policía fue lo que ocurrió cuando increpó al tipo.
Con voz que consiguió hacer gruesa con un enorme esfuerzo, le gritó, más con la esperanza de hacerlo huir por la sorpresa que con la intención de un enfrentamiento:
– ¡Eh, usted!, ¿que demonios está haciendo ahí y quien le ha autorizado a entrar?.
Efectivamente, la sombra levantó la cabeza como alguien atrapado en un renuncio.
La capucha cayó y dejó al descubierto una imagen que Paco no olvidaría jamás, aunque, conforme pasaban las horas empezara a pensar que aquello no había sido real.
Una fosforescencia extraña hacía resaltar una cabeza de pelo ralo. Este tenía aspecto de paja en putrefacción y se adhería al cuero cabelludo a mechones aislados, como si su propietario tuviera la tiña.
La cara era de un color blanco verdoso y lucía un aspecto apergaminado que se resquebrajaba en algunos puntos dejando tiras de piel colgante. Del sitio donde debían estar los ojos, surgían dos luces rojas macilentas, igual que bombillas a punto de fundirse. La nariz no era más que dos agujeros entre las mejillas huesudas, encima de una boca sin labios. La ausencia de estos dejaba al descubierto unos dientes negros y podridos. Regueros de sangre roja manaban de diferentes sitios manchando el hábito de monje que, la horrible aparición, portaba.
Las manos que sujetaban el cuchillo con el que intentaba cortar la cuerda parecían garras coronadas por unas uñas negras y rotas.
El tramoyistas se quedó sin aliento, congelado, su corazón dejó de latir por unos segundos.
De repente, una voz cavernosa pero potente, salió de no se sabe que parte del cuerpo de la horrible aparición:
– Vosotros me habéis hecho esto y ha llegado la hora de que paguéis todas vuestras bajezas y obscenidad. Habéis ofendido a Dios y el castigo acaba de empezar.
Paco no oyó nada más. Su visión se nubló, todo se volvió negro y perdió el conocimiento.
Lo encontraron desmayado en el mismo pasillo de la tramoya, a la mañana siguiente.
Como las autoridades no encontraron nada sospechoso en el registro realizado, intentaron tranquilizar al hombre prometiéndole que, durante un par de noches, dos números de la Guardia Civil permanecerían con él.
Durante dos meses no hubo nada sospechoso y Paco volvió a hacer su trabajo con confianza.
La obra que se representaba en aquel momento era muy del agrado de los espectadores y disfrutaba de mucho éxito. Muy contento, el director les había hecho salir a todos al escenario para recibir el aplauso de los asistentes, algo poco habitual que había impresionado a Paco.
Una vez el Teatro quedó vacío el tramoyista se refugió en su garita. Era una noche especialmente fría y con el calorcito del pequeño cubículo y las dos copas de vino que se había bebido para celebrar, el buen hombre se quedo profundamente dormido.
Le despertó el bello erizado de sus brazos que reaccionaron antes que su mente a la risa cruel y fantasmagórica que resonó en todo el recinto teatral.
De un salto se puso en pie completamente despierto. La escena que se materializó ante sus ojos desorbitadamente abiertos, le dejó aterrorizado.
El monje de la vez anterior estaba en medio del escenario rodeado de llamas tan altas que lamian el techo del edificio.
Su cara refulgía más si cabe, la luz roja de sus cuencas vacías deslumbraba. Extendió los brazos como alas de cuervo elevándose a varios metros del suelo y su voz cavernosa retumbó poseída de una alegría salvaje.
– ¡Os lo advertí malditos pecadores!. Os dije que yo, Federico Gutiérrez, Prior del convento, acabaría con este antro de perdición.
De repente, el dedo acusador de su mano carcomida apuntó a Paco como una sentencia. Inexplicablemente el espectro, que un momento antes sobrevolaba el voraz incendio, ahora se encontraba a pocos centímetros del pobre hombre al que el miedo había dejado completamente paralizado.
– ¡Maldito será este lugar por siempre!. Cada vez que se construya yo me encargaré de destruirlo y tú, pobre infeliz, huye si no quieres desaparecer con él.
Y huyó. Paco corrió como alma que lleva el diablo. Al llegar a la puerta del precioso Teatro que se consumía rápidamente se desplomó como si la vida le hubiera abandonado. Allí lo encontraron los bomberos, pálido, sudoroso, prácticamente al borde del colapso.
Lo trasladaron al hospital por miedo a que le diera un ataque al corazón fulminante.
Los periódicos informaron, días después, que la causa del incendio se debía a una lámpara que se había quedado encendida. Al caer, tirada por una corriente había prendido el telón. El fuego se había extendido rápidamente sin que los bomberos pudieran hacer nada.
Aurora no pudo ver a su marido hasta el día siguiente. Cuando entró en la habitación no lo reconoció al principio. La palidez mortal de su cara no había desaparecido, sus ojos permanecían llenos de pánico y su cabello se había vuelto completamente blanco. Murmuraba palabras incoherentes sobre cuencas vacías, alas de cuervo y maldiciones mientras sus manos agarraban desesperadamente la sabana que lo cubría.
Tardó varios meses en recuperarse de lo que los médicos llamaron una crisis nerviosa producida, probablemente, por la impresión del incendio.
Pero Paco, sin explicar jamás a nadie sus encuentros con Federico, e ignorando los llantos y las protestas de su mujer, decidió volver a Madrid.
Una vez allí, montó una carpintería y jamás volvió a acercarse por las inmediaciones de un Teatro.
Photo by Mathew MacQuarrie on Unsplash
Acerca del autor
Escrito por: Luisa Vázquez Vélez (@LuisaVzquezVle1)
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