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Eran amigas desde hacía ya unos años y se compenetraban a la perfección.
Pepa no era muy alta, pero era guapa, moderna; delgadita, «poca cosa» como suele decirse, y muy divertida.
Ana era alta, buen tipo y sobre todo, ingeniosa.
Los fines de semana por las noches se dedicaban a ir a un bar de tapas del Turó a escuchar música y a «ligar». Corrían los años setenta.
Enseguida sabían quién las acabaría invitando y con un poco de suerte, las llevarían a cenar, si ellas querían, claro. Nueve de cada diez, acertaban.
Aquella tarde habían conectado con dos chicos, y acabaron en una discoteca, como otras veces. En la parte alta de la ciudad.
Ellas no tenían coche, pero ellos casi nunca fallaban, no había problema.
La música tronaba y Ana había perdido de vista a Pepa, seguramente estaría en algún sofá saboreando a su pareja. Hacía rato que al mirarse ellas dos, Ana había visto en su amiga la señal inconfundible para ella, pero enigmática para el resto, de que esta noche no volverían a casa juntas. Bueno, a veces pasaba así, hoy por ti, mañana por mí.
Pero Ana empezaba a aburrirse. El otro chico del bar también había desaparecido por ahí, no habían congeniado. Ninguno de los dos.
Estaba pensando en marcharse a casa.
Fue hacia la barra a hablar con Lu, no es que la conociera demasiado, pero era agradable y siempre le pedía un taxi, y aparecían rápido. La vio sirviendo güisqui a un tío que no estaba mal.
—¿Qué tal Lu? ¿Cómo va la noche?
—No muy bien, estoy cansada y mareada, ya me gustaría que fueran las 3 e irme a casa.
—Uy, uy, uy,…¿mareada? A ver si vamos a tener una sorpresa…
—Pues mira, podría ser, porque últimamente he hecho algunas tonterías… ¿y tu amiga?
—Está con una conquista por ahí, y yo estaba pensando en irme a casa.
—¿Te llamo un taxi?
Y cuando Ana iba a decir que sería lo mejor, el chico de al lado, el del güisqui, dijo:
—Ni hablar de eso, antes te podrías tomar una última copa conmigo, ¿no?
Ana se lo quedó mirando fijamente, y pensando,… y ¿por qué no?
—Muy bien, te acepto un güisqui.
—Me encantan las tías güisqueras, de verdad.
A mitad de la bebida había ya una pieza,… algo,… que no encajaba, y pensó, ¿dónde está Lu? Mejor será que me vaya.
—¿Tomamos la última? Lo estoy pasando bien hablando contigo —dijo él.
—No, no,… me voy a casa, en cuanto vuelva Lu y me pida un taxi, me largo.
—Pues yo también me voy, déjame que te lleve.
***
Lu volvió de repartir por las mesas y se acordó de Ana,… vaya, ya se ha ido, espero que no se deje enredar por el tío de los güisquis, ¡menuda pieza!
Seguía mareada y habló con Gus, su jefe, un buen tío que siempre la llevaba a su casa. Él vivía en Gavà y ella en Castelldefels, no le costaba nada acercarla.
—Gus, me voy a casa, me encuentro fatal.
—De acuerdo querida, ¿llamas a Luis que te venga a buscar?
—Sí, además hoy no trabaja y está en casa, ahora le llamo.
Luis llevaba un taxi pero esa noche tenía descanso, estaba en el sofá viendo una película medio dormido. Adoraba a Lu y a pesar de la pereza normal de tener que moverse de casa tan tarde, vestirse y desperezarse, lo hizo a gusto. El viaje hasta la ciudad era de unos 20 minutos, y a estas horas, la autovía estaría solitaria y seguramente llegaría en menos tiempo.
***
Ana se dio cuenta demasiado tarde de que no había hecho caso a la «lucecita roja» que solía encenderse en su cabeza cuando algo no andaba bien. Ahora, sin embargo, lo veía claro y recordaba que se le había encendido, pero no le había hecho caso. A veces pasa, no queremos ver lo que estamos viendo, por comodidad, por desidia, por espesura mental, por cansancio, por cobardía, por sobrevivir…
Ese chico no la llevaba a casa, había enfilado por la autovía de Castelldefels con la excusa, ante sus protestas, de ir a tomar una última copa a otro sitio.
La autovía no tiene apenas viviendas, algunas de veraneantes escondidas en el bosque, el camping, ahora cerrado, y árboles y pinares. Tampoco circulaban muchos coches a esas horas, apenas te cruzabas con alguno cada cinco minutos. ¿Qué podía hacer?
Hizo ver que se conformaba, aunque sabía que se dirigía a una encerrona, y decidió saltar del coche en cuanto parara. Quedaban apenas un par de semáforos antes de seguir sin parar hasta Castelldefels, y tenían que estar en rojo. Difícil salida.
Lo vio a lo lejos,… en verde.
El siguiente, un poco más allá, también lo estaba, tenía que entorpecer la marcha de alguna manera.
—¿Qué es ese ruidito? ¿No oyes? Es como un ririri en el motor, afloja un poco, ¿lo oyes?
—No oigo nada.
—Sí, sí, estoy segura,… frena un poco y verás.
El último semáforo se acercaba y ya estaba en ámbar. El chico acercó la oreja hacia delante, disminuyó la marcha para oír mejor, y, obligado ya por el semáforo, paró.
Ella no se lo pensó dos veces y abrió la puerta, saltó y atravesó el pequeño seto de la mediana para llegar al lado contrario. Y corrió de vuelta a la ciudad por el arcén.
Tenía mucho miedo, el corazón saltaba en su pecho. Sabía que él daría la vuelta en la próxima salida, lo haría. De hecho, al girar la cabeza vio cómo la luz del intermitente se encendía, iba a poder girar y volver a por ella. Y no venía ningún coche que pudiera ayudarla. Lo que no dejaba de ser un riesgo porque a esas horas, una chica sola en esa autovía de no demasiada buena fama podía ser más peligroso que lo que había dejado atrás. Y esconderse en la maleza,…
***
Luis corría hacia la ciudad a buscar a Lu, y puso la luz verde del taxi. No se sabía nunca. A veces las chicas que «hacían la calle» en los arcenes lo paraban. No era lo usual, pero la luz verde no le molestaba.
—Mira qué bien, parece que voy a aprovechar el viaje antes de recoger a Lu.
***
Ana no podía creerlo, un taxi, ¡qué suerte!
Lo que no supo nunca es que el taxista era el novio de aquella chica que servía copas en la discoteca de la parte alta de la ciudad.
Acerca del autor
Escrito por: Nita Sáenz Higueras
Profesora de primaria y secundaria. Licenciada en Hispánicas, y traductora y correctora en la Universidad.
Escritora aficionada de relatos cortos y poesía.
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Me quedé con las ganas. Hay una tensión «in crescendo», y pensé que el final podía ser más brutal e impactante…un poco más de acción u horror, y la acabas tranquilamente con: » Lo que no supo nunca es que el taxista era el novio de aquella chica que servía copas en la discoteca de la parte alta de la ciudad». No. No puedes poner un dulce en la boca, y luego quitar la emoción así. Pudiste llevarlo más lejos; pero, bueno, es tu relato. Se lee de un tirón hasta el final; pero uno se queda con las ganas de querer leer más, y de que esto haya sido solo el comienzo. Espero que en los siguientes textos te lances con todo. Saludos. Fue bueno mientras duró.