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Está muy próximo el solsticio de verano, el día más largo del año y la noche más corta y, ese día debo encontrarme en un lugar determinado.
Llevo dos horas conduciendo en dirección hacia un paraje, encajado en el corazón de un pequeño sistema montañoso situado en un punto, casi perdido, por donde transcurre una antigua vía secundaria de la Calzada romana principal del Oeste.
Una zona escondida, a medio camino entre las ruinas de dos antiguas ciudades romanas.
Han pasado siete años desde que abandoné ese lugar con la promesa de volver en esta fecha concreta; el solsticio de verano de este año.
Aunque el tiempo es relativo, bien lo sé yo.
Mientras guío el coche por la autovía del noroeste, los recuerdos revolotean primero y, después se van colocando ordenadamente, como los pájaros que, cada mañana se posan en fila en los cables de la luz; uno al lado de otro y así me llevan de nuevo a través del tiempo, siete años atrás, cuando ocurrieron los hechos cuyo desenlace se aproxima a la misma velocidad a la que el vehículo me acerca a mi destino.
Pero ¿cómo empezó todo?
Hace 7 años, por cuestiones relacionadas con mi trabajo, me encontraba recorriendo un ramal secundario, apenas conocido, de una calzada romana.
Se trataba de documentar lo que aún resultaba visible del antiguo camino imperial y tratar de establecer el itinerario de lo que, a causa de los siglos y la estupidez de los lugareños, se había perdido. Muchas piedras de la calzada se habían utilizado para levantar muretes de separación de fincas o construir casas de campo donde guardar aperos y animales.
Recorrí la vía secundaria cientos de veces. Conocía la parte que se conservaba de su trayectoria de memoria y, de la que no se conservaba me había formado una idea, desde mi punto de vista, bastante fiel.
En total, su recorrido no superaría los 25 kilómetros, incluyendo lo que se había transformado en simple camino de herradura o en torrentera, dependiendo de la inclinación del terreno.
Porque el terreno siempre iba en ascenso.
Bueno, casi siempre, y eso fue lo que me permitió descubrir la antigua fuente.
Como decía, la calzada siempre ascendía. Primero en línea casi recta y zigzagueando después, a medida que el suelo se empinaba.
No resultaba difícil distinguir o adivinar su trayectoria si llegaba a desaparecer la estructura de piedras que la conformaba.
Vista desde la lejanía parecía una culebra que serpenteaba para desaparecer en el interior del bosque de robles que cubría la ladera de la montaña que marcaba el inicio de un pequeño, olvidado y prácticamente deshabitado, sistema montañoso.
En el interior del bosque la calzada desaparecía para dejar paso a un camino de tierra o, a algo parecido a una senda de animales en el mejor de los supuestos. Sin embargo, al salir del robledal casi en la cima de la montaña, la calzada reaparecía prácticamente intacta, como si la hubieran construido unos años atrás solamente.
Hay que señalar algo sobre el carácter del lugar. En los límites exteriores del bosque, los robles eran jóvenes y el viento se colaba entre sus ramas, agitaba las hojas y, todos juntos emitían un sonido tenue, constante, dotado de cierta cualidad hipnótica, pero a medida que te internabas los árboles iban ganado edad y presencia ( Pude ver ejemplares centenarios cuya altura superaba los 40 metros), entonces el aire se estancaba, el viento se detenía y todo alrededor se transformaba en una imagen estática, como una fotografía antigua tamizada de color sepia.
Allí, entre aquellos árboles milenarios, te encontrabas como parte de un mundo legendario, olvidado, tan antiguo como las Dríadas de las que hablaban los romanos que lo habitaron siglos atrás. El penúltimo reducto de otra época donde no existía el tiempo como lo conocemos y, el espacio era el reino de los señores del lugar.
Los titanes del tiempo.
Los robles
Hice y deshice; anduve y desanduve el camino entre esos dos puntos decenas de veces sin encontrar alguna pista, algún indicio sobre su posible trayectoria en el interior de la espesura.
En el centro del bosque se encontraba algo que parecía fuera de lugar y en lo que no reparé hasta que casi me había dado por vencido.
Las zarzas.
En el corazón del robledal existía un roquedo cubierto casi en su totalidad por zarzas que en su punto más alto superaban los seis metros de altura y que, a juzgar por su espesura y el grosor de sus tallos, debía llevar siglos allí.
Se me ocurrió que, quizá, si limpiaba un poco, podría ver si se habían extraído piedras de ese punto para la obra de relleno de la calzada: rudo y statumen.
Tenía en cuenta que, en puntos de difícil acceso, se aprovechaba lo que se iba encontrando y, en este caso, para el pavimento parecía insuficiente.
Con un cuchillo de monte de grandes dimensiones, comencé a cortar las zarzas por su parte más baja, casi a ras del suelo.
Musgo y helechos.
Cuando conseguí limpiar un espacio suficiente para dejar a la vista la parte inferior de la roca, comprobé que estaba cubierta de musgo, lo que indicaba la presencia de humedad en ese punto, si no en abundancia, sí constante.
La tarde avanzaba y, a pesar de que en menos de una hora la noche se me echaría encima, decidí continuar limpiando de zarzas el lugar. Unos minutos después ya podía distinguir lo que encontraría tras aclarar de follaje la zona.
La gran roca en el centro del complejo granítico había sido vaciada en su mitad inferior formando una pila de forma ovalada, del tamaño de una persona tumbada. La parte posterior que se incrustaba en la tierra estaba cortada como una pared lisa, recta y, en el centro, tallado directamente en la piedra, una perforación en forma de caño. Pocos centímetros encima se apreciaban unos caracteres en latín y, como motivo decorativo, erosionado por el paso del tiempo, apenas se distinguía lo que parecía una cabeza femenina, cuya melena simulaba, aparentemente, una cascada de agua.
En la parte superior del borde externo del pilón se le había practicado un rebaje en forma de U con el fin de que, al llenarse de agua, sirviera de aliviadero.
Para resumir diré que, una vez despejado un espacio suficiente para poder moverme y, a la vista de la fuente seca pero húmeda a la vez, estaba rodeada de helechos, se me ocurrió que si intentaba limpiar la abertura del caño quizá encontraría agua en el interior.
Llevaba conmigo algunos jalones y piquetas de topógrafo y decidí probar a introducir por el caño la varilla metálica hasta donde fuera posible.
¡Con un intento fue suficiente!
Tras remover un poco la barra metálica dentro del agujero de la pared noté que algo sólido cedía al otro lado y, casi al instante comenzó a brotar agua, turbia primero, pero limpia y transparente a los pocos segundos.
A toda prisa limpié el interior del pilón ,algún animal, posiblemente un zorro, lo habría utilizado como cama y, el agua comenzó a llenarlo.
Con todo el ajetreo no fui consciente de que se haría de noche en pocos minutos. Sobre la marcha decidí pasar la noche allí mismo. Sólo necesitaba acercarme al coche y recoger un saco de dormir y una linterna que siempre llevaba conmigo.
Busqué un lugar para dormir a unos metros del pilón por si rebosaba. No quería que me mojara y, extendí el saco en el suelo.
Me acerqué de nuevo a la fuente. La verdad es que estaba entusiasmado. Volver a hacer brotar agua de una fuente milenaria tenía algo de “sobrenatural, casi prodigioso”; eso me parecía.
Me acerqué al caño y probé un sorbo.
Agua fría, mineral líquido
Me dirigí al lugar donde había dejado el saco y me quité las botas para introducirme en él.
Una vez dentro, tumbado boca arriba y mirando las estrellas (ya se había hecho de noche), fui siendo consciente de la magnitud de la situación.
-Acababa de redescubrir una fuente romana, ¡milenaria y viva!
Me encantaba escuchar el sonido del agua al caer en el interior de la pila que, lenta, pero constantemente iba llenándose.
No podía dejar de pensar que el agua realizaba de nuevo su recorrido hacia la luz, después de más de 2000 años prisionera en el interior oscuro de la Tierra.
Había bebido un agua pura que ningún otro ser humano había probado en todo ese tiempo.
Tumbado boca arriba contemplaba el cielo, las estrellas, los inmensos espacios vacíos que hay entre ellas.
Así me alcanzó lo Inexplicable.
No sé cuánto tiempo llevaría metido en mi saco de dormir. No sabía siquiera si me había dormido o no pero, de repente fui consciente de algo imposible. Había estado mirando el cielo a través de un espacio abierto entre las ramas de los robles, de un espacio perfectamente circular, algo absolutamente imposible.
Distinguí además un rayo de luz que comenzaba a iluminar el lugar donde me encontraba.
Era la luz de la luna llena que, siguiendo el camino diseñado para ella por el Gran Arquitecto, en su avance había comenzado a colarse por el espacio circular formado entre las ramas de los árboles. Podía ver como su luz barría el espacio en el suelo donde me encontraba, un espacio iluminado con el fulgor de una luz tan antigua como el tiempo, en contraste con el resto del bosque, donde a duras penas podía abrirse paso de manera apagada, gris, indefinida.
La luz de la luna creaba otra realidad, parecía que se hubiera superpuesto al mundo ordinario otro mundo de tres colores.
Más de media luna ocupaba el espacio abierto entre las copas de los árboles.
Me incorporé un poco y esperé.
Dos minutos después la luna llena, como si fuera un pozo de luz, rellenó el espacio vacío definido por las ramas de los árboles e iluminó de lleno la fuente, que ya había comenzado a rebosar.
Entonces ocurrió algo que no sé si seré capaz de describir y, aunque lo haga, nadie me creerá.
El agua rebasó la capacidad del pilón y comenzó a desbordarlo. En el mismo instante, la superficie del agua de la pila de piedra que debería estar en movimiento por la caída del chorro se detuvo , aunque en realidad no lo ví, debo decir que lo que de verdad noté fue el cese del sonido del agua al caer.
La superficie del agua del pilón comenzó a …desestructurarse, no sé, … a …a …Como cuando, por efecto del calor se rompe la tensión superficial del líquido justo antes de entrar en ebullición.
Sólo que aquí no era igual.
Las moléculas de agua comenzaron a elevarse desde su superficie en forma de chispas de agua con luz, una luz azulada.
Comenzaron a tomar forma. La forma de un cuerpo femenino.
De un cuerpo de mujer de una belleza imposible que fue irguiéndose hasta que la mitad superior estuvo fuera del agua.
No sé explicarlo de mejor manera.
A los pocos segundos, la Mujer, estaba de pie en la Fuente, desperezándose.
Miró a su alrededor girando lentamente, hasta que fijó sus ojos en la posición en la que me encontraba en el suelo.
He dicho sus ojos, pero no existía tal cosa, su lugar lo ocupaban dos espejos de un color azul oscuro, acuoso. Tenían profundidad, como si a través de ellos pudiera asomarse uno a las aguas ocultas en los abismos del interior de la Tierra, o mejor aún, como si a través de ellos se asomaran esas mismas aguas al exterior.
Se detuvo mirándome y, sonriendo, salió del pequeño estanque dirigiendo sus pasos hacia mí. Cuando estuvo a mi lado se inclinó y, con un dedo de su mano, me golpeó levemente en la parte superior de mi cabeza, en el centro.
Abrí los ojos despacio, sentía un dolor intenso concentrado en la parte central de la frente, entre los ojos.
Me encontraba en el interior del saco de dormir.
Sentía sed y algo de hambre, pero sobre todo sed.
Me incorporé y me dirigí a la fuente para beber. De el caño surgía un hilillo de agua ( nada que ver con el caudal que recordaba de la “noche anterior”)
Me sentía aturdido, así es que introduje las manos en el agua para mojarme la cara y, al pasar las manos por mi rostro, me sorprendió notar que me había crecido barba .
No podía pensar con claridad pero una sensación de inquietud, de angustia, iba apoderándose de mi.
Miré la Fuente.
No podía recordar lo que había ocurrido la noche anterior, lo único que tenía en mi memoria era una imagen de la luna llena ocupando el espacio del cielo que no ocultaban las hojas de los robles.
Recogí mis cosas y, con una sensación de ausencia, de vacío, similar a la resaca tras una noche bebiendo, me dirigí al coche.
Como un autómata.
El sentimiento de abandono era cada vez más intenso, no podía entender a qué era debido.
Arranqué el automóvil y me dirigí a la casa rural donde me hospedaba.
Media hora más tarde aparcaba a la entrada. La dueña, al verme llegar, me miró con una mezcla de sorpresa y estupor.
Cuando se acercó casi me desvanezco al oírla preguntarme que “donde había estado durante esos tres días”
Contesté la primera excusa que se me ocurrió y subí corriendo a mi habitación
No he hablado con nadie sobre lo que viví en aquel lugar. Lo que para mí fue una noche, para los demás fueron tres días.
¿Tres días de mi vida perdidos?
No exactamente.
Cuando me recuperé (en realidad, al día siguiente puesto que no me ocurría nada “físico”), dediqué tiempo a tratar de recordar y ordenar lo ocurrido durante esos días.
Poco a poco, pasito a paso, como la luz de las lámparas de gas, los recuerdos fueron apareciendo en mi mente, difusos primero, después más concretos, hasta volverse sólidos.
Supe lo que tenía que hacer.
Dos días después regresé al manantial en el bosquecillo de robles. Debía encontrar algo oculto tras la fuente, en un hueco entre las piedras protegido por las zarzas.
Me llevó poco tiempo dar con lo que buscaba. Una bolsa de cuero en cuyo interior hallé varias tablillas de madera de abedul y de fresno local, escritas en latín arcaico con tinta a base de carbón.
Las tablillas hacían referencia a un ser que habitaba el manantial y que encarnaba la divinidad del agua de la fuente.
Una náyade; una ninfa de agua dulce
Las Ninfas, en la cultura grecorromana, eran como diosecillas menores de la naturaleza, criaturas que participaban de la divinidad con aspecto de mujeres jóvenes y hermosas, que vivían en el campo y que, con frecuencia, los humanos relacionaban con lugares u objetos concretos como los ríos, pozos, rocas, montañas, bosques y árboles.
Según la tradición, dioses como Pan, Dioniso o Artemisa mantenían a diversas ninfas en su séquito.
Casi todas eran benevolentes y podían garantizar la fertilidad y la prosperidad aunque a cambio exigían un trato diligente y atento, porque en ocasiones mostraban su carácter voluble, caprichoso, inestable y, lo mismo podían seducir a los mortales o enloquecerlos, como arrastrarlos hasta la profundidad de los pozos y los ríos para ahogarlos.
Podían parecer crueles pero, en realidad, eran más bien amorales, al menos, según nuestro concepto de moralidad
También se hacía referencia a las dríadas, asociadas a los árboles y de manera singular a los robles; a las melias de los fresnos y a las hamadríadas, que vivían en árboles concretos y morían con ellos, incapaces de superar la pena de su separación.
El nombre de la Náyade de este manantial era Suila.
La última tablilla parecía contener una advertencia ( Pericu..m. Sat.. vivimus hic) junto con una especie de sortilegio, de encantamiento protector.
Junto a las tablillas encontré una pequeña caja de marfil con lo que me pareció reconocer como una imagen de Poseidón tallado en la tapa.
Quizá fuera Nereo.
En su interior hallé dos monedas; dos denarios de plata.
Recogí todo y abandoné el lugar. Quería dedicar tiempo a traducir el contenido de las tablillas, mis conocimientos del latín no resultaban suficientes.
Han transcurrido siete años desde que ocurrieron los hechos que acabo de relatar.
Conseguí descifrar el contenido de todas las tablillas y, a medida que avanzaba en su traducción fui recuperando la memoria y rellenando el vacío de aquellos tres días “perdidos”.
En mis recuerdos encontré imágenes de un mundo antiguo y peligroso. Un mundo donde la existencia es intensidad, y la naturaleza generosa y cruel. Cruel para los parámetros de los hombres de ahora.
Allí todo es verde y azul, de una pureza inimaginable.
A veces, rojo
En aquel mundo compartí mi tiempo -que ya sé que no es lineal- con seres alegres y etéreos unos, otros, hechos de la naturaleza del barro.
Reí con pastores que tocaban flautas en honor a los dioses de la naturaleza; corrí con pequeños faunos sonrientes detrás de seres femeninos, bellísimos y brillantes, que vivían en árboles tan viejos que hundían sus raíces en suelos formados al calor de los primeros fuegos, cuando la Tierra no había conocido aún humanos que se desplazaran sobre ella.
Me escondí aterrorizado al ver a los terribles Sátiros servidores de Pan, de más de tres metros de altura y miradas crueles carentes de piedad, perseguir y dar alcance a las Ninfas.
Vi pasar a mi lado a seres cuya descripción fue borrada de los libros de los autores clásicos. Seres para quienes TODOS los demás éramos caza.
Todo ello de la mano de Suila.
La última tablilla daba sentido a todo y contenía la clave.
Junto al conjuro de protección contenía el procedimiento, la regla para pasar al otro lado.
Sin embargo, la fórmula sólo es la llave, la cerradura aparece cuando se produce una conjunción formada por la luna, determinadas estrellas y planetas que sólo se da una vez cada 7 años y, únicamente en algunos lugares concretos.
Esa conjunción ocurrirá esta noche.
He esperado todo este tiempo con la esperanza de regresar a ese mundo antiguo, situado en el tiempo y, mi esperanza se cimenta en el recuerdo de lo que viví con Suila.
Llevo las dos monedas que encontré y que debo utilizar, según se refiere en las tablillas, para que me permitan atravesar el Umbral: una en un lugar preciso del pilón de la Fuente; otra en el interior de su caño, para cerrar el conducto del agua.
Después todo dependerá de si aparece la señora del lugar, la Dama del Agua…
Epílogo
Aunque parezca locura, la razón definitiva que me empujó a volver a este lugar y a esperar durante todos estos años, se encontraba en el interior de la cajita que contenía las monedas.
Escrito en un trocito de madera de abedul, bajo los dos denarios, se podían leer dos nombres.
Uno era el de Suila.
El otro era el mío.
Acerca del autor
Escrito por: Jesús Hernández Andrade
Este relato forma parte de una serie de «Cuentos extraños»
Hasta ahora sólo he escrito cuentos y relatos cortos.
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Enhorabuena al autor por este apasionante relato que compartiré con mis contacto para que lo disfruten de la misma manera que yo lo fusfrute
Te devuelve a un tiempo perdido en la memoria donde se mezclan imágenes, sueños, personajes fantásticos de cuentos antiguos en un clima y ambiente de poesía. Todo un tesoro para disfrutar.
Querido amigo, ¿esa Suila no pudiera ser una diosa prerromana de la vegetación que algunos conocemos como las Sellas Duillas? Sé dónde se encuentra esa fuente. Yo también bebí de sus aguas y me produjo retortijones durante dos días (quizás no debiera haber comido antes tantas moras). Tenemos que volver.