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Me desplomé en el suelo. Agotado, hincando las rodillas, ayudándome con mis propias manos para no desfallecer, en lo que parecía la bahía de una playa abandonada. En ella se repartían infinitos cantos rodados, también llamados guijarros, que dificultaban nuestro paso después de una noche cerrada, de esas sin estrellas ni luna. De esas en las que los poetas no saben a quién cantar.
Eran los primeros minutos de un nuevo día. Las sombras se iban ensanchando, huyendo lentamente hacia los bosques del interior. Aún así, la oscuridad dominaba todo cuanto alcanzaba mis somnolientos y fatigados ojos, tanto que por momentos verdaderamente me creí atrapado en una de mis habituales y continuas pesadillas.
Ella, para entonces, ya se había sentado allá donde la resaca del mar alcanzaba su cenit, para después volver a su origen dejando tras de sí un siseo agradable para los oídos, causado tras su paso por los mismos guijarros. No le importaba que su vestido, de lino blanco, holgado en sus delicados y níveos tobillos, se estuviera empapando.
-Al fin hemos llegado. Y en el momento idóneo- se limitó a decir.
Cuando hube recobrado el aliento, después de horas y horas vagando en la total penumbra y en el más absoluto silencio por aquellos bosques inhóspitos, me levanté renqueante hasta que me dejé caer a su lado. Levanté la vista hacia el horizonte, y observé como el astro, con cierto apetito, iba masticando un cielo de velo negro.
-Ahora, escúchame. Necesito saber el por qué de todo este viaje- dije con el aliento entrecortado- Hasta las abejas saben por qué danzan a las demás.
Ella rió. Su larga cabellera se agitaba a cada ráfaga de aquella desconocida brisa.
-Necesito saber si realmente me amas, y que no eres como los demás. Y para eso, ha de ser antes de que el sol abandone el horizonte y complete su circunferencia. De no ser así, me marcharé para siempre y nunca, nunca más nuestras manos se entrelazarán. Como la primavera, que tocando su corneta atrae la atención de las flores y de los enamorados.
Extrañado, le pregunté de nuevo el motivo de todo aquello. Pero ella, que seguía absorta en el amanecer, en su amanecer, con sus pupilas tiñéndose paulatinamente de cobre, siguió diciendo que, por ella, estaría dispuesta a quedarse conmigo para toda la eternidad, siempre y cuando pudiera coger una de las piedras de la orilla y tratara de lanzarla al mar hasta que pudiera hacerla rebotar seis veces sobre su superficie.
Aunque le insistí, tratándole de borrarle esa estupidez, ella no accedió a detallarme más sobre su inusual propuesta. Decía que incluso si no lo intentaba, ella igualmente se levantaría y se perdería en lo más profundo de los bosques.
Aún desconozco los motivos que me llevaron a seguirle el juego. Quizá el desconocimiento, o el verdadero pavor que sentía si ella se iba de mi lado para siempre, ya que sus palabras sonaron decididas, y no le temblaba la voz en su determinación. ¿Qué otra opción me quedaba si un desgarro me atravesaba el pecho tan solo imaginarme aquella posible escena?
Me reincorporé y cogí una de las piedras que había en la orilla. Al estirar el brazo para proceder a su lanzamiento, observé que el océano parecía un mar de sangre, producto de los rayos tanto anaranjados como rojizos del alba, dándole ese aspecto tanto macabro como bello.
Fue entonces cuando lancé la primera piedra.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, ¡plof!
-Has estado cerca, muy cerca- me dijo, ocultando medio rostro bajo sus propios brazos.
De nuevo, cogí otra piedra y repetí el proceso.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, ¡plof!
-Date prisa. El sol ya tiene medio cuerpo fuera- me avisó, detrás mía, con voz suave.
Mi turbación y nerviosismo fue en aumento. Cogí un puñado de ellas y una y otra vez empecé a lanzarlas sin sentido alguno. Más tarde probé en cambiar de ángulo, rotando ligeramente los guijarros, buscando su superficie más lisa. En cierto momento, incluso, empecé a notar cierto tirón en mis brazos al aumentar la fuerza de lanzamiento, producto de mi total desesperación. Sin embargo, y muy a mi pesar, no lograba alcanzar el anhelado y dichoso sexto salto.
En ese instante de turbación extrema, ella se levantó; muy despaciosamente. Se echó el pelo enredado y cubierto de sal hacia su pecho, y comenzó a tejer una trenza.
-Quedan segundos para que salga completamente el sol- dijo, centrando sus pequeñas pupilas en los primeros mechones que sujetaba- Justo cuando termine de hacer esta trenza.
Habiendo dicho eso, los guijarros que lancé a continuación no traspasaron ni siquiera más allá de un metro. Morían al tercer salto, y algunos de ellos se hundieron rápidamente en el segundo. Desencajado y nervioso por perderla para siempre, me dirigí desesperado hacia ella.
-Por favor, no te vayas. Dime… ¡Dime qué puedo hacer para que te quedes a mi lado!
Ella, que seguía su curso, me miró con los ojos muy abiertos y con las cejas enteramente arqueadas y, bajo una tímida sonrisa, me susurró:
-Solo hay un objeto que pueda, no solo llegar al sexto, sino más allá.
Notaba que el sol, a esa distancia, estaba devolviendo a la naturaleza su color original: el verde a los árboles, el azul al cielo,…Aunque débil, sentía que su luz me abrasaba la piel.
-Dime qué objeto es, que yo lo lanzaré tan fuerte que impactará contra el mismísimo sol.
Ella miró una vez más a su estimado horizonte, haciendo electrificar mi vello de cierta envidia de la forma tanto ágil como fácil con la que atraía su atención. Observó que éste ya había revelado tres cuartas partes y su total circunferencia era cuestión de segundos.
-El corazón.
-¿Cómo dices?
-Tu corazón- repitió.
Ante mi evidente cara desencajada y pálida, notando los primeros síntomas de fiebre por deshidratación y frío, ella, con la mitad de su trenza pulcramente entrelazada, continuó:
-El corazón de los verdaderos amantes son puros y leves. No pesan más allá de un simple grano de arena. En cambio, los falsos y desconfiados de espíritu, se pudren con su propia mentira y engaño, cubriéndolos de una viscosa y ennegrecida capa.
-Pero… tú me estás pidiendo que…
Ella hizo una mueca de disgusto, muy sutil, casi imperceptible al ojo humano. Descansó la vista en los húmedos guijarros a sus pies.
-No te molestes. Ya sabía que no me amabas de verdad, y que eras como todos los demás. Son todo palabrerías- suspiró tan fuerte que el suelo tembló bajo mis pies- Tu corazón pesa demasiado, y la gravedad apenas tiene que hacer esfuerzo. Mientes. Mientes con la misma celeridad que la tierra engulle a sus muertos.
No sé qué estímulo me llevó a hacerlo. Seguramente una mezcla de todo. El mar casi había parido el sol, la trenza llegaba a su fin a no ser de tres vueltas más y en la cara de mi amada se dibujaba el adiós eterno.
Accedí por completo, fuera de mí. Tanto que no recordé las palabras exactas que pronuncié. Creo recordar que algunas de ellas exigí que me arrancara de cuajo el corazón. Otras, le suplicaba mi amor incondicional.
Esbozó otra risa ligera, vacía de equipaje. Tejió la última hebra y, de pronto, hundió su mano en mi pecho. Noté la misma sensación de una estaca de hielo por fuera, pero que al mismo tiempo me ardía mis entrañas por dentro, sintiendo derretir mis pulmones.
Extirpó mi corazón, mostrándomelo a la altura de mis ojos. El pobre se estaba ahogando por la humedad que traía el aire, afilado y salado del propio mar, escupiendo al mismo tiempo sangre a borbotones. Desparramando grosellas por doquier en aquél vestido que le regalé el día que nos dimos el primer beso.
-Toma. Lánzalo antes de que sea demasiado tarde.
Me lo colocó en una de mis trémulas manos. Percibí que aún latía, y su tibiez y color del todavía mundo de los vivos iba, poco a poco, sumergiéndose en el estanque inerte y helado del inframundo.
La vista, nublada y torpe. Mis últimas energías se extinguían velozmente con el paso de los segundos. Las piernas, débiles y vidriosas; sirviendo de cauce a aquel vertido de sangre espesa y negra; relamido, con cierto placer, por el envite desganado y monótono de las olas del mar.
En mi última tentativa, lancé mi corazón hacia el horizonte, en el momento justo que el sol se suspendía por sí solo en aquél cielo de un azul desgastado.
Uno,
Dos,
Tres,
Cuatro,
Cinco,
Seis,
Siete, ocho, nueve, diez, once, doce…
Las rodillas me pesaban una tonelada, así que se derrumbaron entre los guijarros, mientras agonizaba por unos segundos más de vida.
Ella, al ver que mi corazón se perdía por siempre jamás en el mar, se deshizo de su vestido de lino. Reveló su cuerpo desnudo y se abrió paso al mar, contoneándose entre los cuatro vientos mientras con un dedo parecía entretenerse jugando con su nueva trenza.
Quise llamarla. Primero para obtener una respuesta de mi hazaña y, segundo, para preguntarle el por qué y origen de aquella actitud tan extraña de adentrarse en el mar. Pero las fuerzas se habían desvanecido por completo. Percibí el desganado y renqueante aliento de la muerte acercándose tras mi espalda.
Se zambulló en el mar. Al segundo reapareció, mostrando su pecho a la luz del sol.
Y, en seguida, me di cuenta de que era lo que realmente estaba ocurriendo.
El mar seguía con el mismo color y tinte de la sangre. Y, desde la lejanía, comprobé como, incomprensiblemente, decenas de guijarros bailaban sobre la superficie del mar, acercándose progresivamente a la orilla, hacía mi dirección.
Entonces, bajé la vista al suelo, en el momento en que sabía perfectamente que iba a ser mi último movimiento.
Y allí, con la claridad de la luz del nuevo día, sin sombras que pudieran disfrazar la realidad de la noche, me vi rodeado no de centenares, sino de miles y miles de corazones solitarios, varados de naufragios atroces, ennegrecidos y endurecidos por el paso del tiempo.
Después de esta visión terrible, exhalé mi último suspiro.
Los insectos de los alrededores acudieron rápidamente a la irresistible y dulce olor de muerte que emanaba el orificio de mi pecho.
Cornetas y clarinetes. El banquete acaba de ser inaugurado.
Un nuevo día acababa de nacer, en la bahía de los corazones rotos.
Photo by Joe Yates on Unsplash
Acerca del autor
Escrito por: Borja Moya Castillo
Borja Moya Castillo.
Nacido el 26 de abril de 1987 en Ibiza. Actualmente trabajo y vivo en Barcelona. Soy licenciado en Historia y estoy cursando el máster ‘Culturas Medievales’.
He publicado relatos en la revista ‘El Pitiús’ y ‘Eivissa’ en catalán, y en próximas ediciones también seguiré redactando.
Colaboro en la elaboración de la enciclopedia de mi ciudad que desde los años ochenta se lleva haciendo.
He escrito mi primera novela ‘Abejas de Vignemale’ y con intención de hacer una segunda.
Recientemente estoy haciendo cursos de escritura creativa.
Teléfono de contacto: 630 42 90 44
Correo electrónico: bmoyacastillo@gmail.com
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