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“Está demostrado aerodinámicamente que es imposible que el abejorro pueda volar, por su tamaño, peso y cuerpo… Pero él no lo sabe. Nadie se lo ha dicho. De modo que ahí está volando todos los días.
A las personas, nos lo dicen constantemente, hasta que olvidamos que podemos volar…”
Me gusta sentarme frente a la ventana por las tardes y observar las tonalidades del cielo y la ciudad cuando el sol comienza su aventura de escabullirse de nuestro mundo, para continuar en otros.
Aunque pudiera parecerlo, no es un acto de melancolía. Es más bien la promesa de que después de todo lo que ha sucedido en el día, llegará la brisa de la noche y lo calmará todo. Y así, arrancará un nuevo día en el que tener la oportunidad de volver a empezar. Con propósito de enmienda. Esta vez no voy a fallarme.
Lo que siempre espero de un atardecer es que aunque haya sido un día gris y lluvioso, termine con una puesta de sol en tonos rojizos. Si no es así, cierro los ojos un instante, hago acopio de fuerzas, aprieto los puños y resisto. Solo un poco más. Por un día. Sin embargo, si tengo la fortuna de ver como el sol ha teñido todo de colores cálidos, vuelvo a ser una niña y escucho a mi padre susurrándome en el oído. No aparto la mirada del horizonte, cuando entorno atentamente los ojos hacia la voz que me habla:
Si el cielo se vuelve rojo al atardecer el siguiente día hará bueno.
Y sonrío. La línea de mis labios se eleva. Pero sobre todo, sonrío por dentro.
Al atardecer todo está tan calmado y en silencio, que puedo apreciar la belleza de la vida, incluso en un espacio gris y urbanita como Madrid. El contraste de las luces fuera del marco de la ventana hace parecer todo un cuadro impresionista, donde no importa tanto lo que realmente sucede, si no lo que una piensa que podría suceder.
Todo es lo mismo, pero es nuevo. El simple aleteo de las palomas posándose sobre los tejados, el canto de los gorriones, el fresco de la brisa casi nocturna. Y el chillido agudo de las golondrinas que mueren si tratas de mantenerlas en cautividad. Ellas, que salen a planear justo a esta hora, me recuerdan lo que he olvidado durante todo el día, el significado de la vida. Me lo dijo Ramón que estudia filosofía y física por la UNED al mismo tiempo. Tiene mi misma edad y trabaja en un taxi. Entre cliente y clienta pone sus apuntes sobre el volante y trata de descubrir cuáles son las reglas que rigen la vida. Dice, que no quiere irse de este mundo sin comprenderlas.
Para ser un hombre, posee una belleza armoniosa, casi femenina, como la de un ángel que no tiene sexo. Con su voz dulce y su tono pausado transmite una gran pasión en todo lo que estudia. Pero no es una pasión arrebatadora, ni violenta. Es sosegada. Como las grandes convicciones que se explican, pero no se imponen.
Yo que no creo en Dios, confieso que cuando me hablar tengo la sensación de estar manteniendo una conversación con una especie de Arcángel. Es muy extraña tanta profundidad y calma en este mundo de locos/as.
Un día, sentada y medio adormecida en el taburete del bar donde le esperaba, me pareció que al sentarse se le plegaban las alas en su espalda. Yo inclino la cabeza con cara de sorpresa para constatar que es cierto, pero me encuentro con su mirada. Vuelvo a colocarme disimuladamente en mi sitio y no puedo evitar entonces hacerle la pregunta más tópica que se le puede hacer a un estudiante de filosofía.
- Si todo nace para morir y en la infinita línea del tiempo nuestra vida es como un grano de arena en la galaxia, ¿qué sentido tiene la vida?. ¿Qué importará lo que hayamos hecho dentro de cientos de años?
Él me mira desde la profundidad de sus ojos verdes, tan serenos, que parecen estar emergiendo de las profundidades del mar buscando la luz que ilumina el lugar recóndito donde se encuentra la respuesta.
- La vida solo tiene un significado. Que el tiempo vivido en cada momento tenga sentido.
Después, desaparece. Nunca más vuelvo a saber de él. A veces dudo de si ha sido real o una revelación. Tampoco me preocupa. Ya ha cumplido su misión, debe marchar.
Yo estoy sentada de nuevo frente a la ventana y pienso que me gusta contemplar los pájaros, del mismo modo que me gusta contemplar a mi hijo, porque me recuerdan constantemente, lo que se empeñan en hacernos olvidar. Cada vez que veo el atardecer lo presiento de nuevo. Sí, vivir es eso. Recordar que estás viva y ver la belleza que solo se puede observar cuando olvidas todo lo aprendido. Olvidar el miedo dado por la experiencia. Olvidar que tu cuerpo no puede volar.
Dicen que según te vas haciendo mayor, tu mente vuelve a la infancia. Como “El curioso caso de Benjamín Button “. Es así.
De repente, he perdido el respeto al pasado y el miedo al futuro. Porque quien se encuentra permanentemente en cualquiera de los dos espacios, no puede vivir en el único momento que existe, que es ahora.
El cielo se torna rojo y yo sonrío. Me levanto de la silla con la misma sobriedad que lo haría una amazona y con el arco sobre el hombro tenso la cuerda y apunto firme a mi objetivo. No me tiembla el pulso como antaño, ni mis pasos se mueven un ápice del lugar que he elegido para realizar el tiro. Ni aunque lloren deslumbrados por el brillo, mis ojos se retiran de ese punto luminoso que mientras parece morir aquí, está naciendo en otra parte. No todo el futuro está escrito y si lo estuviera, tengo fuerzas suficientes en mis manos para reescribirlo. Respiro hondo. Aguanto el pulso. Cierro un ojo. Miro fijamente al blanco. Esta vez, voy a pelearlo.
Photo by Emma Simpson-Wells on Unsplash
Acerca del autor
Escrito por: Marian Alonso
Escribir para no ir a terapia.
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Maravillosa reflexión sobre la vida.