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Recibí rápido el papel en la mano, como un golpe fugaz de suerte. La guitarra acompasaba la situación. El sombrero del muchacho combinaba con el color del texto escrito. Un estornudo fortísimo y un mareo sistemático fue lo último que recordé. ¿Dónde estaba? ¿Qué tenía en el cuello? No podía responder ninguna pregunta. A duras penas mis ojos se abrían ante las miradas inquisidoras de aquel hombre y mujer. Jamás los había visto en mi vida. Sonrieron al mismo tiempo y, como si tratara del coro de una iglesia, vociferaron: «Despertó». Podía percibir en sus rostros cierta lujuria mezclada con maldad. Si querían matarme hace rato lo hubiesen hecho. ¿Qué querían de mí? Ya no estábamos en la época de la guillotina para castigarme de aquella manera.
El ambiente lúgubre y las paredes mal pintadas me estremecían. La mujer me preguntó:
— ¿Qué música prefieres?
—Algo suave nada más —balbuceé casi por instinto.
Ella sonrió y luego gritó: —Pongan Slipknot.
¿Estaba bromeando? ¿Qué clase de persona, en su sano juicio, sería tan cruel de torturarme de esa forma? Mis tímpanos iban a reventar y solo oía risas escandalosas. De pronto, el hombre se paró en medio del lugar.
—Vanesa, creo que llegó el momento de la función.
—Pero si casi no nos ve. Mejor démosle algo de energía.
Me abrieron la boca con sus manos; luego, me obligaron a beber un energizante. Pasaron unos minutos y sentía cómo mi cuerpo iba recobrando fuerzas. Aunque hubiese preferido quedarme dormido antes de presenciar una escena tan horrible como esa.
Vanesa se quitó lentamente la ropa y saltó como demente alrededor de una silla. El hombre que la acompañaba sacó una pistola. Apuntó y descargó. La bala pasó cerca de ella.
—Fallaste, pillín. Yo quería que me dieras justo en la pierna. Ahora me toca intentarlo.
—Es que me pones loco cuando saltas así. Me desconcentras.
Hice lo posible por liberarme. Jalé las cadenas con las que me tenían atado, pero no logré mi cometido. Mi cuello estaba rojo por culpa del objeto que no conseguía reconocer. Era una especie de collarín con púas.
Se escuchó un sonido seco. Era Vanesa tomando el revólver y disparando hasta tres veces a su acompañante. Todos los tiros sin éxito. Ambos reían como si hubiesen perdido en control. ¿Qué clase de psicópatas tenía al frente? Jugar así con la muerte era tener demasiada sangre fría. Pensé que buscaban intimidarme, pero era una idea que no podía comprobar.
Sentía mucha ansiedad. La cafeína en mi cuerpo me estaba destruyendo. Las palpitaciones cardíacas perennes simulaban un ataque al corazón. Me sentía irritado. Demasiado espectáculo por ese día. Si quieren matarme, pues que lo hagan de una vez, pensaba.
Vanesa se aproximó con una sonrisa en el rostro. Susurró en mi oído: « ¿Quieres jugar conmigo?». Con el afán de seguirle la travesura, le respondí que sí. Se alegró. Me desató, se apoyó en mi hombro y me llevó a un cuarto contiguo.
—Alberto, ya vengo. Tengo un pendiente con nuestro amiguito.
—Trátalo bien que lo veo débil
Ella no respondió nada y eso me preocupó.
La vista la tenía disminuida. Solo lograba percibir una silla en medio de la habitación y una ventana al costado.
—Ahora que estamos solitos, te cuento un secreto. Alberto quería matarte rápido, pero yo me negué. Sabes, tienes algo que me intriga.
— ¿Qué cosa? —dije con voz dudosa y suave.
—Eso lo averiguaré en unos minutos.
No entendía nada. Quería largarme de ahí cuanto antes. Ni siquiera sabía por qué me tenían secuestrado. ¿Acaso había cometido alguna injuria? Dios, sálvame de esta situación, por favor. Las plegarias no siempre son escuchadas. A veces, cuando la situación supera los límites, es imposible recibir la ayuda divina.
Vanesa se quitó la camisa que llevaba. Con discreción, me observó y se mordió los labios. La habitación iba en perfecta armonía con el morbo que se sentía en el ambiente. Colocó sus pechos en mi rostro. Quería que bebiera su néctar de almíbar. —No atiné a realizar acción alguna. Me abofeteó. Deseaba que me convirtiera en un lobo afanoso. Vanesa no estaba mal. Poseía una figura que alegraba la vista. Sin embargo, el temor por lo que me podría hacer era lo que más me preocupaba.
— ¿Qué tienes? ¿Acaso no te parezco sexy?
—Nada que ver. Eres muy hermosa —respondí titubeante.
—Entonces, demuéstramelo. Pareces un niño de diez años. Tu erección no se siente.
Estaba ruborizado. No era posible que esta mujer tuviera ese concepto. Podía meterse con cualquier cosa, menos con mi hombría. Si quieres acción, pues eso tendrás, maldita desgraciada, pensé.
Coloqué mi mano en sus glúteos para que sintiera cómo se debía coger a una mujer. Luego, de manera pausada, abordé la cúspide de sus montañas con mi idioma secreto hasta que se estremezca.
Estaba excitado. Tal vez moriría asesinado, pero el mejor sexo de su vida se lo iba a regalar ese día. Claro, para eso debía primero desatar mis piernas de la silla.
—Sigue, sigue. ¡Eres fuego puro!
— ¿Te gusta? ¿Me sientes? Quiero que los dos seamos uno.
—Calla y actúa. Dame todo lo que tengas.
— ¿Estás segura? Mira que después habrá consecuencias.
— ¡Dámela toda!
En segundos, Vanesa me desabrochó el pantalón, ávida del elixir, del manantial de sensaciones pecaminosas. Parecía que el diablo la tenía poseída. Sonó la campanada de tregua, pero ella seguía en competencia. Simulaba una carrera maratónica de caballos.
Cabalgaba como si el tiempo se fuera a acabar. Sentía que Afrodita, desde el Olimpo, miraba el desempeño de esta doncella. El astro rey se derretía al costado de Vanesa, la ninfa lujuriosa.
Después de unos rounds heroicos, dignos de una epopeya de Homero, quedé exhausto, con las energías por los suelos. Solo podía pensar si esta mujer se cansaría en algún momento. La naturaleza me había dotado de grandes poderes, pero todo tenía un límite. Necesitaba parar. De pronto, se abrió la puerta. ¿Qué sucedía? El cuerpo de Alberto yacía en el suelo.
—Estoy acá, baby. Vine a salvarte.
—Susana, ¿qué haces?
—Lo siento. Contraté a estos dos sujetos para que te intimidaran.
— ¿Por qué?
—Supe que me engañaste con Martha. Quería darte tu merecido.
—Mi amor, pero no era necesario hacer todo esto. Pensé que me matarían.
Era demasiado por ese día. Demasiadas emociones juntas. En ese preciso instante me acordé de Martha, su mirada tentadora, sus labios carmesíes, su cabello largo y de color negro que invitaba a enroscarlo y tirarlo lentamente. Otra vez la voz de Susana me despertó de la alucinación.
—Vamos a cenar que muero de hambre.
—Sí, una hamburguesa me caería perfecto —dije en tono sarcástico.
Los sesos de Vanesa en el piso no mermaban mi apetito. Era extraño, pero me sentía feliz de ver a mi novia de nuevo.
Acerca del autor
Escrito por: Ricardo Alarcón (@ricardoalarconb)
Ricardo Alarcón Bazán (Comunicador Social) pertenece a la nueva generación de escritores trujillanos. Desde muy pequeño redacta cuentos e historias fantásticas. Su habilidad con la pluma la heredó de su tío-abuelo Ciro Alegría Bazán. Actualmente se dedica a escribir cuentos, relatos cortos y poesía. Ha publicado tres libros: Poemario 29(2018), Cuentos para Adultos (2019) y Cuarenta Días en Cautiverio (2020).
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Me encanta como va narrando cada detalle. Es un maestro del suspenso.