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El día está gris en Bergen, a pesar de la fecha que marca el calendario: 25 de agosto. Kevin todavía no sabe qué le ha llevado a contratar la travesía a Mostraumen: tres horas entre ida y vuelta. Tres horas en las que no tendrá que planear su próximo movimiento. Tres horas en las que no tendrá que pensar en la posibilidad de que un policía cualquiera lo pare para pedirle la documentación. Sin embargo, estas tres horas de tregua no le evitarán el tedio de tener que pasar aún lo que quede del día y quién sabe cuántos más en esta ciudad septentrional, sin más horizonte que su océano frío y oscuro. De allá de donde él procede el mar es cálido y tiene aroma a salitre.
Pero era la maldita excursión o soportar el bullicio del Bryggen atestado de turistas en este final del verano. Y no, a él no le conviene andar demasiado entre la gente. Cree que lleva el estigma del fugitivo escrito en la cara, que sus crímenes pasados o futuros, de obra o de pensamiento, se le trasparentan como las venas azuladas en la piel nívea de una joven nórdica. Las jóvenes son tan hermosas… y sin embargo ellas son también su perdición. Las que más le atraen son las vírgenes todavía impúberes. Por culpa de esa «afición irrefrenable» se encuentra metido en este lío. Llegó a Bergen tras recorrer en apenas una semana toda Europa de sur a norte. En los últimos días no ha hecho otra cosa que huir y esconderse. Tan solo en esta ciudad norteña ha encontrado la confianza necesaria para perderse entre el gentío y respirar un poco de aire fresco.
Kevin se cubre la cabeza con la capucha más por instinto que por frío y se encamina al punto de embarque. Ya hay un buen número de personas aguardando en la cola para subir al ferri. Se pone detrás de un matrimonio mayor que charla animadamente. Es gente anodina. «Si de repente desaparecieran nadie lo notaría», piensa en silencio mientras otea el horizonte en busca de una distracción mejor. Un par de metros más adelante ve una pareja joven que viaja con sus dos hijas. Las pequeñas se parecen como dos gotas de agua. Una aparenta unos ocho o nueve años mientras que la otra estará alrededor de los doce. Es esta última la que acapara toda la atención de Kevin. No puede evitar fijarse en la suave curva de sus pechos incipientes, que se le marca a través de la camiseta. «Todavía no lleva sostén», piensa con el corazón acelerado. Se imagina la sensación que le produciría acariciar ese cuerpecito menudo, el tacto de la piel tersa que adivina bajo la ropa, la jugosidad de los labios, de una carnosidad infantil y a renglón seguido siente palpitar con fuerza su entrepierna. La erección ha sido instantánea, brutal, dolorosa… Por suerte, la chaqueta que lleva es lo bastante larga para cubrir esa parte de su anatomía ahora tan indecorosa. No obstante, trata de disimular su morboso interés por la niña y se vuelve de espaldas al muelle durante unos segundos fingiendo sentirse seducido por la animación de los restaurantes y tiendas de pescado que están allí mismo. Pero la maniobra de distracción apenas dura unos segundos. Sin poderlo remediar, enseguida vuelve la vista otra vez hacia la pequeña. El deseo de contemplarla le puede más que la voluntad de dejar de mirarla. Una ráfaga de viento helador acude en su ayuda: la chica decide ahora abrocharse el chubasquero, lo que hace que su pulsión se aplaque.
Los pasajeros comienzan a subir al barco. Él continúa detrás de la pareja entrada en años que sigue con su charla insustancial. Los ancianos se dirige hacia la cabina del piso inferior, pero el sube directo a la cubierta, no quiere perder de vista a las niñas que han ido hacia allí. Cuando llega, la familia al completo ya está acomodada en la fila de asientos centrales. Kevin se esquina de pie, en un lateral de la popa, desde donde puede seguir observando con discreción. Nada más sentarse, la niña mayor, pone un mohín de fastidio y se desentiende de la conversación que mantienen sus padres y su hermana. Ensimismada se pone a juguetear de modo insistente con el móvil. «Una presa aislada siempre resulta más fácil», piensa él confiando. En cuando hayan desembarcado puede llegar la oportunidad que ansía.
Mientras observa a la niña le viene a la mente el recuerdo de su anterior víctima. Aquella por la que se ha convertido en fugitivo. Sabe que es un criminal, aunque no se arrepiente de nada. La satisfacción que le produjo aquel acto que la mayoría de personas consideraría abominable le compensa con creces… Sabe que en las mismas circunstancias lo volvería a hacer una y mil veces. Su rostro deja traslucir un gesto de satisfacción que por una vez no intenta ocultar. Se siente seguro en este entorno cerrado que es el barco. Ahora, mientras sigue contemplando la grácil silueta de la niña, se complace rememorar con morosidad lo ocurrido tan solo unos días atrás. Llevaba acechando a aquella chica toda la tarde. Ella, embebida en sus asuntos, no se había percatado. Pero ahí estaba Kevin, esperando el momento propicio para caer sobre la muchacha. Eso sucedió justo cuando se distrajo un momento buscando las llaves para abrir el portal.
—Si gritas te mato —le dijo entonces a la chiquilla, que incapaz de reaccionar se dejó llevar casi en volandas hasta el descampando cercano.
Allí, a salvo de miradas indiscretas, la sometió con facilidad valiéndose de su fuerza. Le fue arrancando la ropa sin miramiento, recreando su mirada lasciva en cada pedazo de piel desnuda. La vio temblar de miedo, pero no sintió por ella la más mínima conmiseración. Más bien al contrario, aquella mirada implorante, aquel llanto silencioso lo enardecieron más todavía. Aún recuerda el dulce sabor de sus labios que mordisqueó como si fueran una fruta tentadora hasta dejarlos en carne viva. Aspiró con deleite el aroma de su sexo virginal, y entonces la penetró mientras sentía desgarrarse su vulva inmadura. El calor y la humedad de la sangre lo excitaron aún más. El cuerpo de la pequeña quedó desmadejado de repente y entonces supo que había perdido el conocimiento. Le dio la vuelta y la tomó por detrás. Siempre había sentido una fascinación especial por el tabú que suponía. Se podría decir que era su fetiche. Sin embargo, ninguna de sus parejas oficiales había gustado de aquella práctica. Su exmujer no titubeó en dejárselo bien claro. Cuando Kevin, haciendo oídos sordos a la advertencia, lo intentó por la fuerza, ella, que era una mujer de carácter, lo abofeteó sin contemplaciones y lo echó de casa. A él aún le dolía aquella humillación, aunque siempre se había cuidado de no contar el verdadero motivo de su separación. A sus amistades les decía que había sido él quien la había dejado. Porque era una bruja insoportable, añadía de propina si su interlocutor mostraba algo de interés por el tema. «A esa puta tendría que haberla matado allí mismo», pensaba de manera recurrente cuando recordaba aquel doloroso episodio. Pero entonces no había desarrollado todavía las «nuevas aptitudes». Fue a raíz de aquello cuando empezó a fijarse en las más jóvenes. Aprendió a apreciar sus rostros angelicales, sus cuerpos menudos y sus senos apenas esbozados. Además, con ellas siempre era Kevin quien llevaba la voz cantante.
Su pene enhiesto se abrió paso entre las prietas nalgas de la pequeña y sus carnes se abrieron de nuevo. La sangre volvió a brotar de aquel cuerpecito maltrecho. Él estaba llegando al paroxismo, pero aquel nuevo sufrimiento hizo que la niña volviera en sí, se revolviera con las escasas fuerzas que aún le quedaban y se pusiera a gimotear. Kevin enrabietado por aquella muestra de insumisión la golpeó con el dorso la mano, la agarró por el pelo, le metió el miembro en la boca y la obligó a hacerle una felación mientras ella contenía el llanto a duras penas. Al terminar, ya ahíto de placer, se limpió los restos de semen con las bragas de la cría y se las metió enrolladas en la boca. Huyó a toda prisa del descampado, dejándola allí tirada.
Se le eriza la piel de placer al recordar todo aquello y su erección vuelve a crecer. Una aguda punzada de un dolor primero agridulce y unos instantes más tarde insoportable recorre otra vez su bajo vientre. Para atajarlo, ceja en sus pensamientos obscenos y vuelve sus ojos hacia el fiordo por el que navegan. Hace rato que el barco zarpó y los pasajeros están disfrutando de ese trocito de naturaleza por la que han pagado unas pocas coronas. Al parecer todos disfrutan del paisaje excepto la niña y él: ambos persisten en sus respectivas obsesiones.
Al cabo de un rato el ferri se detiene ante una imponente cascada que se precipita sobre el mar montaña abajo. Los pasajeros ya las han visto parecidas durante la travesía, pero esta la tienen tan cerca que casi las pueden tocar. Los responsables del crucero hacen sonar a todo volumen Las cuatro estaciones de Vivaldi para enfatizar todavía más este momento idílico y todos se ponen como locos a inmortalizarlo con sus cámaras y móviles. Muchos de los que van en la cabina inferior aprovechan que el barco está parado y también suben a la cubierta. Entre ellos la pareja mayor de la que Kevin ya se hace rato que se ha olvidado. Tienen el mal tino de interponerse entre la niña y él. «Con lo grande que es el barco y tienen que ponerse justo ahí», piensa sin poder disimular el enfado. Tiene ganas de gritarles:
—¡Eh, vosotros dos, apartad! ¡Id a sacar vuestras estúpidas fotos a otra parte! ¡Dejad ya de molestar!
Cree que lo está pensando pero de algún modo las palabras han debido de salir de su boca, porque la mujer se gira hacia él con un gesto de indignación e incredulidad. Sigue con sus ojos la mirada de Kevin y luego cuchichea algo a su marido, que le lanza a su vez una mirada desafiante, apuntándole con el móvil. Por un momento piensa que el hombre está a punto de increparle, pero tan solo dispara la cámara. «Menos mal que las fotos no matan». Como no desea tener un enfrentamiento, se aleja hacia la proa donde se concentra la mayor aglomeración de pasajeros. En su afán de pasar desapercibido saca el móvil y de mancera displicente también empieza a retratar la cascada desde todos los ángulos posibles. A los pocos minutos la música termina y el ferri emprende el regreso. Cuando vuelve a la popa, ve con alivio que el matrimonio mayor ya no está, aunque sí la pareja joven con las niñas. El aire frío del océano ha hecho que muchos de los pasajeros que a la ida viajaban en la cubierta ahora se hayan resguardado en la cabina, de modo que ocupa uno de los asientos que han quedado libres. La visión que tiene ahora de la niña le resulta demasiado escorada, pero tras el incidente no quiere tentar a la suerte y se conforma con observarla por el rabillo del ojo.
El trayecto de vuelta se hace tedioso. Kevin está agotado por todos los días y noches que lleva huyendo desde su ciudad, a orillas de otro mar tan diferente a este gélido océano. En algún momento de la travesía comienza a dormitar, pese al viento húmedo que le va calando los huesos. Se despierta tiritando de frío cuando el atraque de la embarcación ha finalizado y los pasajeros ya están desembarcando. Siguiendo a la marea humana se coloca en la fila a esperar su turno. Es cuando desciende de la cubierta cuando ve a un par de policías en el muelle: demasiado tarde para escabullirse. El matrimonio mayor está detrás de los agentes y la mujer le señala sin ningún disimulo haciendo enormes aspavientos. Kevin comprende de pronto que sus correrías se han acabado. No ve ninguna escapatoria, de modo que decide entregarse sin más. «Toda la Europol pisándome los talones y me han tenido que pillar por culpa de una vieja chocha», piensa con desprecio mientras los agentes se lo llevan esposado.
Segundos después desembarca la familia al completo. La niña sigue enfadada. Se ha aburrido mucho y le suplica a su madre que no la lleven con ellos al día siguiente.
—Si no pasará nada, ya lo verás. No saldré del hotel hasta que vosotros volváis. ¡Por fa, mami, qué ya soy mayor!
La madre, ufana como una gallina clueca, totalmente ajena al interés enfermizo que ha despertado su hija en Kevin, intenta hacerle una carantoña que ella elude con un gesto huraño mientras le responde inflexible:
—¡Claro que no, criatura? ¡Tú te vienes con nosotros! ¡Con la de locos que andan sueltos por ahí!
Acerca del autor
Escrito por: Avelina Chinchilla (@avechinchi)
Avelina Chinchilla es médica de profesión y escritora y poeta por afición.
Ha participado en numerosas antologías de relato y poesía. En solitario ha publicado tres poemarios: El Jardín Secreto (Sociedad de Nuevos Autores, 2003), Paisajes propios y extraños (Ediciones Lord Byron, 2016), 10 horizontes para una tierra de versos (Grupo Tierra Trivium, 2018); una novela, La luna en agosto (Editorial Círculo Rojo, 2015) y el libro de relatos Y amanecerá Otro día (Editorial Playa de Ákaba, 2017).
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