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El mundo es un lugar hostil y solitario. El ser humano es un ente anónimo, a pesar de contar con un nombre propio. Hay un sufrimiento enorme, compartido, no siempre aplacado por la compasión. Un millón de historias se juntan para crear una sola: la del que agoniza en la cama esperando un mañana mejor; la del caminante solitario que todo lo quiere pero nada puede; la del joven poeta que sigue llorando por un amor perdido. Algunos buscan el triunfo en el amor pero fracasan, otros, conscientes de su fracaso, se resignan a hundirse en los placeres efímeros. Pero así es la vida, insondable, siempre sangrante, capaz de conseguir lo más insólito; capaz de hacer que hasta en un secarral florezcan pétalos tan hermosos que conmuevan al ser humano más insensible; capaz de hacer que, en un instante de debilidad, todos creamos en algo.
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Estaba por entrar en la cincuentena y su aspecto comenzaba a dejar mucho que desear. Ya no podía ocultar su barriga y los tintes de cabello de poco o nada le servían: ya lo había comenzado a perder. Su padre había abusado de él y nunca entendió el atractivo de las mujeres. Le daban asco: la feminidad le daba náuseas. La sociedad le pedía el matrimonio a toda costa pero él se rehusaba: le parecía inmoral. Y ahí estaban los hombres, los jóvenes inocentes y desinhibidos. Algo había en ellos que le atraían, no lo podía evitar. A lo mejor era su mentón imberbe, puede que fuera su cabellera reluciente y sin canas, no lo sabía. Puede que fuera ese lado femenino que siempre había evitado aceptar. Lo único que sabía es que se dedicaba a arrancar el coche a eso de las cuatro de la mañana, hora que en que muchos de los fiesteros vuelven a casa ya borrachos o cansados, para salir a cazar un par de pichones. No solía tener éxito pero alguna vez lo consiguió: consiguió ser rechazado. Hasta un jovenzuelo fue capaz de rechazar la aventura; hasta un mísero niñato colocado fue capaz de hacerlo sentirse patético. Fue así: él paró su coche ante un bello chico, de esos que encarnan perfectamente eso que llaman la flor de la juventud; de esos que llevan la libertad en la mirada porque nada temen. Lo invitó a subirse y a llevarlo a su casa. El joven aceptó casi inconscientemente, no sabía lo que hacía, las drogas ingeridas a lo largo de la noche nublaban su entendimiento. El intercambio de palabras fue el típico en esas situaciones “¿A dónde vas, te llevo a casa?, ¿te encuentras bien?”… El joven no parecía responder, así que se decidió a meterle mano. Tenía la palanca de velocidades y su pierna al lado. La pierna era más tentadora. Pronto posó su mano en la rodilla del joven. Pronto empezó a acariciarle los testículos y el pene sin ninguna vergüenza. Pero el joven se negaba. El joven le apartaba la mano y eso lo ponía más aún. “¿No quieres divertirte?”, le decía. “No”, respondía, apartándole la mano mecánicamente. “Déjame aquí, por favor”, le imploraba el joven. “¿Seguro que no quieres divertirte?”, repetía, intentando poner un tono de voz dulce, rozándole los testículos siempre que pudiera. “No, déjame aquí”. El tono era tajante, tuvo que aceptar, la aventura se acababa, no era un violador, a fin de cuentas. Lo dejó bajar maldiciendo su suerte. La próxima vez podría ser la buena. Todavía tenía un par de años para encontrar una relación estable; todavía tenía unas cuantas vidas para encontrar el amor efímero; todavía podía disfrutar de la carne si se lo proponía. Nunca había sido de los que se rinden fácilmente. La semana siguiente arrancaría su coche a eso de las cuatro e intentaría ser menos agresivo con su nueva presa.
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Esto no puede seguir así. No, no puedo seguir así. Estoy harto de plantarme en medio de una discoteca cada fin de semana esperando a que alguien se acerque y me dé el cariño que necesito, aunque sea por una noche. Ya no soporto esta música de mierda que me da ganas de colgar a alguien o a mí mismo. Ya no soporto a todos esos engendros maquillados o bien peinados que se venden al mejor postor. Renuncio al mercado capitalista del amor. Renuncio a ser uno más. Sí, puede que en mi cuarto esté mejor. Sí, tengo algunas ideas, sí. No están mal, a lo mejor quedan bien escritas. Pero cómo, cómo hacerlo. Las letras son tan rebeldes y yo soy tan joven y estoy tan desesperado que lo más seguro es que sea un desastre. Siempre puedo arriesgar. Tirar por la pansexualidad o el poliamor o todas esas porquerías. Un buen best seller no estaría mal. ¡Best seller! Me avergüenzo de mí mismo y de mis palabras. A fin de cuentas en las discotecas tampoco se está tan mal. Hay alcohol, me desinhibe. Sí, alguna que otra vez he llorado sin razón por culpa de él. Eso es lo más hermoso de estar tan solo. Pero, cómo, cómo expresarlo y que no sea ridículo. Eso es, eso, el sueño de un hombre ridículo. Puede que eso sea. Un hombre que sueña y que un día empieza a soñar despierto pero no son sueños lo que ve, son reales. ¡Bah, qué chorrada! Demasiado de Hollywood; demasiado convencional. Bueno sí, pero todas las historias son convencionales a fin de cuentas. Ya, pero ahí está el talento y yo no lo tengo. ¿A qué viene tanto desvarío a estas horas? Lo mejor sería dormir y eliminar el alcohol de mí sistema. Una buena resaca quita las ganas de relamerse las heridas y de pensar y pensar y pensar cosas que no sirven para nada. Eso necesito sí, eso, algo que sirva para algo y de donde me pueda agarrar y tirar y tirar hasta que un día llegue la muerte pero no me importe abrazarla. ¿De verdad nos vamos poner con el vacío existencial ahora? Sí, el gran vacío, la nada, lo insondable. ¡Joder! No me emborracho para estas cosas, no soporto a cantantes latinos con letras machistas para ponerme así de repente. Ojalá pudiera perrear. Ojalá la vida fuera eso: un gran perreo. Puede que lo sea, quién sabe. Pero el caso es que no puedo rebajarme tanto. A lo mejor tendría que dejar el alcohol y pasarme a algo más fuerte. ¡Qué dices! ¿Tú, que hace un mes tuviste que tomar ansiolíticos? Calla, calla, no debiste tomar ese último chupito de tequila, te trastornó de más y no te extrañe que ahora vomites nada más llegar a casa o enfrente de la guardia civil, como la última vez. Eso es, llegar a casa, sólo quiero llegar a casa y dormir. Mañana será otro día. Mañana a lo mejor me emociono y me lanzo a escribir ese relato sobre un tío con una atracción malsana hacia las piedras. ¿Ya estás otra vez con lo de escribir? Calla y saca las llaves, a ver si puedes tardar menos de tres minutos en abrir la puerta de tu casa, borracho estúpido. Sí, eso eres, un borracho estúpido. Menos mal que existe el sueño. Bendito sueño. Bendita cama. Benditas ganas de vomitar que por fin se calmaron. Bendita y estúpida soledad.
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Para ellos, ya no se podía hablar del amor en términos serios. Era una palabra mancillada, vacía. Una fuerza ridiculizada y capaz de causar asco. Todos lo buscaban, muchos decían haberlo encontrado. Ellos dos creían tenerlo entre sus manos. Pero les daba vergüenza. No les gustaba que los vieran juntos en una sociedad que detestaban; una sociedad que creía en la felicidad efímera y sin sacrificio. Puede que fueran demasiado intelectuales. Lo eran. Eso los unía: la profundidad del pensamiento, de los sentimientos. El sacrificio ante todo; el sacrificio como búsqueda de una elevación suprema. Y también estaba esa evasión consciente, porque el mundo que los rodeaba era tan detestable, que preferían vivir la más terrible de las tragedias mientras estuviera escrita en tinta y no en la piel de algún ser querido. Siempre desafiantes, no renegaban de las experiencias extremas. Cualquier droga o riesgo era mejor que el tedio de convivir con los otros seres humanos. Podían pasar semanas enteras sin salir de su piso. Follando, leyendo, comiendo, drogándose, durmiendo. Lo tenían todo mientras se tuvieran: lo tenían todo mientras estuvieran lejos de los demás. Pero eran seres solitarios, depresivos. Más de una vez se habían sorprendido por la distancia que puede haber entre dos cuerpos que se unen y que, aunque se quieran, parecen separados por una barrera insuperable; más de una vez se habían sorprendido llorando sin razón en medio de la noche. Mishima se había suicidado. Kawabata se había suicidado. Akutagawa se había suicidado. Dazai se había suicidado. Sí, Dazai se había suicidado con su amante. Dazai lo había intentado antes y había fallado tres veces. Era una fuerza tentadora, la muerte. Era algo sublime, poder dejar el mundo amando y siendo amados, porque esto lo tenían claro: era mejor cortar el hilo ahora y quedar eternizados que esperar para contemplar cómo dos personas se pueden hacer daño mutuamente y degradarse; degradarse física y espiritualmente. Puede que fueran cobardes. Puede que tuvieran un miedo extremo a perderse y por eso la solución del suicidio rondaba sus mentes día y noche. El acto de egoísmo supremo se presentaba como una oportunidad de paraíso. Nunca serían felices, a fin de cuentas. Por más que se tuvieran, el sueño eterno parecía presentar más ventajas. Hacía mucho tiempo que les importaba poco o nada su familia o sus amigos, si es que todavía existían. Sólo podían ganar. Ese era su anhelo, escupirle al mundo en la cara: reivindicar el amor verdadero, la pasión sincera. Porque si eres capaz de morir por amor eres capaz de las obras más grandes y divinas; si eres capaz de renunciar a todo por una persona, poco importa que haya o no un dios, que exista o no el pecado. Así que lo harían, estaba decidido. Querían que fuera hermoso. Harían el amor en los acantilados al lado del mar hasta que llegara el amanecer y en el momento en que los primeros rayos de sol comenzaran a iluminar sus cuerpos desnudos, se tirarían al mar unidos en un beso que sería eterno. Si el impacto no los mataba, los matarían las olas. Confiaban en la naturaleza, única diosa verdadera. Confiaban en su destino. Confiaban en el amor.
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Seis meses sin ti, sin poseerte. Creí que tu cuerpo se desdibujaría, pero no fue así. Creía que, una vez fuera de mi vida, tu rostro no se me aparecería cada diez minutos y a sangre fría. Pero la tortura no termina. Mi cama, esa que con nadie comparto y que se dedica a absorber mis penas e insomnios, te extraña. Pensé que una vez sin ti, todo sería rápido. Un estallido, una explosión de lágrimas y de rencor que dan paso a una herida que sana porque no le queda de otra. Pero no fue así. No sé de dónde he sacado tanta sangre para seguir perdiéndola de manera desesperada a cada minuto de nostalgia; no sé de dónde he sacado tanta tristeza para seguir anhelando lo imposible. Puede que fueran las ilusiones rotas, quién sabe. A lo mejor fue ese miedo a la soledad eterna que parecía haber sido roto pero que, una vez restaurado, llegó con más fuerza para recordarme que, si lo quiero, si sigo así, nada me separa de quedarme aquí toda la vida lamentándome en mi cama. Las llaman medias naranjas. Creo que nunca fue así contigo. Pero algo encajaba, al menos en mí, y por eso siento como si me faltara algo que no puedo distinguir en el horizonte. Ese algo no eres tú, no sólo eres tú, tiene mucha más profundidad. Amor, puede que esa sea la palabra. O pasión, o todo lo que alguna vez compartieron dos seres humanos. La desesperación de ver que, por más que quieres penetrar hasta el fondo de un alma, eso es imposible aunque ella esté dispuesta a dejarte entrar. Ojalá todo esto fuera como la muerte: dulce y silenciosa, terrorífica pero tranquilizadora. Pero se parece más a la agonía; a la agonía de saber que estás ahí en algún lado. Puede que pienses en mí de vez en cuando. Puede que me eches de menos como lo hago yo todas las mañanas. No se puede caer tan bajo, no se puede llegar a depender así de lo que es imposible. Es difícil entender que todo esto suene tan estúpido puesto en palabras. Es difícil entender el sentido de vivir así, lamentándose por un daño pasado. Cambiar los hechos es imposible. Vivir es la única razón para vivir. Vivir, con o sin ti, es la única forma de vivir. A veces desearía no querer vivir pero no puedo. Puede que sea porque, cuanto más fuerte sea el dolor, más vivo me siento y más me gusta. En cierto sentido, entonces, te debo toneladas de vida. Te debo una temporada en el infierno que se torna en paraíso para después tornarse en la nada estancada como una hoja que cae lentamente de un árbol mientras se la lleva el viento. Tarde o temprano la hoja toca el suelo o se rompe o se la lleva un perro. Así me siento, como una frágil hoja a la deriva, esperando a ser destruida. Siempre lo he sido, pero a tu lado parecía que el viento no era tan fuerte ni tan aterrador. Pero ya no tengo miedo a que pasen otros tres o cuatro o diez meses y entonces ya no seas tan vívida ni tan fuerte, tan capaz de arruinarme las noches y las tardes; ya no tengo miedo de salir a la calle y de gritar y de volver a reír. Pero puede que todavía sea demasiado temprano, porque mi reflejo en el espejo sigue siendo el de un cadáver deprimido; porque mis labios se niegan a salir de su postración decaída: porque todavía estás ahí como una pequeña espina que me lacera cuando menos me lo espero.
Acerca del autor
Escrito por: Gonzalo Hinojosa Calleja
Algunos me llaman el joven poeta de prosa florida.
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