Tiempo estimado de lectura: 25 min.
Quiero contar lo que pasó una mañana allá por los ochentas, en un mercado de las aceras de San Miguel; ese que está entre la primera y la quinta calle poniente y la tercera y la novena avenida sur; no sabría decir bien la dirección, pero por el Asilo San Antonio y la conchería El Barrilito.
Mi imagen mental comienza desde la terminal de buses que está sobre la calle Chaparrastique, de allí supuestamente vieron llegar a una señora muy elegantemente ataviada, con los vestidos de colores que se usaban en ese tiempo y argollas de oro que daban la impresión de que venía de una familia muy “pudiente” con un niño de la mano. De lejos no se notaba muy bien, pero era algo torpe para caminar y con cierta frecuencia lo veían tropezar con sus propios pies. La presunta madre le ayudaba de mala gana sin soltar su mano a librarse de cada hoyo de la acera, y de cada poste de electricidad que hubiera.
Dicen que en los mercados no hay secretos, y ese día más de una persona estaba prestándole atención al torpe niño y a su exuberante mamá. Cuando ya estuvieron a nivel del parque infantil, frente a las entradas de la escuela Santa Sofía, la señora comenzó a jugar con su hijo en el tobogán de cemento que está en el parque. Se preguntaban por qué siendo tan grande (el niño se veía alrededor de unos 10 años) no podía subir las escaleras solo, y siempre al deslizarse su madre lo esperaba abajo para que no fuera a golpearse, pues el niño no se detenía cuando se aproximaba al suelo.
nAl pasar una de las vendedoras cerca, pudo darse cuenta de que el niño tenía blanca la mirada, y que se estaba divirtiendo poco más de lo que se asustaba, pues al ir bajando no podía sujetarse de su madre y evidentemente eso le afligía; algo era llamativo de la mamá del ciego, parecía que le tenía un tanto de repugnancia al pequeño, y que de tanto en tanto se limpiaba la cara de los besos que este le daba. Aquella mujer miraba constantemente a su alrededor y tenía una mueca de sonrisa nerviosa muy impropia de la serenidad de las de su clase.
Lo que pasó después los dejó sorprendidos a todos y horrorizadas a varias que eran madres de familia, una ola de desaprobación se desplazó por toda la audiencia de comerciantes; ninguno de los vendedores por muy precarias que fueran sus circunstancias abandonaría un hijo a su suerte, aunque tuviera una discapacidad porque, al final de todas las dificultades “un hijo es un tesoro”, ¿no es así?
El mal del vulgo siempre ha sido el mismo, se es testigo de las injusticias, tenéis los medios para actuar, pero siempre eligen criticar los actos de otros desde tercera persona, teniendo el máximo cuidado de no involucrarse en la situación para no ganarse una responsabilidad más. Les fascina el chisme y el bullicio, pero al momento de la verdad sus principios no son mejores que los de las personas que “exponen”. Es por esto que en nuestros barrios siempre pasan cosas terribles; porque muchas señoras gordas sentadas en las aceras las presencian y las critican, pero nunca buscan realmente influir en el resto para cambiar el futuro de las víctimas. Así, en una de las veces que el niño se deslizó, no se encontró con los brazos de su madre al estar en el suelo. La mujer se dio a la fuga dejando atrás a su hijo que la llamaba con desesperación y le imploraba no dejarlo solo. Eran los gritos más desgarradores que los vendedores habían oído, eran las súplicas de un pequeño al que la vida le había cambiado por completo.
Pasaron unas horas y el niño se cansó de gritar. Como era de esperar, poco a poco los mercaderes se le fueron acercando con curiosidad, pero solamente lo veían, temerosos de intercambiar palabras. Una de las vendedoras del turno de la tarde, que recientemente había perdido su hijo único a manos del ejército rompió en llanto al enterarse de lo sucedido y fue la primera en hablarle al ciego. Le ofreció comida y agua, pero el niño le dijo que solo quería volver con su mamá y se negó a aceptar nada de lo que se le ponía en las manos. Pasaron las semanas y el ciego dormía en el tobogán, aún esperando a su madre. De cuando en cuando aceptaba la comida que le daban las religiosas de la escuela del frente, mas su nueva vida le deprimía tanto que a penas y sentía hambre. La buena mujer que vendía frutas en el turno de la tarde le mostró el baño público y le llevaba una botella con agua a diario; además le insistía en que comiera al menos un bocado siempre que pudiera “un día no vas a tener” le decía. El pobre niño no tardó en tomar la apariencia de un mendigo y aprender a diferenciar las monedas de cuartillo y las pesetas (que era lo más que le daban) los grandes señores que llegaban a traer a sus hijas a la escuela.
A veces los vendedores ambulantes le quitaban las monedas, pero muchas otras lograba esconderlas hasta que llegaba la del turno de la tarde, quien le ayudaba a comprar comida en los puestos de la acera. Era aún muy indefenso pero con los meses fue aprendiendo esa agilidad que solo los ciegos tienen de percibir el sonido del peligro. Les temía mucho a las voces de los hombres principalmente, y descubrió la manera de correr ayudándose de un palo cuando escuchaba las voces de los tipos que le robaban las monedas; poco a poco fue volviéndose más listo y poco a poco fue olvidando su antigua vida. Ya no lloraba por su madre por las noches, al contrario, fue analizando (aunque sin decírselo a nadie, porque no tenía nadie a quien le interesasen esas cosas) que probablemente en su casa nadie lo había querido, que siempre fue una carga y que ahora estaba en el lugar que realmente les corresponde a los discapacitados en la sociedad: como un mendigo, abandonado a su suerte y sin un regazo de madre en donde acurrucarse a llorar. Ni siquiera la vendedora de la tarde cruzaba la línea entre la “caridad” y el compromiso. Debía ser porque era feo, y porque quizás realmente nunca iba a ser como su padre; recordaba que su padre se iba de casa y regresaba con alimentos, sabía leer y, según escuchaba, pintaba muy bonitos cuadros al óleo. Su padre recibía besos y caricias de su madre, y era, según el ciego, quien realmente merecía todo el amor de la madre.
Seguramente el ciego se tenía tanto más asco de lo que se lo tenían los vendedores ambulantes, estos pensamientos le hacían odiarse cada vez más y la tristeza invadió completamente su corazón. Tenía ya, quizás unos 12 años, y todo lo que parecía hacer bien era provocar lástima y huir de los maleantes. Le había cogido mucho aprecio a la vendedora de la tarde, pero a este punto pensaba que nadie podría querer a un sucio e inútil ciego como él, por lo que se limitaba a ser amable y tratar de conversar con ella, pues temía que si la intentase abrazar ella lo rechazaría y nunca más le volvería a dar alimentos ni agua.
Los meses se estaban convirtiendo en años y, en un invierno la vendedora tuvo un sueño revelador: su hijo volvía a casa, le decía que había logrado escapar de los soldados y que no quería separarse de ella nunca más. Ella lo abrazaba y tomaba su rostro para llenarlo de besos, pero al tenerlo de cerca veía que sus ojos estaban completamente blancos. Ese mismo día la vendedora reflexionó tanto sobre el asunto que al final de la tarde, no llevó ninguna botella de agua al ciego, sino que, le tomó la mano sin importarle que la tuviera sucia, le acarició la mejilla y le ofreció llevarlo a su casa.
El ciego quedó pasmado, estaba tan hundido ya en el autodesprecio que quedó sin palabras al darse cuenta de que la vida le daba una segunda oportunidad; y, a pesar de no poder ver, el ciego se sentía seguro de estar frente a un ángel. Esa noche el ciego tomó una ducha por primera vez en mucho tiempo, comió caliente y durmió sobre una cama; aunque bueno, ni siquiera podía dormir de la euforia que lo invadía.
A la mañana siguiente alrededor de las ocho, el ciego fue tomado de la mano con la vendedora a visitar a un viejo amigo de ella que vendía periódicos; él ya era un anciano y necesitaba un relevo. A partir de ese día el ciego debía aprender las calles y vender el Diario de hoy a un tostón desde la Capilla de la Medalla Milagrosa en la cuarta calle poniente hasta el Cementerio Municipal. Los primeros meses el viejo le acompañó guiándole y el ciego aprendía con esmero a identificar patrones para guiarse entre las calles: la canasta metálica para basura que se encontraba en la cuarta calle poniente, el olor a chicharrones del puesto de la esquina opuesta, la voz chirriante de la señora que vendía flores a la entrada del cementerio… era todo un desafío y el ciego quería demostrarle a su “madre adoptiva” que podía ayudar en algo, que no sólo sería una molesta carga.
El primer día que el ciego hizo el recorrido solo fue el día que más ventas tuvo, pues gracias a su frágil aspecto y a su acertada aparición al final de la misa, muchas personas se conmovieron y le compraron el periódico. De todo esto era consciente el ciego, y, a pesar de la amargura de verse miserable ante la gente entre la que un día estuvo; su nueva realidad era que estaba alegre de haber vendido 20 periódicos en un día. Esto significaba que diez tostones serían para él y que podría darle a su madre el dinero de la cena. Le era muy gratificante sentir el abrazo que le daba cada día al volver, y sentía que le llegaba el corazón a la garganta cuando la vendedora lo llamaba “hijo”.
Tal como había pensado, la vendedora se emocionó mucho al ver cuánto había ganado ese día, y estuvieron despiertos hasta tarde conversando, el ciego, feliz de ser útil para algo y la vendedora agradecida con Dios por devolverle la ilusión de un hijo. Sin darse cuenta ya no extrañaban a sus consanguíneos; sin darse cuenta ahora ellos eran una familia. Esa fue la primera noche que mientras se quedaba dormido, el ciego escucharía cómo caían los tostones en un frasco de vidrio.
Al cabo de un tiempo el amor entre madre e hijo había florecido, también el autoestima del ciego estaba bastante curada, por fin se sentía útil y su premio a cada victoria era la caricia de su madre al llegar todos los días, y el plato caliente servido que le esperaba tras la larga jornada. “El trabajo es salud” le decía la madre todas las mañanas a las ocho, y todas las tardes a las seis le esperaba con el mismo abrazo de siempre. En invierno se vestía de abrigos que le donaban en la iglesia, y en verano enfrentaba el calor abrasante de San Miguel, pero nunca se quedaba en casa, nunca más quería sentirse inútil.
La casa de la vendedora era humilde, pero nunca faltaba el alimento ni el cariño sobre la mesa; aunque las paredes de adobe estuvieran cayéndose, la alegría que edificaba sus vidas les evitaba lamentar su pobreza. Quizás esa sea la más grande virtud del pobre, ser capaz de conformarse con tan poco, y sentir tanto amor. Probablemente en la casa de la madre biológica no hubiese comido nunca frijoles pero quizás tampoco se hubiese sentido la mitad de aceptado y valorado de lo que se sentía bajo ese techo de lámina.
Muchas ocasiones el ciego le insistía “mamá, cambiemos el techo, hay muchas goteras” o “mamá, paguémosle a una moza para que no lavés ropa” pero la vendedora jamás aceptó tocar las monedas que guardaba “hay cosas más importantes”, le decía, pero cuando el ciego le preguntaba qué cosas, ésta solamente callaba. “Vamos, te voy a leer el periódico” le decía para cambiar de conversación.
Pasaban los años y el ciego notaba cómo le iban saliendo arrugas a las manos de su madre, grietas donde antes había habido sólo una piel lozana, se temía tener que despedirla pronto como despidió a su tan querido amigo que le mostró cómo andar por las calles, hace unos meses había muerto de viejo decían, aunque uno nunca sabe de qué mueren las personas; la muerte simplemente es algo incomprensible que a veces puede estar frente a nosotros y no nos damos cuenta hasta que ya es tarde. El ciego le rezaba cada noche a Dios que no le arrebatase a su madrecita, siempre su última plegaria antes de dormir y mientras escuchaba caer los tostones era por ella; desde que lo rescató al ciego le aterraba la idea de volver a quedarse solo.
El día del cumpleaños ochenta y tres de la vendedora, el ciego salió de casa a las seis de la mañana dispuesto a terminar rápido la jornada para poder regresar temprano a casa, le había encargado un pastel a un amigo y estaba contento de poder hacer algo que alegrara a su madre. Para la decepción de esta su hijo no llegaría sino hasta la noche.
Dicen que Dios pone ángeles donde hay personas sufriendo, sin duda alguna esa vendedora era el ángel que lo salvó a él de la ruina y la miseria, sin duda ni con mil pasteles ni mil tostones él podría pagarle a esa anciana la felicidad a la que esta le había abierto las puertas; todo esto cavitaba el ciego mientras se aproximaba a la iglesia cuando de repente un grito lo sacó de sus pensamientos “¡Tía!, ¡tía, por favor no me abandone!, ¡me voy a perder, tengo miedo!” el ciego de repente tuvo una desagradable sensación en el estómago, y recordó aquel devastador sentimiento que creía haber enterrado en su memoria. Durante un segundo recordó el aroma a jazmines de su madre biológica y sintió el cálido tacto de su dulce pecho. Dejó de prestar atención a los que preguntaban el precio de los periódicos, se dirigía hacia lo único que le importaba en ese momento; el ciego sabía que allí quien gritaba, estaba realmente sufriendo, sufriendo más de lo que cualquier persona con sus cinco sentidos intactos podría jamás sufrir. Otro abandono de un discapacitado, esta vez al pie de una iglesia, quizás con la intención de que alguien al salir de misa se apiade de ella y la rescatase de la calle, pero todos sabemos que esa línea entre la caridad y el compromiso no se rompe así de fácil; el hambre del prójimo no se alivia con lástima, y lamentablemente las iglesias están más llenas de actores y actrices que de verdaderos humanistas. Seguramente quien abandona nunca ha sufrido el desprecio en sus propias carnes, porque el dolor es lo que nos hace humanitarios… El ciego espera meditabundo a que la muchacha deje de llorar. Al cabo de unas horas por fin ella hace silencio.
- Hola – dice el ciego
- ¿quién es usted? – pregunta, al mismo tiempo que extiende la mano para tocarlo, desconfiada
- ¿usted está ciega? – Le pregunta él, en lugar de contestar y extendiéndole la mano para tomar la suya
- ¿Que acaso no ve usted? – contesta, de manera agresiva
- La verdad no, no puedo ver
Y esto le hizo un poco de gracia a la muchacha, que también se había quedado ciega tras una enfermedad de la infancia. Le contó que su tía le había abandonado por ser una carga y que ese mismo día iban a partir a Guatemala porque su padre estaba siendo perseguido por la guerrilla. En pocas palabras la muchacha le contó su vida al ciego, aunque fuera un desconocido, por ser el único en todo el lugar que se había tomado la molestia de acompañarle. El ciego, movido por la más entrañable empatía se dio a la tarea de examinar junto a la muchacha todas las posibilidades que tenía para refugiarse mientras pensaban en una manera para que pudiera subsistir. Pero era inútil, ella no tenía manera de apañárselas sola y no tenía nada; ahora el mismo ciego se encontraba en el dilema de la cobardía de la caridad y la valentía del compromiso.
- Ya sé – le dijo- ¿por qué no vendés periódicos conmigo?
De camino a casa el ciego le ayudaba a caminar mientras le contaba un poco de su historia, a diferencia de ella, él había nacido con un defecto en la visión que nunca le había permitido contemplar la forma de las cosas. Siempre tuvo una curiosidad terrible por saber qué eran los colores, siempre tocaba todo y a base de eso se formaba una idea abstracta de los objetos; dicen que los ciegos están más conscientes de las proporciones y las medidas por falta de una imagen visual de las cosas.
El ciego llegó a casa hasta avanzada la noche, sin pastel, sin regalo y con una boca más qué alimentar. No podía creer que la cumpleañera sonara inconforme con su nueva inquilina, no podía creer que esquivara su abrazo; en parte la vendedora comprendía los motivos del hijo, pero el celo de todas las posibles desventajas le impedían estar contenta con él.
Con toda la bondad que había aprendido de la madre adoptiva, el ciego le enseñaba a su nueva amiga cómo diferenciar unas monedas de otras, cómo hablarles a los clientes y cómo caminar con el bastón. Al tener la misma condición un lazo de empatía lo unía cada vez más a ella, y para disgusto de su madre comenzaba a enamorarse. En el frío de la noche ya no buscaba su abrazo, esta se sentía desplazada, pero a la vez alegre de que por fin su protegido tuviera mujer; después de todo ella ya no caminaba bien y pronto no podría salir a vender.
Qué feliz que se veía al regresar de una tarde de vender periódicos con su novia, qué empeñado estaba en cuidarla. Quizás después de todo él por fin se sentía como el hombre protector que tanto había deseado ser, quizás lo mejor era no entrometerse. Al final Dios le concede paz a los que sufren, sus oraciones habían sido escuchadas… Todo esto pensaba la madre por las noches, mientras soltaba las monedas en los jarros y los enamorados se quedaban dormidos entre susurros sobre sus infortunios y chistes de los vecinos. Así pasaron varios años.
Llegó el día en que la madre juntó la cifra que quería, mandó a la novia a comprar pan muy temprano y en el secreto de la habitación despertó al ciego “hijo, tengo que hablarte”.
- ¿Qué pasó? ¿me quedé dormido?
- No hijo, le dije a tu mujer que fuera a hacerme un mandado para poder estar solos, quiero decirte que por fin tengo el dinero – su voz era quebradiza, estaba casi llorando de alegría
- ¿Vamos a cambiar el techo por fin? – le preguntó con una sonrisa
- No mi amor, vamos a operarte la vista; hace años estoy ahorrando porque hay un médico de los ojos que te puede ayudar
- ¿Para que pueda ver? – la interrumpió
- Sí hijo ya iré a hacer la cita hoy, por fin vas a poder ver. Mientras no estés ya en el hospital no debes contarle a nadie, porque nos pueden robar, te amo tanto…
El abrazo se hizo largo, el ciego podía sentir las palpitaciones de su madre, la humedad de sus mejillas y la calidez de su abrazo en silencio; pero era incapaz de imaginarse cómo era en realidad la casa, cómo eran los colores, cómo era su novia…
La semana siguiente el ciego se mordía la lengua por contarle a la novia, pero su nerviosismo sobre el asunto era tal que no podía verbalizar sus ideas. Le hacía preguntas sobre la apariencia de las personas y los animales, le preguntaba de qué color eran sus ojos y su cabello, qué era el cielo y mil dudas que desde niño había tenido y que se había resignado a olvidar, a falta de otro no vidente que pudiera responderle de una manera comprensible, en los márgenes mentales que establece la ceguera.
Fue una semana eterna, el ciego tenía un nudo en la garganta que se iba acrecentando, la ansiedad le hacía cosquillas en las manos heladas e incluso se le había quitado el apetito. Había en unos minutos cambiado su futuro; incluso antes de poder ver, sentía que ya no era la misma vida, que era otra persona, otra mucho más afortunada. Se sorprendió a sí mismo despertando su niño interior que le hablaba de las más dulces ilusiones, ahora sería él quien le leería el periódico a mamá…
Transcurrió el tiempo y la cita ya estaba programada, la noche antes del gran día habrían acordado el ciego y su madre que iría solamente él con su mujer, pues el hospital tenía muchas gradas y no quería que le dolieran las rodillas. La anciana insistió en que quería acompañarlo, pero el hijo le aseguró que consideraba más cómodo para todos hacerlo a su manera y que además él y su mujer ya se habían acostumbrado a estar siempre juntos. Acordaron que para que no se sorprendiera nadie, el ciego diría que tenía un dolor en el pie y la madre los mandaría en un taxi a ambos al hospital. Hasta el momento de haber pagado le contaría a su mujer, al ya no tener el dinero en manos, sin riesgo de ser asaltado.
Esa noche el ciego no podía dormir y le acariciaba constantemente la cara y el cuerpo a su novia, mientras ella, ensimismada, le hablaba de su antigua casa y de sus antiguas amistades, y de cómo la habían ido abandonando cuando perdió la visión y poco más de su antigua familia. Por fin se durmió ella y para él fue aún más difícil conciliar el sueño, sin la voz de su amada distrayéndole de sus propios pensamientos. Era una sensación tan extraña, su cuerpo entero había adquirido la levedad de quien está envuelto en la más grande dicha. Sí, su vida ya no era la misma, ahora tenía una mujer para la cual él era un héroe. Ahora estaba completo. No precisaba de nada. Se quedó dormido.
Cuando llegaron al hospital el ciego estaba muy nervioso, iba a traicionar la voluntad de la persona que lo había criado; pero era un asunto tan simple para él, que tan lleno de amor estaba. Nunca pudo ver los colores y la plenitud que sentía por las noches con esa mujer en su pecho era tal que no concebía ya que le faltara un sentido, no le faltaba nada, él ya lo tenía todo. Él iba a demostrarle a ella todo el amor en el más noble acto que jamás le habrían hecho.
- Te mentí, vengo acá a operarte, vas a recuperar la visión- le soltó
- ¿pero cómo?, ¿con qué dinero? – ella pensó que estaba bromeando
- Era para mí, princesa, mi mamá lo lleva ahorrando desde hace años; pero considero que si yo he llegado hasta donde estoy sin la vista ya no necesito nada, vos en cambio todos los días hablás de lo triste que es no ver el cielo. Para mí el cielo es estar a tu lado y sentirte contenta. Andá, yo te espero afuera, te amo.
En otro minuto, volvía a cambiar su destino, escuchó cómo se iba acabando el sonido de sus pasos y se quedó esperando. Siempre buscando el bien de sus semejantes había encontrado la dicha, pero esto era el gesto más valiente y consecuentemente el que más le llenaba. Había devuelto la vista a la mujer que amaba, se casarían, como ella deseaba, iba a poder escoger un vestido blanco que le gustase y su madre… bueno ya habría tiempo para que la madre lo perdonase por no obedecer y por no operarse a sí mismo. Seguramente al ver a la novia tan bonita y con vestido blanco en la iglesia lo perdonase de inmediato.
No fue como el ciego pensaba, de hecho, su madre se deprimió tanto que dejó de salir a vender. Dijo que había echado a perder años de esfuerzo y que se arrepentiría de su estupidez. Al ciego le desgarraba el alma sentir ese desprecio, ya no lo abrazaba al llegar, ya no parecía su madre. La relación que habían construido los años que solo se tenían el uno al otro, la firmeza y la confianza, todo se venía abajo. Tuvo muchas semanas para reflexionar en lo que había hecho, ya que su mujer debía reposar, volvió a pasar horas enteras sin hablar con nadie, pero le alentaba que pronto su mujer podría ver de nuevo y le acompañaría como siempre. Le compró un peine y un espejo para que se arreglara cuando pudiera ver, y todas las noches le acariciaba las mejillas y le conversaba hasta dormir.
Cuando se cumplió el tiempo de recuperación, la anciana le tenía una total aversión a ambos y solamente les servía la comida por pura inercia y porque ahora todo el dinero que entraba a la casa era por trabajo del ciego. De todas maneras, al ciego ya no le importaba estar en paz con ella, se había acostumbrado a escuchar insultos y advertencias insufribles que optaba por ignorar ya que, a su parecer, sólo eran evidencia de su odio irracional contra su mujer.
Había llegado el momento y la joven se quitó la venda de los ojos. Lo primero que vio fue a un hombre de aspecto desagradable, con arrugas que parecían grietas sobre su frente, y sobre sus mejillas, con el pelo desaliñado y con entradas en la frente, tenía un par de canas, sus ropas eran harapos y casi, casi que le asustaba.
- ¿Podés ver? – le preguntó con una sonrisa amarilla a la cual le faltaban varios dientes
- Sí… – logró decir ella, tratando de que su repugnancia no fuera audible
El ciego lloró de alegría y la joven le abrazó diciéndole que le amaba una y otra vez con la voz más dulce que podía fingir; mas sin cuidar de su expresión facial, que la anciana estaba leyendo como un libro desde un rincón oscuro, llorando. Todos lloraron esa noche: la joven, entusiasmada por haber recuperado la vista, el ciego feliz por haberle demostrado hasta dónde era capaz de llegar por ella y la anciana porque había sido testigo del desprecio con el que abandonarían a su hijo tarde o temprano.
La anciana ya antes deprimida, dejó de comer y veía con rabia y desesperanza cómo la mujer del ciego se veía y se arreglaba frente al espejo; claro, era joven, tez blanca, curvas y cabellos largos que trenzaba para que se pudiera lucir su voluptuoso pecho… El ciego dejaba de comprar carne por comprarle ropas nuevas, y pronto la mujer empezó a decirle que para ganar más dinero, debían de vender por separado, para así poderse comprar más y más cosas.
En parte, la mujer decía la verdad, pero su principal objetivo era encontrar un hombre que tuviera una mejor casa y que no fuera un misero vendedor de periódicos. Y lo encontró muy fácil. Dicen que los que aman de verdad nunca cuestionan el amor que sienten y tampoco el que los otros tienen por ellos; el ciego jamás pudo imaginar que su mujer le dejaría. Jamás, hasta que una noche ya no llegó. Buscó a tientas sus ropas y no las encontró. Gritó su nombre en todo el barrio y nadie respondió.
Entonces fue a buscar a su madre, que estaba encerrada en una habitación y le preguntó dónde estaba su mujer:
- Te lo advertí hasta cansarme durante meses, ella te iba a dejar, arruinaste tu futuro por una ramera… – le detuvo con una bofetada
- Ella debe haberse perdido, seguro que la raptaron… – decía en medio de llanto y confusión
- Si no me creés, preguntá a los vecinos mañana – dijo la anciana antes de irse a esconder a otro lugar, sujetando su pecho, que le dolía profundamente, sintiendo una gran opresión en el corazón que se expandía a sus hombros…
Eso era estar vacía, pensaba que hay personas que nacen para sufrir, como ella, y como el ciego. Estaba llena de ira contra él por haberla golpeado, por haberla engañado, por haberla traicionado a ella y haberse traicionado a sí mismo… y triste como sólo una madre puede estar triste, al oír los gritos del hijo. Hace años había perdido uno y ahora veía cómo sufría el otro, cómo su alma se rompía, cómo su felicidad se escapaba. Sintió un dolor más intenso, y de repente todo había acabado para ella.
El ciego a la mañana siguiente, sin haber dormido un minuto y sin pedir café a la madre, esperó al canto del primer gallo para dirigirse a preguntar a los vecinos mercaderes por su esposa, y todos decían lo mismo “tu mujer se me insinuó tal día, no es de sorprender que te haya dejado…” avergonzado, humillado y lleno de dolor volvió a la casa, para descubrir que su corazón todavía podía romperse más, al tacto duro y helado de un cuerpo sin vida.
El ciego se gastó todo el dinero que tenía en aguardiente, llorando y odiándose a sí mismo; llegó un momento en que las agencias dejaron de fiarle los periódicos y ya no pudo ganar más dinero. Empezó a mendigar, a pedir monedas afuera de las iglesias… y todo lo gastaba en aguardiente. Una noche un buen hombre le dio varias monedas, que fue a cambiarlas todas a una farmacia por una botella grande de etanol puro.
Se despertó a las cuatro de la mañana con un camión (de los que abastecen los puestos de fruta) a un metro de distancia, escuchó el ruido, pero a penas y pudo moverse. El ciego perdió una pierna y empezó a gritar. Gritó pidiendo ayuda a los mismos mercaderes que de niño presenciaron su abandono, y tuvo la misma respuesta. Murió cuando estaba amaneciendo, con el cantar del primer gallo.
Acerca del autor
Escrito por: Laura Marcela Pérez Trujillo (@milaurae)
Este es el primer relato que escribo
Como siempre, te invitamos a que nos dejes tus opiniones y comentarios sobre este relato en el formulario que aparece más abajo.
Además, si te ha gustado, por favor, compártelo en redes sociales. Gracias.
Y si te quedas con ganas de leer más, puedes entrar a nuestra librería online
Ufaa! Me dejaste con un nudo en la garganta. La desgarradora historia de un ciego, que por azares de la vida, sufrió mucho de principio a fin. Y encima lo mataste al final jajaja… eso sí me sacudió todo.
Vi al niño ciego llorar su abandono, el tiempo volar ferozmente sin perdón, ver llorosa a la madre anciana por su nuevo hijo también llorar un amor encibismado e hipócrita, vi el mercado de San Miguel, el asilo San Antonio, la iglesia de la comunidad; y entorno a la ciudad, la desgracia de una vida hacerse añicos, que paralelamente se ve esquivo ante una sociedad que repudia la discapacidad, y el país en pleno conflicto político, todos huyendo de las guerrillas, otros enfrentandolas, y otros solo resignados a seguir en un país de mierda.
Como vez: si me ha encantado realmente tu relato, no soy de leer relatos por desconociento, solo leo novelas y poesías y escribo las mías, pero el tuyo es el primer relato que me atrevo a leer, y me ha motivado a curiosiar más a fondo sobre relatos y quizá hasta escribir el propio; y enserio tu relato mucho me ha gustado.
Dejas enseñanzas, valores morales, claro también notar la estupidez en su esplendor cegada por un desamor. Luego la muerte sisañosa, es el resultado de la solución por unanimidad para acabar con una vida caótica, una vida miserable, la muerte es el cierre del telón para aniquilar el sufrimiento del ciego, porque sencillamente no merecía ya vivir.
Aunque queda en la nebulosa nube gris razo muchas interrogantes, como: ¿Qué pasó después de la muerte del ciego, con la vida de la anciana?¿Acudió ella a la escena de crímen del ciego?, ¿Cuáles éran los nombres y apellidos de los personajes de San Miguel, que perdidos estuvieron de identidad?, ¿Qué pasó con la madre biológica del ciego, posteriormente al abandonar a su hijo, que le fué estorbo?.
Todo ah quedado ahí mil preguntas en el mármol mental, para que el lector le dé otro final que quiera —a su capricho y morbo— darle ese final después del final macabro, que el lector ha presenciado.
Realmente te leí atentamente, solo te sobró un ‘N’que no debía ir y sobraba:
[“nAl” pasar una de las vendedoras cerca, pudo darse cuenta de que el niño tenía blanca la mirada…];
Cuando lo correcto solo era:
[Al pasar una de las vendedoras cerca, pudo darse cuenta de que el niño tenía blanca la mirada…]
Sobrante N que imagino se te escapó y por más revisión que le diste, asaltó y se prefirió quedar, corrije eso, y todos felices… gustosamente te invito a leer mis poemas esperando sean de tu agrado, saludos desde Perú.