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Aquella noche de Halloween, Andrés emprendió el regreso a casa por la ruta habitual: autobús desde su oficina en Ville Saint Laurent hasta la estación Cote Vertu, y desde allí en metro a través de veinticinco estaciones de la línea naranja hasta llegar a Crémazie. Tomando el intercambio de la línea azul se hubiese ahorrado unos quince o veinte minutos, pero ese día Andrés prefirió tomar la ruta más larga y aprovechar el largo camino para leer.
Desde la primera estación del metro, el ambiente de Halloween se hacía sentir: había gente disfrazada esperando en la línea de los boletos y en los andenes, y entrando al vagón Andrés tuvo que abrirse paso entre una pareja disfrazada de vampiros y un estudiante vestido de pirata para sentarse al final del vagón. Una vez acomodado en su asiento, Andrés se dispuso a retomar la lectura que había interrumpido aquella mañana; el libro era un compendio histórico en inglés de los principales eventos de la Segunda Guerra Mundial, un tema que lo apasionaba desde la adolescencia. En aquel momento, estaba a la mitad del capítulo relativo a la defensa de Stalingrado, y los soviéticos estaban a punto de iniciar la contraofensiva que acabaría meses después en la toma de Berlín.
El pirata se bajó una estación después, en Du College, siendo reemplazado por una familia completa disfrazada de cowboys. Andrés apenas se dio cuenta, completamente absorbido por la lectura. Vasily Chuikov acababa de recibir el comando de la defensa de la ciudad cuando el metro llegó a la estación Cote Sainte Catherine. En ese momento, Andrés decidió tomar una pausa y distraerse mirando los disfraces de los pasajeros. La mayoría eran disfraces bastante típicos de una noche de Halloween: brujas, frankensteins, personajes de Star Wars y de animes japoneses. Algunos, sin embargo, parecían estar yendo a reuniones donde el tema era el regreso al pasado; por ejemplo, unos metros delante de él iba de pie un joven pelirrojo vistiendo un traje de tweed, reloj de cadena y una gastada maleta de cuero que hubiera podido pertenecer a su bisabuelo.
La mayoría de los pasajeros que subieron en Snowdon, la siguiente estación, estaban igualmente vestidos a la antigua. A Andrés le llamó particularmente la atención un hombre de aire sombrío, portando guantes de cuero, sobretodo de lana gruesa, un sombrero con visera y una bufanda que le cubría la boca pero dejaba ver la nariz aguileña y su mirada penetrante y glacial. “Un personaje como para la guerra fría”, pensó Andrés. “O incluso para la segunda guerra”. Detrás de él subió una pareja que parecía estar en la sesentena, vestidos como aldeanos de algún pueblo europeo de los años 30 o 40. Como disfraz estaba muy bien logrado – suéters de lana negra, ajados en las mangas y con signos de años de uso, ella cubriendo su cabeza con una pañoleta desgastada y bordada a mano y llevando unas polleras de varias capas, él llevando un gorro de lana marrón y pantalones que parecían hechos de lona -, pero lo que realmente intrigó a Andrés era su aire fugitivo, su hablar en susurros y mirando de reojo a los demás pasajeros. Como escapando de los militares en medio de la guerra civil española. “O de los nazis en Rusia, también”, pensó. No había necesidad de llevar su papel a tales extremos, el éxito de sus disfraces estaba garantizado en cualquiera que fuese la reunión o fiesta a la que iban, pero Andrés conocía los extremos a los que llega la gente para impresionar en las noches de Halloween de Montreal.
El metro reemprendió su marcha mientras los soviéticos avanzaban con la ejecución de la maniobra de tenaza que terminaría encerrando al sexto ejército alemán en la ciudad. En el espacio entre dos estaciones, los soviets destruyeron o pusieron en fuga las guarniciones rumanas que protegían las afueras de Stalingrado y completaron el cerco uniendo las dos mordazas de la pinza en la ciudad de Kalach. En la estación Vendome subió una mujer acompañada por alguien que debía ser su novio, curiosamente también vestidos como aldeanos y hablando en alguna lengua europea que Andrés no logró identificar. Notó en cambio que la mujer, aunque hermosa, tenía las manos muy maltratadas, como de campesina. Colgando del brazo llevaba una cesta con huevos y legumbres, lo que completaba perfectamente su disfraz. Ambos tenían el mismo aire fugitivo de la pareja anterior.
Entre las estaciones Vendome y Place Saint-Henry el general Paulus replegó su ejército dentro de la ciudad y los soviéticos empezaron a estrechar el cerco. Ante la promesa de Goëring de utilizar los aviones de la Luftwaffe para enviar suministros a través de un puente aéreo, Hitler decide que Paulus debe resistir hasta la llegada de los refuerzos que llegarían del frente del Cáucaso. Le tomó algún tiempo a Andrés darse cuenta de que la pareja mayor estaba también hablando de bombardeos; sentados de espaldas a él y con acento marcadamente británico, su conversación parecía discurrir entre comentarios sobre las bombas que caían el centro de la ciudad, los combates aéreos en los límites de la isla y las crecientes probabilidades de invasión. La concidencia no dejaba de ser curiosa, seguramente estarían hablando de una batalla en alguna ciudad del Medio Oriente, pero el momento no podía ser más oportuno teniendo en cuenta dónde se encontraba Andrés en el libro. No tuvo tiempo de pensarlo más, porque en la estación Lionel-Groulx, donde a esa hora sube una gran cantidad de gente proveniente de Verdun y del intercambio de la línea verde del metro, dos jóvenes disfrazados de soldados entraron a su vagón mezclados entre el tumulto. A Andrés se le hacía difícil verlos con detalle, arrinconados como estaban en una esquina del vagón y ocultos por los demás pasajeros, cuyas caras sucias y cansadas delataban un día de trabajo arduo y de incertidumbre. Lo que sí advirtió fue que uno de ellos llevaba el brazo en cabestrillo y que sus pantalones estaban manchados de barro fresco. Las conversaciones de las dos parejas cesaron inmediatamente después de su entrada al vagón; en realidad, todos los demás pasajeros permanecían silenciosos, lo que permitió a Andrés distinguir que los soldados estaban hablando entre sí en una lengua que parecía ser el alemán. Un hombre, viejo y flaco, cuya presencia había pasado inadvertida hasta entonces, luciendo una barba blanca y espesa de la que sobresalía una pipa de madera que parecía sorprendentemente encendida a pesar de la prohibición de fumar en el metro, parecía murmurar algo con la mirada fija en ellos. Algún problema debía tener contra todo lo referente a lo militar, pues de otra forma no podía entenderse su expresión de odio reconcentrado y su manera de estrujar su pipa, la barba agitándose al compás de lo que parecían ser insultos que murmuraba con el fervor de quien está rezando. En algún momento los dos jóvenes se dieron cuenta, y el que llevaba el brazo en cabestrillo daba la impresión de estar calmando al otro. Ya iban por la estación Lucien L’Allier cuando uno de los soldados sacó su arma de la funda – Andrés había pensado, al principio, que sus pistolas eran sólo otra parte, muy bien lograda por lo demás, de su disfraz – y la apuntó al anciano, increpándolo en su idioma que ahora Andrés pudo reconocer definitivamente como el alemán. El incidente lo sorprendió menos que la actitud del resto de pasajeros; el viejo se calló pero mantuvo su actitud desafiante mientras los demás, en particular la pareja del inicio, que durante todo ese tiempo permanecieron en silencio mirándose las manos, parecían esforzarse en ignorar lo que sucedía y miraban hacia otro lado.
Sospechando vagamente que todo esto formaba parte de algún tipo de broma televisiva, Andrés intentó retomar su libro y desentenderse de su entorno. Tuvo que releer el pasaje varias veces antes de aceptar que el libro debía tener un error: él sabía que la ofensiva del general Manstein para romper el cerco soviético desde fuera e incitar a Paulus a unirse a él había fracasado; el libro en cambio estaba describiendo cómo Paulus decide desobedecer a Hitler y ordena al sexto ejército salir de la ciudad en un ataque desesperado con el fin de unirse a las columnas de Manstein. Incrédulo, empezó a examinar la contracubierta del libro en busca de alguna explicación, tal vez la constatación tardía de que en realidad había comprado una historia de ficción. Pero no pudo encontrar nada, lo que tenía entre las manos parecía una referencia histórica autorizada de las principales batallas de la campaña de Rusia. Su perplejidad fue interrumpida por la brusca detención del tren en algún lugar entre Bonaventure y Place d’Armes, después de la sacudida que provocó la caída de algunas personas que iban de pie las luces parpadearon y se apagaron dejando el vagón a oscuras. El anuncio pregrabado anunciando la interrupción temporal del servicio y llamando a la paciencia del público empezaba a brotar de los altavoces cuando dos disparos hicieron a todos los pasajeros encogerse en sus asientos; el olor a pólvora invadió el vagón y Andrés, convencido de que se trataba del ataque terrorista largamente esperado en Montreal, se disponía a huir corriendo cuando una mano se posó en su espalda y lo obligó a permanecer en su asiento. Algo no encajaba en la escena; normalmente en esas circunstancias habría pánico, gritos, gente atropellándose. En cambio, en el vagón reinaba un silencio alerta; como si lo que acababa de ocurrir no fuese realmente una novedad para nadie. Intentó darse vuelta pero la mano seguía firme sobre su espalda, una voz masculina le susurró en un inglés con acento británico que se quedara quieto y que guardase silencio. Después de algunos segundos tensos en los que el eco de los disparos pareció reverberar en el tren, los sistemas de ventilación volvieron a ponerse en marcha con un rumor sordo y las luces se encendieron, primero las de emergencia y luego la iluminación principal. El humo y el olor a pólvora aún no se habían disipado, a través de una especie de bruma vio al soldado que minutos antes había amenazado al viejo de la pipa, derrumbado en el piso con la cabeza apoyada en una esquina del vagón, la marca vertical de sangre y sesos bajando por la pared hasta la nuca destrozada por la salida de la bala que le había pegado en plena frente. El otro soldado estaba de pie a su lado, esforzándose para no caer, la mano derecha tratando de contener la sangre que manaba de su hombro izquierdo. El joven que parecía ser el novio de la aldeana de Vendome se lanzó sobre el arma que el primer soldado había dejado caer al morir, y apuntó con ella al soldado herido que inmediatamente se puso de rodillas y levantó las manos hasta donde su condición se lo permitió, en actitud de sumisión. El tren se puso en marcha al tiempo que los altavoces anunciaban el restablecimiento del servicio y agradecían la paciencia del público, y Andrés estuvo a punto de coger su teléfono celular para llamar al 911 pero desistió al pensar que el tirador aún estaba en el vagón, armado y seguramente vigilando los movimientos de todos. Miró a su alrededor y recorrió lentamente los rostros de las demás personas; se asombró por segunda vez al ver solamente expresiones de tensión y cansancio, tal vez algo de incertidumbre y hartazgo, pero no lo que le hubiera parecido normal en esas circunstancias: asombro, confusión, pánico, el impulso de hacer algo, cualquier cosa, como por ejemplo intentar llamar a la policía como él mismo había tontamente pensado hacer.
El tren empezó a frenar para detenerse en la estación de Berri-Uqam, la intersección de líneas más frecuentada de la ciudad; Andrés se preguntaba lo que sucedería cuando los pasajeros que entrarían en gran número vieran la sangre, el soldado de rodillas y el cadáver. Para su sorpresa, los que entraron – sucios de barro y oliendo a mugre humana – se apresuraron a coger el cadáver por las piernas y arrastrarlo hacia afuera para liberar espacio, sin prestarle demasiada atención al otro soldado que aprovechó la aglomeración para abandonar el vagón tambaleándose y sujetándose el hombro herido. Las puertas demoraban en cerrar, y Andrés pensó que tal vez sería mejor salir del metro y continuar su camino en autobús. Empezó a levantarse cuando sintió otra vez que alguien le ponía la mano en la espalda y la misma voz masculina que había oído cuando se apagaron las luces le aconsejó no descender. “Aquí no. No es suficientemente profundo. Lo mejor será esperar al refugio de Clapham North”. Volvió la cabeza para mirar a la persona que pronunciaba esas palabras; reconoció al hombre de la mirada fría y gorro de visera que había subido en Snowdon, y que aparentemente había estado parado detrás de él desde hacía un rato. “¿Clapham?…” preguntó confundido, aunque el nombre le recordaba algo no logró relacionarlo con ningún lugar en Montreal. Sin responder, el hombre se limitó a señalar hacia arriba con un dedo de su mano enguantada; el movimiento hizo que su sobretodo se abriese un poco del lado izquierdo y Andrés vio el revólver y sintió el olor a pólvora recién quemada. Ahora el hombre se llevó el mismo dedo a los labios, como pidiendo que Andrés le guardase el secreto, y regresó a su asiento en la parte trasera del vagón.
El tren se puso en marcha y Andrés volvió a abrir su libro, conciente de lo absurdo de ese acto en medio de la compacta multitud sufriente que lo rodeaba. Esta vez no se sorprendió de la inversión de los hechos; ahora ya no estaba tan seguro de que lo narrado por el libro no había sucedido en realidad, que la salida de Paulus había sido exitosa, que más de la mitad del Sexto Ejército había tenido éxito en su intento de encontrarse con Manstein, que los refuerzos del Cáucaso estaban empezando a inclinar la balanza a favor de los nazis y que los soviéticos habían ordenado el repliegue de sus tropas para evitar quedar encerrados entre los tanques alemanes y el río Volga. Los gritos histéricos de una mujer interrumpieron su lectura; al parecer su hijo había sido reclutado y enviado a uno de los puntos de entrada de la ciudad para repeler la invasión. Dos jóvenes que la rodeaban y que debían ser sus hijas la sujetaron e intentaron calmarla; al llegar a la estación Mont-Royal abandonaron el vagón y Andrés escuchó a alguien mencionar que en esa estación se habían abierto tiendas de campaña para atender a los heridos. Decidió súbitamente que lo mejor era salir del metro en ese momento, sentía el impulso de correr hacia la superficie, como si eso pudiera deshacer la pesadilla en que se encontraba. “Si salgo de aquí seguro me despierto” pensó, pero en ese momento las luces volvieron a oscilar y un remezón sacudió el vagón, precedido por el rumor sordo y profundo de una explosión. El tren quedó nuevamente a oscuras, pero esta vez las puertas se cerraron y el metro se puso nuevamente en marcha. El silencio hacía la oscuridad más pesada; lo único que Andrés lograba distinguir era su propia respiración, el sonido del carro deslizándose en los rieles, de vez en cuando una frase suelta pronunciada por algún pasajero intentando tranquilizar a su compañero de viaje.
La luz regresó poco antes de atravesar la estación Rosemont, pero esta vez los altavoces anunciaron que el metro no se detendría en esa estación. Algunos pasajeros que debían bajar allí empezaron a protestar, pero fueron abruptamente interrumpidos por la visión fugaz de los cuerpos yaciendo en el andén de la estación mientras el tren la atravesaba a toda marcha. Andrés logró ver que algunos aún sujetaban sus máscaras de gas en las manos; evidentemente el ataque había sido rápido y fulminante, sin darles tiempo de reaccionar. Se oyeron llantos y gemidos, se sintió absurdamente aliviado de que sólo faltaban dos estaciones para bajarse e ir a casa, pero en ese momento se oyeron sirenas y los altavoces anunciaron que todo el mundo debía bajar inmediatamente y tomar el camino subterráneo hasta el refugio de la estación Clapham North. “No tiene sentido, la siguiente estación es Jean Talon” pensó en voz alta, pero para entonces las puertas se habían abierto y se vio arrastrado por la corriente de gente que abandonaba el tren a la carrera, saltando a las vías y corriendo hacia adelante. Casi empujado por los demás para saltar del vagón, Andrés se quedó unos segundos parado al lado de la vía, intentando decidir qué hacer, hasta que una mano lo cogió del brazo y lo obligó a seguir al grupo. Era otra vez el hombre del sobretodo de lana y gorra de visera. “Le dije que acabaríamos en Clapham North” le gritó mientras corrían, con una media sonrisa y un cierto aire de satisfacción, y en ese momento Andrés recordó el nombre de una de las estaciones que habían servido de refugio durante los bombardeos de Londres durante la Segunda Guerra. El hombre desapareció confundido entre la multitud que escapaba, y mientras se apresuraba para no quedarse atrás, Andrés recordó confusamente que en su huida había dejado todo atrás, su maleta y su libro de historia, con el marcador hacia la mitad del capítulo que hablaba de la conquista alemana de Stalingrado.
Acerca del autor
Escrito por: Ricardo Vergel
Peruano residente en Canadá desde el año 2009 e ingeniero de profesión, la lectura es mi pasión desde la niñez. Aunque no puedo dedicarle todo mi tiempo a escribir, en mis ratos libres construyo relatos a partir de puntos de partida que encuentro en mi vida diaria.
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