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El 28 de octubre me sorprendió finalmente en Nueva York. Tenía concertada una lectura de relatos en una biblioteca de Louisiana, pero a última hora hubo un extraño cambio de fechas y sentí la necesidad de cubrir aquel tiempo muerto. Caía una lluvia triste y pequeñita, aunque para la tarde se esperaba un sol benéfico y un ligero ascenso de las temperaturas.
The New Yorker me recordó que era el aniversario de la Estatua de la Libertad y me vi casi empujado a visitarla, aun sabiendo que no podría subir. Se formarían enormes colas a sus pies, y acceder por sus estrechos escalones hasta la cima se haría una hazaña de locos. Me vino a la memoria la historia que me contara Sachs sobre su primera visita al monumento, la angustia de su madre en la escalera de caracol, la bahía en orden desde la corona, el gran vacío celeste. Así que, alentado por aquella anécdota, me dirigí hacia Battery Park y tomé el ferry con la sola intención de pasear por la isla.
El ambiente en el barco era festivo. Había familias enteras con niños, turistas con cámaras de fotos y gorras de los Nicks, hombres solos de aspecto taciturno; otros que paseaban por la cubierta con impaciencia. Entre ellos, con una mochila negra al hombro, me pareció ver a Sachs.
Hacía tiempo que no sabía de él e intenté acercarme; pero se me escabullía como si aún quisiera continuar desaparecido. Fanny me había pedido varias veces que siguiera su pista, pero entre los papeles abandonados sobre la mesa de trabajo no encontré nada que pudiera orientarme. Solo su novela inconclusa con anotaciones aisladas entre las que se repetían términos como «rebeldía», «justicia» y «clandestinidad».
Yo por mi parte ya había trazado para él un itinerario y un destino. Después de abandonar a Maria habría tomado un autobús. Cualquier autobús. Al llegar a la estación habría buscado una ciudad junto al Pacífico, un lugar donde el océano le arreglara sus desórdenes. Estaba acostumbrado a vivir al día, y su don de gentes, que, aun con sus últimos desarreglos, imaginaba intacto, le haría acercarse a un bar para ofrecerse de camarero. El dueño lo miraría de arriba abajo, quizás extrañado por su figura, la bufanda cubriéndole las orejas. Le preguntaría por sus anteriores empleos y él, por esta vez, no tendría que mentirle. En la barra se acodaría el director de un diario local. «Si quiere, tengo un puesto en la sección de anuncios».
Después de una larga conversación en la que el reportero quedaría convencido de su dominio de las palabras, cerrarían el trato. Sachs preguntaría por un lugar barato donde pasar las primeras noches y luego se dirigiría a una librería. Comprobaría que no quedaban restos de El nuevo coloso y que yo aún no había publicado nada nuevo. Entiendo que eso lo dejaría más sereno.
Después de pagar diez dólares por dos ejemplares de segunda mano (Memorias carcelarias de un anarquista y Abecedario del anarquismo comunista) se interesaría por la biblioteca y el dependiente le dibujaría en un papel un mapa, su destino marcado con una gruesa cruz roja y las consabidas palabras tranquilizadoras «no tiene pérdida». Allí se haría con un ejemplar de La luna y seguramente se iría a dormir.
El trabajo se le haría fácil. Se ganaría a sus jefes y a sus compañeros. Pronto ascendería a redactor. Aunque más de una vez le llamarían la atención por su falta de objetividad en ciertos temas. Un compañero, Samuel Franzen, por ejemplo, lo acusaría de introducir mensajes subversivos entre líneas. Acrósticos imperfectos donde podría leerse «compromiso», «falsedad» o «bomba». Eso le resultaría más sencillo cuando aún se dedicara a los anuncios por palabras; pero en la sección de «Locales» habría pocas noticias a las que sacar su verdadero jugo, poco espacio para agitar a los lectores y convertirlos en sediciosos en potencia mientras él ya pensaba seriamente en serlo de facto y pasar por fin a la acción.
Después de un tiempo en la costa oeste decidiría internarse en Cheyenne. Bien recomendado por su jefe anterior, que no le restaría méritos a su trabajo, se haría con un puesto en el Wyoming Tribune. Incluso conseguiría una columna de opinión, hasta que de nuevo empezaran a considerar sus artículos demasiado violentos e incendiarios.
En otros terrenos, en los resbaladizos del amor y la ternura, se le conocerían varias novias, atraídas especialmente por su generosidad. Las invitaría a los mejores restaurantes. Les haría regalos. Algunos compañeros se extrañarían, conociendo su sueldo, de que pudiera concederse tales caprichos. Se le sospecharía por ello una segunda actividad relacionada con el tráfico de drogas. Otros se decantarían por un negocio de prostitución. En cualquier caso, nadie se molestaría en averiguar de dónde procedía su fortuna.
Y, por supuesto, siguiendo la recién adquirida costumbre, durante todos esos meses alternaría tiempos de silencio y otros de ácidas discusiones políticas, en las que acabaría asustando a las jóvenes reporteras con palabras gruesas como «atentado», «terrorismo», «fantasma de la libertad».
Este último sintagma le haría sonreír, repetirlo mientras preparara su primera bomba casera siguiendo las instrucciones de un manual antiquísimo de artillería de un tal Tomás Morla (nadie sabe dónde podría haberlo adquirido, o robado), con sus largas peroratas sobre la fabricación de la pólvora y las distintas combinaciones de salitre y azufre en un español apenas reconocible incluso para los oídos más avezados. También compraría guías de viaje con mapas donde marcar, con una gruesa cruz roja, las ciudades donde se levantan las distintas réplicas de la Estatua de la Libertad; un mapa plegado en varias partes con un gran punto central rozando la isla de Ellis y ahora guardado en una mochila negra que vuelvo a localizar al intentar bajar del ferry, apoyada sobre el repecho de la estrella que conforma la base del monumento, quién sabe con qué contenido de cables y detonadores fantasmales que interrumpan, a pesar de la lluvia triste y pequeñita, este magnífico día de fiesta.
Acerca del autor
Escrito por: Elena Marqués Núñez (@e_elemar)
Elena Marqués (Sevilla, 1968) es licenciada en Filología Hispánica y trabaja como correctora de textos en el Parlamento de Andalucía.
Ganadora de los concursos de relatos «Paso del Estrecho 2010», XV Certamen Literario «San Jorge» (modalidad, relato corto), V Concurso de Relato Cortos Ciudad de Huesca, Certamen de Literatura basada en valores «Concha de luz» 2012 y 2013, I Concurso de Cuentos «Salvemos el Palais Concert», V Certamen Literario del Agua, Certamen de Poesía Social de León, XXVII Certamen Literario «Villa de Navia» y XX Certamen de Relatos de la Fundación Gaceta y finalista en algunos tan importantes como el Fernando Lara de Novela, ha publicado en varias antologías; entre ellas, los tres volúmenes de «Mujeres en la historia» de M.A.R. Editor.
Ha sido coordinadora y editora literaria de la antología «Historias de la imposición yanqui sobre Hispanoamérica y España» (Madrid, Ediciones Irreverentes, 2012) y es autora de las novelas «El último discurso del general Santibáñez» (Barcelona, Ediciones Oblicuas, 2012), «Versos perversos en la cubierta azul del Mato Grosso» (Barcelona, Ediciones Oblicuas, 2014), «El largo camino de tus piernas» (Cáceres, Tau Editores, 2015), «Año sabático» (Sevilla, Arma poética, 2017), así como de los libros de relatos «La nave de los locos» (VIII Premio Internacional Vivendia-Villiers de Relato Corto; Madrid, Ediciones Irreverentes, 2014) y «Distintas formas de ir a la deriva» (Cáceres, Tau Editores, 2017), y del poemario «Lo sublime y el frío» (I Premio de Poesía Álvaro de Tarfe; Madrid, Ápeiron, 2016).
Colabora en la web Canal Literatura (como directora del Departamento de Corrección de Textos) y en las revista «Aldaba», «Tinta china», «Estación Poesía», «Saigón» y «El ático de los gatos».
Ha participado como jurado en distintos certámenes de poesía, relatos y novela; como prologuista de distintos libros; y moderado mesas redondas sobre el sexo en la literatura y la mujer y la literatura.
Actualmente copresenta el programa cultural La Inopia en Radiópolis (88.0 FM).
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