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1° Parte
(Música: «Cantus in memory of Benjamin Britten» de Arvo Part)
«Dios lo ve todo y tenemos que ser buenos con él, Adán«, resonó como un canto celestial sobre tu nuca en forma de aire caliente. Una mano se posó sobre tu hombro derecho y apretó sus dedos contra tu piel. Tú hiciste como si no hubieras escuchado nada, como si ese hombro no fuera tuyo y seguiste quitando las hojas secas a cada ramita de flores que había en la mesa frente a ti. Era solo una muestra de cariño, otra más, que otra cosa iba a ser sino, pensaste.
El aire caliente que golpeaba tu nuca cada vez se hizo más denso y pesado, por un momento creíste que eras incapaz de aguantar más esa carga sobre ti. Pensaste que ojalá todo acabara pronto, que te dejara ahí solo, ordenando las flores que con tanto cariño preparabas para la misa del domingo. Pero no fue así.
Entonces notaste su otra mano sobre tu cintura, tan pegada a tu cuerpo que arrastraba consigo tu camiseta azul, haciendo arrugas que se te antojaban como afiladas cuchillas que se clavaban en ti. El aire denso y pesado pasó a ser unos pequeños y secos labios que se posaron en tu cuello. Te asustaste, tus piernas temblaron tanto que pensaste que en cualquier momento ibas a caer sobre el suelo, desfallecido. Deseaste que así fuera: cerrar los ojos y dejarte llevar por la gravedad hasta el piso, sentir el peso de tu cuerpo que se derrumbaría lentamente mientras tú ya soñarías muy lejos de ahí. Pasó por tu mente algunas oraciones al señor, ese que todo lo ve, esas oraciones que el de los labios pequeños y secos te había enseñado con su Biblia en la mano, y le pediste en silencio que por favor todo aquello no fuera más que un sueño. Pero seguías despierto.
«No tengas miedo, Dios está contigo«, fueron las palabras que interrumpió tus desesperadas y secretas oraciones. La mano que estaba sobre tu hombro se acercó a tu cara, se posó sobre tu boca que estaba tan bloqueada que era incapaz de pronunciar una sola palabra. Ahora piensas que tal vez si hubieras gritado, que tal vez si hubieras dicho que parara, nada de eso habría pasado. Lo cierto es que sí lo dijiste, aunque ahora no lo recuerdas, tres veces fueron las que dijiste que por favor parara, entre lágrimas, diciendo que tú no querías hacer eso, que eso estaba mal, que por favor te dejara marchar. Lo cierto es que ni siquiera eras consciente de lo que estaba pasando en realidad.
Pero él no escuchó tus palabras, bueno sí las escuchó pero no las tuvo en cuenta, con una de sus manos te tapó la boca bruscamente y con la otra forzosamente te bajó los pantalones. Te empujó contra la mesa, algunas flores cayeron al suelo, otras quedaron aplastadas bajo tu pecho.
Gritaste bien alto, pero tus palabras se mezclaron con la saliva y los dedos de él, que te apretaban fuertemente para que las palabras no pudieran huir, al igual que tu pequeño cuerpo. Corrieron rápidamente por tu mente todas esas veces que esas manos habían sujetado el cáliz y te habían pedido que lo limpiaras después de esas largas misas de las que tan agotado acababa, esas manos que te habían acariciado el pelo y te habían dicho que él siempre cuidaría de ti.
Sentiste un dolor inmenso, pero no era nada comparado con el dolor que sentirías después al ver que Dios, el que todo lo veía, te había abandonado. Las piernas apenas las sentías, tus dedos se habían quedado agarrotados de aferrarte tan fuerte al mantel que había sobre la mesa, tu garganta se había quedado seca al igual que tus ojos.
Las manillas del reloj no avanzaron demasiado, aunque para ti fue eterno. Los dedos dejaron de sujetar tus palabras, la mano mojada por tu saliva resbaló poco a poco hasta la mesa. Algunos pétalos se pegaron en ella. Eran de color rojo. Esta vez sí que caíste al suelo, de verdad, ya sabías de sobra que no era un sueño, tus rodillas chocaron sobre las lozas frías y blancas, tu visión estaba un poco borrosa como si hubieras mirado durante mucho tiempo un punto de luz.
Crees recordar que viste manchitas rojas y amarillas a tu lado. Los círculos casi perfectos rojos eran sangre y las gotas alargadas amarillas eran pétalos de las margaritas que nunca pudiste terminar de arreglar.
«Eres un buen chico y Dios está orgulloso de ti«, fue lo último que escuchaste que decía antes del crujir de la puerta tras cerrarse, al dejarte solo en esa habitación, con el eco de esas palabras que decían lo bueno que eras, con los pétalos de colores revueltos, con las flores destrozadas, con ese Dios que todo lo veía…
Acerca del autor
Escrito por: María José Robles Pérez (@marijoseeh)
En Espacio Ulises cuento ya con varios relatos cortos publicados como:
– “Las cenizas de una peonía”
– “Bajo el mar”
– “Anaan”
– «¡Corre enanito, corre!»
– «El pilar de la vida»
– «Mentira, mentira»
– «Uno, dos, tres, cuatro…»
– «Gracias»
– «Mi Ángel»
– «La muñeca del vestido azul».
– «El mantero que soñaba con mantas de colores».
– «Retales».
– «¡Vamos pajarito!».
Además, también tengo la suerte de que haya publicado una carta dedicada a Virginia Woolf “Te devolverán las olas a mí” y otra carta que Aanisa le dedicó a Obama, llamada «El amor salvará vidas».
Ediciones Hades publicó un libro de relatos cortos, dentro de los cuales se encuentra “Los restos” de mi autoría, además de mi primer libro llamado “Perdónanos”.
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