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Cada noche, cuando llegan las diez aproximadamente, dejo lo que estoy haciendo, cojo el coche y me acerco a su trabajo. Aunque ella nunca me lo ha pedido, no me gusta que tenga que volver sola a casa en bus a esas horas. Hay días que tengo que dejar la cena a medias, pero la verdad es que nunca se ha quejado por ello. Yo tampoco me quejo, a pesar de que alguna vez me haga esperar más de lo que cualquier persona consideraría razonable. Habitualmente, cinco o diez minutos, pero en ocasiones, se alarga hasta la media hora y en un par de veces, he llegado a estar sentado en el coche, impaciente, durante más de dos horas. Aunque es exasperante, he de confesar que cuando la veo salir por la puerta me olvido de todo, y me doy cuenta de que podría pasar una eternidad esperándola.
Después de tres años y pico haciendo todas las noches lo mismo, menos como es obvio fines de semana y festivos, días en los que ella afortunadamente no trabaja, reconoces a la gente de la zona; sus hábitos, sus entradas, sus salidas, sus caras. Algunos son regulares, otros no. Llegas, aparcas en doble fila, y esperas. Enciendes la radio, pero lo cierto es que a esa hora no ponen nada demasiado interesante, excepto los días de fútbol, así que te acomodas en el asiento, bajas la ventanilla, y observas. Y entonces ves a esa morena guapísima que pasa cada día en torno a las diez y veinte y por la que babearías si no estuvieses enamorado, claro. O a ese grupo de amigas que salen del trabajo a la misma hora, y se van juntas a tomar una cerveza. Al entrajetado del impresionante todoterreno negro con los mismos problemas de siempre para meter el coche en el garaje. O a ese otro que como yo, aparca en doble fila delante mío, y aguarda sentado dentro del coche, y posiblemente también escuchando la radio, a su novia. Ves a la mujer mayor empujando el coche en doble fila, a la gente que sale de clase a esa hora, a los que entran al videoclub y a los que sacan dinero del cajero. Te acostumbras a reconocer a algunos, a espiar una pequeña parte de su rutina diaria, como un voyeur esporádico, y eso ha acabado por ser agradable.
A veces antes, a veces después, ella aparece por el portal, con más o menos prisa dependiendo de lo tarde o lo pronto que haya salido ese día, y no puedo negar que en ese momento se me ilumina el rostro. A veces sonríe y a veces no; casi puedo adivinar su estado de ánimo por la cara que pone cuando abre la puerta de cristal al salir. Últimamente no está atravesando una buena época; sólo con verla puedes adivinarlo. Entonces pasa al lado de mi coche, sin dirigirme la mirada, entra en el de ese chico, le da un beso, y desaparecen.
Como todas las noches, desde hace tres años y pico.
Photo by Mubariz Mehdizadeh on Unsplash
Acerca del autor
Escrito por: Manuel Benet Navarro (@mbenet)
Manuel Benet Navarro (Valencia, 1976) reside en la actualidad en Madrid. Informático de formación y profesión, complementó su educación cursando varios años de la Licenciatura de Filosofía y Letras.
Autodidacta, siente predilección por la novela contemporánea y mantiene desde 2003 un blog personal, donde ha publicado más de un centenar de relatos breves, además de opiniones y experiencias ficcionadas, que le han permitido desarrollar un estilo muy personal.
«Buena suerte», con Playa de Ákaba, es su primera novela.
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Buen relato. Tierno, humano. Pone la atención en la sensibilidad del hombre. Construye con habilidad una realidad aparente y la deshace con un final totalmente creíble e inesperado. Buena muñeca. Buen pulso narrativo. Felicitaciones.