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La carga de la mula se hizo con dificultad, como siempre. Así ocurría cada vez que se preparaba la recua para subir a la hacienda, en los tiempos viejos de la familia. Solo que en esta ocasión no hubo recua ni arrieros, únicamente el nieto se aprestaba para subir la escarpada cordillera, cabestreando una sola mula y punteando la «reata» sobre el crio-nieto del caballo zaino de su abuelo. Tan oscuro como aquel y con la misma estrella alba de cinco puntas en su frente. Pifiador y de cuartillas blancas. Partía del pueblo que hacía de última parada de aprovisionamiento, antes de subir a las haciendas cordilleranas. Allí aún vivía el antiguo arriero de la hacienda abandonada, este le había advertido que una sola mula no aguantaría la subida, que debía llevar otra de reserva. Que la bestia no soportaría más de 11 arrobas en su albarda, repartidas en dos «tercios»: uno a cada lado. Se refería a los «cajones» o fardos con que se cargaban a las mulas. Haciendo hincapié en que la «sobrecarga» en el lomo de la albarda estaba mal equilibrada. Que ese armatoste jamás se había subido de la manera como el nieto pretendía hacerlo.
En el primer rellano del camino de recuas que montaba hasta las cuchillas rocosas de la cordillera, tuvo que detenerse para acomodar la única carga que llevaba: el sheslong. Este se había ladeado, haciendo peligrar el equilibrio de la mula que, temiendo desbarrancarse al vacío, se quejaba con sus rebuznos-relinchos, dando testimonio de su naturaleza híbrida. Y como lo había advertido el antiguo arriero, la carga venía desequilibrada, haciendo que —con el vaivén del paso y con el gradiente de la remontada— se aflojasen los cinchos que la sostenían al animal. En estas condiciones habría sido una temeridad transitar por los senderos funambulescos que, esculpidos a golpe de herraduras, señoreaban en los «filos» de estas montañas. A cada «filo» estas gentes le añadían un nombre que daba cuenta de un paraje, de una leyenda o de una advocación. Fue mientras acomodaba la carga y apretaba los cinchos, cuando recordó las historias que se contaban sobre su abuelo, a quien realmente no conoció. De él, solo tenía destellos de recuerdos; que es igual a desmemoria, a desconocimiento. Sin embargo, por alguna extraña razón, las vivencias de aquel las sentía como propias. Recordándolas al detalle, como si formaran parte de sus acervos. Igual le sucedía con aquella tradición familiar que, como rito o penitencia, estaba obligado a cumplir: subir el sheslong hasta la hacienda de la familia, «cuando hubiese llegado el momento». Así lo habían hecho sus mayores y él también lo haría, impelido por la inexplicable fuerza de la expiación. La obligación recaía sobre el descendiente que llevara el nombre que se repetía de generación en generación: Roberto María Andrade. Era el nombre de su abuelo, de su tío y el suyo propio. Y la hacienda a donde se dirigía para cumplir la obligación se llamaba Losalcotes, en los valles altísimos de la Cordillera Oriental.
En su memoria aparecieron, como si fuesen suyos, los pasajes del abuelo. La contemplación de las distancias desde las cuchillas de la cordillera, más arriba del rellano donde estaba. El «tambo» en lo más alto de la montaña, antes de comenzar a descender hacia Losalcotes, hacia su hacienda. Heredad de su familia desde los tiempos de la colonia, desde los tiempos de los encomenderos. Propiedad revalidada con la sangre de sus antepasados en la guerra de independencia. Presentándosele el momento cuando se detenía a despedir en silencio a la ciudad que dejaba atrás, con la recua inmovilizada y los arrieros igualmente petrificados y circunspectos. Atisbando el compás de las bombillas mortecinas encendiéndose; cuando el horizonte se atragantaba con la luz del día, allá en la ciudad donde se quedaban las querencias suyas: su mujer, sus hijos, su familia. Entonces le sobrevino la figura y estampa del abuelo, tantas veces descritas en familia y en las fotografías en blanco y negro que adornaban la casa de la ciudad. Y, como siempre le ocurría, se inquietó con el extraordinario parecido entre aquel y su tío Roberto María. No comprendía esta indisposición en su ánimo, pues bien conocía la leyenda sobre el parecido mellizal de todos los Roberto María Andrade de la familia. Eran idénticos en su fenotipo, biotipo y carácter. La leyenda se remontaba hasta los primeros encomenderos Andrade, aquellos que habían poblado el valle donde se fundaría Losalcotes. Y él mismo lo había verificado en los retratos y pinturas de sus antepasados. El parecido era tan asombroso que no podría hablarse de similitudes, sino de una misma identidad. Hasta compartían las mismas vestimentas, pues las variaciones y modas en el vestir eran casi inexistentes en estos aislamientos.
El abuelo representaba la figura fidedigna del «señor de la montaña». Alto y delgado, de manos finas y alargadas, aunque tenaces y firmes, hechas para la rienda y el mando. Mostraba una tez bronceada por el frío paramero y por el sol de las alturas, contrastando con la piel blanca anacarada que asomaba en sus retratos sin guantes ni sombrero. Siempre enfundado en su poncho azul de cuello alto (el mismo que llevaba puesto el nieto en su ascenso hacia la hacienda), con su sombrero con forro de goma, bien encajado; con sus botas de cuero, altas y con espuelas de plata de doble cinchuelo y rodajas estrelladas. No le faltaba su zamarro de cuero con acolchado de lana, para la lluvia y para el frío. Y en su montura, encajada su escopeta de dos cañones.
Siempre que inventariaba la estampa y fisonomía de su abuelo, no podía evitar pensar que él no compartía ni sus rasgos ni su figura. Eran muy diferentes. De tez morena, de estatura mediana y contextura robusta, y sin ningún apego a la vida de cabalgaduras y haciendas, en nada pintaba a su abuelo. Lo suyo era la ciudad y sus tertulias bohemias de literatura y política. Tal vez la montaña le atraía solo cuando buscaba —en el frío paramero de Losalcotes— sosiego para las borrascas de su vida citadina. Igualmente no podía evitar cumplir con el rito familiar de subir el sheslong hasta la hacienda, «cuando hubiese llegado el momento». Tarea que lo martirizaba y a la vez le retaba a hacerla, sin saber con certeza por qué razón. O sí lo sabía. Era la expiación que debían cumplir —todos los Roberto María Andrade— por la ofensa a Dios del primero de ellos: se había negado a morir. De ahí venía la tradición de repetir el nombre en cada generación. Era la manera de perpetuarse y nunca morir. Se decía que esta era la explicación al extraordinario parecido que mostraban todos ellos. Algunos en el pueblo sostenían que era la misma persona que renacía y renacía, desde los tiempos de los encomenderos. Y siendo él la excepción, a pesar de llevar el mismo nombre, se proponía romper con la sentencia, con la maldición. Había decidido no dejar descendencia para no tener que dar la posta con ese nombre ni con otro, puesto que él era el único varón que quedaba en la familia Andrade.
Así que emprendía la subida del sheslong hasta la hacienda, una vez que este fue bajado para cumplir con el rito iterativo que imponía la expiación: cada Roberto María, llegado su momento, debía morir en la hacienda y en el sheslong. Y debía hacerlo en la soledad más absoluta. Como lo hicieron su tío, su abuelo y todos sus mayores, con quienes compartía el nombre y la maldición. Sin embargo, esta no era su situación; ya que subía con el sheslong, justamente, para romper la penitencia que pesaba sobre la familia: esa de subir y bajarlo hasta que los tiempos se consumieran. Allí lo dejaría para siempre, pues ya no habría quien le siguiera en la remontada y bajada de estas cuestas, ni en los tránsitos por estos filos y cuchillas de la agreste Cordillera Oriental. Y él aún no pensaba morir.
Una vez en la cumbre, vislumbró el tejido de estrechísimos senderos que irrigaban los filos y cuchillas de estas montañas. Todos flanqueados por abismos que perturbaban el equilibrio a las mulas montañeras más pintadas que recorrían estas alturas. Y se visionó como su abuelo, recorriéndolos con las recuas y sus arrieros; subiendo y bajando con la producción de su hacienda, con las provisiones que traía de la ciudad, y con sus hijos y su mujer en las temporadas vacacionales. Reencontrándose, rememoró aquel episodio cuando su padre había visto, por única vez, llorar al abuelo. Sumergido en el cuello alto de su poncho azul, escondiendo la «vergüenza viril» de los verdaderos hombres cuando lloran; lamentaba haber perdido —despeñada por estos abismos— a su yegua más querida: la baya de crines enjaezadas que montaba su hija. Había sido mal cargada, desequilibrada en sus «tercios»; asumiéndola de cascos caprinos, como si fuese una mula. Entonces columbró a la distancia, a un costado de la cuchilla donde se encontraba, un valle alto y pródigamente verde que se asentaba entre las estribaciones de la cordillera. Distinguió la casa de la vieja hacienda, derruida y abandonada. Solo la luz de un imaginado mechero titilando en la tarde que se iba, parecía allí tener vida. ¿Quién lo habrá encendido? Se preguntó, sintiendo las humedades que corrían por sus mejillas.
Comenzó a descender sin mirar a la ciudad que al otro costado de la cuchilla le reclamaba. Mientras descendía le llegaron los pensamientos cíclicos que quebrantaban su tranquilidad. Esa leyenda que condenaba a la familia por la osadía herética del antepasado negándose a morir, que hablaba sobre la perpetuación de la misma persona a través de la repetición del nombre. Y la penitencia de subir y bajar el sheslong para consumar la muerte íngrima. Todo le parecía un contrasentido. No obstante, era una realidad de la cual podía dar fe. Él mismo había acompañado a su tío Roberto María en su última peregrinación a la hacienda, con el sheslong a lomo de mula, cuando le llegó su momento. Sin embargo sostenía que la condena de Dios por la ofensa de negarse a morir, estaría implícitamente trasgredida desde el momento en que debía subirse y bajarse el sheslong —como una noria indetenible— a fin de cumplir con esa especie de rito de «renacimiento perpetuo». Seguir viviendo para cumplir la condena no haría sino infringir la condena misma. Su antepasado se habría salido con la suya, concluía el nieto complacido. Dictaminando, además, que la condena expiatoria no era sino una alegoría de la vida del hombre. Aquella de la lucha por seguir viviendo: remontando y sucumbiendo, para volver a remontar. ¿Acaso esa no había sido la lucha de su abuelo? Subiendo y bajando estas montañas para proveerles el sostén a los suyos. Y hasta la ofrenda de su muerte solitaria era parte de esa lucha tenaz por seguir viviendo. Nuevamente le vino la imagen de su abuelo en el «tambo» de la cuchilla, en lo más alto de la cordillera, detenido en silencio, viendo las distancias; figurándoselo sonreído, triunfante después de la remontada. Y se estremeció asumiéndose el abuelo mismo, compartiendo la dicha de su victoria. Con el corazón pletórico de felicidad, recordó a Camus y su interpretación de Sísifo. Entonces, convencido de haber derrotado a los dioses y de haberles devuelto la maldición, se aprestó a romper definitivamente la supuesta «condena eterna» que, por aquella ofensa sacrílega, pesaba sobre los Roberto María Andrade.
Con la penumbra adelantada que acompañaba a las tardes en el valle de Losalcotes, llegó a la casa de la hacienda. Allí no se encontró con el mechero, sino con la luminiscencia mortecina de la vieja lámpara Petromax de su abuelo y de todos sus abuelos. Esta parecía saludarle con el titileo de sus luces. En ese instante —y viéndose rodeado de aperos, monturas y de colgadas vestimentas de montaña—, se imaginó la muerte solitaria de su abuelo. Por qué tenía que ser de esta manera, se preguntó recriminando. Era parte de la expiación, se respondería. Y, mientras bombeaba la Petromax, agregó que no habría ingratitud en el abandono filial del «páter familias» en su último momento. Simplemente era la naturaleza humana, dura y biológicamente inconmovible; arrastrando al viejo moribundo hacia su «cementerio de elefantes» para que rindiera cuenta a sus antepasados. Siendo la hacienda Losalcotes el «santuario funerario» de todos los Roberto María Andrade, donde encontraban el silencio, la memoria y las ausencias corpóreas necesarias para conjurar el tiempo, para revertirlo. Para volver a la «condición que se tuvo antes»; perpetuándose por siempre, negándose a morir. Esa misma naturaleza humana arrastraría al hijo fuera de la «manada», buscando el reconocimiento más allá de esta; para regresar únicamente cuando presiente «su momento», cuando va a morir. El instinto le llevaría al «cementerio de elefantes» de sus antepasados.
Pero él no tenía ese acometido, no presentía morir. Su tarea era otra. Sin embargo, no sabía explicar por qué razón se había decidido a hacer lo estaba haciendo. Pensó nuevamente en los elefantes, en su búsqueda instintiva de las «fuentes de agua» para seguir viviendo y en la tragedia de morir buscando la vida. Se inquietó, pero siguió adelante con los preparativos para descargar el sheslong y dejarlo definitivamente en la casa de la hacienda.
Descargó la mula y arrastró el sheslong hasta la sala de recibo de la casa. Sus fuerzas no permitían cargarlo, pero su tenacidad pudo más. Una vez allí acomodado, en el sitio que siempre ocupaba, las marcas en el piso señalaban el lugar, se quedó por un rato como contemplando la visión del «momento» de su abuelo. Sin saber el porqué, asumía que el cuerpo extendido sobre el sheslong era el su abuelo y no el de su tío; a quien precisamente había acompañado en su última subida. O tal vez eran la misma persona. Distinguirlos sería difícil, parecían gemelos.
El sheslong, adulteración fonética de chaise lounge, era una especie de sofá sin espaldar; una banqueta sin respaldo que se abatía en un extremo y contraía en el otro, atendiendo a la inclinación o a la extensión del ocupante. El abuelo lo usaba para contemplar las tardes apuradas por la geografía cordillerana de Losalcotes, esa que le prestaba sus sombras. Así lo reseñaba la foto amarillenta de aquel, viendo las tardes a través del ventanal de la sala de recibo y recostado sobre el sheslong. Vestido con su poncho azul de cuello alto, sus zamarros y su sombrero, como le era habitual. Mostrando sus botas de cuero, altas y bien calzadas; con sus sobresalientes y brillantes espuelas de plata, con rodajas que parecían estrellas. Tal vez era el momento del descanso, cuando llegaba de las faenas o del sube y baja interminable que estas cuchillas y filos le imponían. Cabestreando recuas y arrieros.
Sin darse cuenta comenzó a descolgar de las perchas el zamarro y el sombrero del abuelo; a juntar las botas y las espuelas, dispersas ambas en un rincón de la sala. Vistiéndose y calzándose como si fuera el abuelo mismo. El poncho azul de cuello alto ya lo traía puesto desde el pueblo, donde lo guardaba el antiguo arriero de la hacienda. Fue cuando sintió que no estaba solo, pero sin inmutarse procedió mecánicamente con el rito que conocía; sabiéndose seguro que a él la condena no lo alcanzaría. Para confirmarlo buscó su reflejo sobre el ventanal envidriado de la sala y, ayudado con el fondo oscuro de la tarde que caía, no se halló ningún parecido con los otros Roberto María. Repitiéndose: «No hay nadie tras de mí, y hoy no pienso morirme». Con esa certeza se recostó sobre el sheslong y dormitó tranquilo. Sin apremios y seguro de que mañana, cuando bajara al pueblo, una vez dejado el sheslong, habría roto la condena y terminado con la expiación de sus antepasados por el agravio a Dios y a la naturaleza.
Esa noche las sensaciones se le hicieron presencia en dos figuras gemelas que le velaban el sueño. Su tío y su abuelo, con idénticas vestiduras, le contemplaban alumbrándole con luminiscencia fantasmagórica.
Transcurridos varios días y viendo que el nieto Roberto María no descendía de la hacienda, el antiguo arriero tomó la determinación de subir a buscarlo. Temiendo lo que ya sabía, emprendió la remontada hasta Losalcotes. Al llegar a la hacienda y entrar a la sala, se encontró con lo inesperado. Nunca antes lo había presenciado, ni cuando acudió a retirar el sheslong y los cuerpos inertes de los Roberto María anteriores al nieto: el del tío y el del abuelo de este. Quedó paralizado al pie del sheslong, contemplando al nieto en rigor mortis. El espanto no era por el fallecimiento, pues ya se lo esperaba. Ese empeñó de querer subir el sheslong a la hacienda, a pesar sus advertencias, era el mismo que mostraron los otros Roberto María cuando les llegó su momento. El espanto paralizante le invadió al constatar que la persona recostada en el sheslong era muy distinta a aquella que él, días atrás, había despedido en el pueblo. Era otra. El nieto había mutado de tal forma sus rasgos y figura, que parecía más alto y más delgado. Habiendo perdido su color moreno y adoptado el blanco nacarado de su tío y de su abuelo. Se había transformado a tal extremo, que el antiguo arriero no pudo evitar pensar en la transfiguración del Cristo. Aquella historia bíblica de su iglesia, donde se predicaba de muerte y resurrección. Y, hablándose a sí mismo, se dijo que el nieto había regresado a su «verdadera naturaleza»: la de todos los Roberto María Andrade. Cerrando su pensamientos con la inquietud de no saber quién retomaría ahora la condena del sheslong…
Sigue siendo el mismo de siempre… ¿Quién sabe? Se preguntó finalmente.
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Photo by Ashwini Chaudhary on Unsplash
Acerca del autor
Escrito por: Manuel Valencia-Astudillo (@Pendolista1)
Obras publicadas: La Decana y otros cuentos; Un cuento perfecto y otros imperfectos; Los Nanacínderes, la conspiración (novela) y Cuando las amarras revientan (novela).
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