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Aquel día era un día cualquiera de un verano que ya agonizaba. Al levantarme, no noté nada extraño en mi habitación, más allá de que se palpaba en el ambiente la ausencia de mi madre: olor a cerrado, a sudor y a ropa sucia amontonada en los pies de la cama. Mis padres estaban en la playa, junto a mi hermana, y ya hacía dos semanas que disfrutaban del sol del Mediterráneo.
Me enfundé una camiseta sencilla, sin estampación, y me puse los únicos vaqueros oscuros que aún estaban limpios. En el espejo del armario mi faz emanaba la luz tan típica de los rostros no dañados por el trabajo, el estrés o las preocupaciones. Por aquel entonces tenía veinticuatro años y disfrutaba de unas largas y emocionantes vacaciones universitarias; quizá las últimas si finalmente alcanzaba a aprobar la última asignatura que tenía pendiente. Decidido a aprovechar lo que me quedaba de tiempo libre, aquella mañana había quedado con la pandilla para pasar el día en el chalé de mi amiga Mónica, situado en la frontera de Madrid con la provincia de Guadalajara.
Tras rebuscar entre la ropa sucia, las cajas de pizza desperdigadas por el suelo y los libros amontonados que había devorado en aquellas dos semanas de soledad, encontré, por fin, la mochila con la toalla y el bañador. Continué apartando papeles y objetos para encontrar las llaves y di con ellas más rápido de lo que esperaba hacerlo. No obstante, apunté mentalmente en mi cabeza la posibilidad de recoger todo aquel desastre antes de que llegara mi familia.
Decidido a marcharme, eché una ojeada por el resto de la casa. Como apenas había pasado tiempo en el salón y en las otras habitaciones, aquella parte de mi morada estaba impoluta, con la excepción de los primeros síntomas de acumulación de polvo tras esas dos semanas de ausencia de mis padres. La casa era pequeña, de no más de cincuenta metros cuadrados. Un par de años antes había consultado en el registro catastral su antigüedad, por mera curiosidad. Fue construida en 1908, junto con el patio de luces, la casa de mis vecinos y la construcción principal que daba a la calle, en el castizo barrio de Tetuán. Para acceder al patio había que atravesar una puerta metálica de color blanco situada en la misma calle del edificio principal. Después, un angosto pasillo conducía, finalmente, a las casas internas de la finca. Se trataba de la típica construcción de los barrios periféricos del Madrid de principios de siglo, es decir, casas bajas —con sus tejados de adobe— alrededor de un patio común.
Mi familia, por parte de padre, había vivido en Tetuán desde que mis bisabuelos se afincaron allí, procedentes de León y de Valencia, a principios de siglo. Mis dos abuelos paternos nacieron en el barrio y, aunque desconocía el lugar exacto del nacimiento de mi abuelo, si tenía la certeza de que mi abuela nació y vivió su infancia en la calle Pensamiento, paralela a la que ahora es la calle Sor Ángela de la Cruz. Lo único que conocía de mi abuelo era que su padre tenía una bodega en el barrio, pero desconocía completamente su antigua ubicación. Siempre he estado convencido de que ese era el motivo de que viviéramos allí, después de haberlo hecho en otros lugares. La nostalgia de mi padre por su barrio acabó manifestándose después de aquel periplo familiar —durante mi infancia— que nos llevó desde la ciudad dormitorio de Parla hasta el barrio de Quintana.
Después del vistazo final a la casa miré el reloj de la cocina. Llegaba tarde. Me lavé la cara con agua fría y, tras secarme, volví a mirarme al espejo. Estaba listo. O eso pensaba en ese momento, ignorando lo que iba a acontecer a continuación. Atravesé el patio de luces y el pasillo repasando los horarios de salida en el folleto de la empresa de autobuses que llegaba hasta El Casar, y que salía de la Plaza de Castilla. La puerta que daba a la calle, situada al final del pasillo, estaba abierta de par en par y la atravesé con la mirada aún fija en aquel folleto, sin ni siquiera preguntarme qué diablos hacia abierta. Quizá pensé, en ese momento, que alguno de mis vecinos estaba tirando la basura o lavando su coche y no le di más importancia.
Fue al levantar la vista, una vez fuera, cuando me di cuenta de que algo muy extraño estaba pasando. El aspecto de la calle no era el habitual: casas bajas sustituían a los bloques de pisos modernos, el tradicional asfalto de la calle había sido reemplazado por un empedrado más propio del casco antiguo de cualquier pueblo y no había ni un solo coche, ni uno, aparcado en la acera. Luego estaba aquel olor, ese olor del carbón en combustión de las vetustas cocinas que me recordaba a la estufa que mis padres encontraron abandonada en nuestra nueva casa cuando nos mudamos al barrio. Instintivamente, dirigí mi mirada a la puerta de acceso al pasillo interior de mi morada. Casi se me paró el corazón cuando vi a aquel tipo desconocido, vestido con ropas de otra época y que calzaba unas alpargatas, cerrar aquella puerta. Mi puerta. Pero no la metálica de color blanco que yo había abierto millones de veces. Esta era de madera y con la cerradura más grande que había visto en mi vida.
La construcción principal que presidía la finca era también diferente. Los cimientos de la fachada lucían sorprendentemente iguales, pero su estructura había descendido un piso. Comencé a sudar profusamente. Me hallaba realmente confundido, asustado, prácticamente al borde de un shock. Eché una ojeada a mi alrededor, desesperado, intentando encontrar respuestas. Un carromato tirado por dos mulos transitaba hacía la calle de Muller, que atravesaba la vía a escasos metros de allí. Tiraba de ellos un anciano de pelo blanco y aspecto rudo, vestido con una camisa andrajosa. Al pasar a mi lado me miró de reojo, con desdén, como si le molestara mi presencia allí. El instinto me decía que tenía que largarme. Y cuanto antes.
Esperé a que el carro del viejo girara la esquina y me dirigí hacia arriba, en dirección a la calle del Conde de Vallellano, cerca de lo que antiguamente había sido la Plaza de Toros de Tetuán —desaparecida en 1936— y que ahora servía como aparcamiento y emplazamiento de varios comercios. Tras caminar por el empedrado una decena de metros llegué a la calle Ceuta, paralela con la Plaza. Tuve que restregarme varias veces los ojos. Fue allí delante, a pocos metros, donde la contemplé. Se trataba, sin duda, de la antigua Plaza de Toros de Tetuán. No había ni rastro de los bloques de edificios que la sustituían en el presente, solo espacio libre alrededor de aquella construcción circular, compuesta por ladrillos de color rojizo y adornada con los típicos carteles taurinos.
De repente, apelotonadas en mis oídos, escuché las voces de un barrio en plena ebullición matutina. A escasa distancia de la Plaza, justo a mi derecha, cerca de la calle del Marqués de Viana y donde debía estar el edificio del Mercado, unos vendedores ambulantes gritaban como posesos en su afán de dar a conocer su mercancía, resguardada en pequeños puestos de venta cubiertos por una especie de toldos de tela blanca. Aquello tenía que ser una broma, una broma de mal gusto, pero no podía hacerme una idea de cómo era posible cambiar un barrio entero para burlarse de alguien. Noté que me sudaban las manos, que el pulso se me aceleraba. Tenía que salir de allí, de aquel lugar irreal que tenía delante de mis ojos.
Mi boca se encontraba tan seca y pastosa que apenas podía pensar con claridad. Miré de nuevo a mi alrededor. En ese instante pasó un hombre muy cerca de mí. Portaba un traje negro muy elegante y un gran sombrero de copa que parecía sacado de una novela de Edgar Neville. Me miró con el mismo desdén que me había mirado el viejo del carromato, pero su gesto era distinto. Un gesto que emanaba un tufo clasista que podía notarse hasta en el rasgo más imperceptible de su rostro. Llevaba un periódico en la mano y, tras casi rozarme con su hombro al pasar, se deshizo de él dejándolo caer sobre un macetero semivacío situado a mi lado, al pie de un portón. Corrí hasta el macetero y agarré, hasta arrugarlo, aquel periódico recién abandonado. Se trataba de un ejemplar de El Heraldo de Madrid. Busqué desesperadamente la fecha, que venía impresa en una letra minúscula justo debajo del nombre del periódico. No podía ser verdad. No podía serlo, me dije. Aquel maldito diario, que olía como recién sacado de imprenta, era del 14 de septiembre de 1918. Casi sesenta años antes de mi nacimiento.
El olor a carbón en combustión y a madera quemada inundaba mis fosas nasales cada vez con más intensidad, acrecentando la sensación de sed que ya estaba empezando a torturarme. Dejé aquel periódico allí y me dispuse a buscar alguna fuente. Observé, tras echar un vistazo a mi espalda, a dos mujeres vestidas con mantillas y alpargatas que llevaban un par de ánforas en cada mano. Supuse de inmediato que iban a buscar agua y decidí seguirlas. Atravesaron la calle Ceuta en dirección a la calle de Bravo Murillo, la que era conocida como la Carretera de Francia hasta finales del siglo XIX. Conocía aquel detalle porque tuve que investigar el callejero antiguo de la ciudad, para un trabajo de una asignatura optativa sobre la historia de Madrid. Curiosamente, en esos momentos, si la locura de haber viajado en el tiempo hasta 1918 estaba siendo real, aquella calle se llamaba ya como en la actualidad.
Intenté seguirlas a paso ligero, sin que notaran que lo hacía. Por fortuna Bravo Murillo se encontraba, a esa hora de la mañana, bastante concurrida. Tras alzar la vista, lo que más me llamó la atención fue que la mayor parte de los portales estaban cubiertos por unos toldos de tela blanca, muy parecidos a los que acababa de ver en el mercadillo de Marqués de Viana. No me detuve a fijarme en más detalles y continué caminando sin pausa. Mientras me fundía con la muchedumbre tuve la sensación de formar parte de una película de época y no pude evitar que se me escapara una ligera sonrisa. Fue fugaz, sin duda. Hasta ese momento no había reparado en que mis ropas y mis deportivas no cuadraban en aquel paisaje cuasi decimonónico. De ahí las miradas extrañadas de la gente que pasaba a mi lado. Incluso alcancé a escuchar, entre el murmullo, como alguien me preguntaba si me había escapado de un circo.
Agaché la cabeza e intenté caminar lo más rápido posible, pero alguien acabó por detenerme, tras sujetarme del brazo. Se trataba de un señor de mediana edad que lucía un cabello corto y brillante y vestía una impoluta camisa blanca, debajo de un elegante chaleco de terciopelo. Tras el sobresalto inicial pude observar que, en esa parte de la calle, un trozo de la acera estaba cortada al paso. Justo en el bordillo, una sonriente mujer vestida con un traje de chulapa estaba sentada en una silla. A su lado, otro hombre, ataviado este con una capa y un sombrero de copa, preparaba una antigua cámara. Aquella máquina tenía un tamaño enorme y necesitaba de un trípode igual de grande para sostenerse. Acto seguido, y antes de que me diera tiempo a reaccionar, el hombre que me había sujetado del brazo me rogó, amablemente y entre risas, que me hiciera una foto con ellos. Quizá pensaban que formaba parte de algún espectáculo teatral o, simplemente, que era un forastero raro y ridículo que pasaba por allí. Para evitar cualquier tipo de sospecha accedí a la propuesta y posé junto a aquella pareja. Tras los dos primeros fogonazos del primitivo flash de la cámara, comprendí que estaba llamando demasiado la atención. Y aquello podría empezar a ser peligroso.
En ese preciso instante tuve una idea que podría parecer una insensatez. Sin embargo, nadie es consciente de la soledad que sientes cuando estás en un lugar totalmente desconocido y rodeado de gente extraña. Y por esa razón no dudé. Tras zafarme de aquella sesión de fotos con una excusa inventada, crucé de inmediato la antigua Carretera de Francia y me dirigí hacia la actual calle de Sor Ángela de la Cruz, en dirección a la calle Pensamiento. Allí donde se encontraban la casa y los terrenos de la familia de mi abuela paterna.
Tuve que armarme de valor para preguntar al señor de avanzada edad que, apoyado en la pared de una de las casas, parecía dormitar al calor del sol del mediodía.
—Disculpe, caballero. ¿Conoce usted a Benita García?
Aquel hombre me miró de soslayo. Podría jurar que superaba los noventa años.
—¿De dónde has salido, chico? ¿Vienes de la China? —preguntó, tras observarme detenidamente de arriba abajo.
No supe que decir y, tras sonreír de una manera incómoda, agaché la cabeza.
—Vive ahí, dos casas más abajo —dijo, finalmente, mientras señalaba hacia su derecha.
Le di las gracias. El anciano asintió y volvió a cerrar los ojos. Tuve la sensación de que a aquel hombre le importaba ya todo un carajo y eso me tranquilizó. Me separé de él, en dirección a la casa que me había indicado. Aporreé la puerta un par de veces y tragué saliva.
La mujer joven que abrió el portón me resultó familiar de inmediato. Era guapa, muy guapa. Su rostro me recordó al que había visto en las fotos antiguas de mi abuela. Se parecía muchísimo a ella.
—¿Qué desea? —preguntó, mientras me lanzaba una mirada en la que, para mi sorpresa, se mezclaban extrañeza y ternura.
—¿Benita García?
— Sí, soy yo. ¿Y tú, chico? ¿Quién eres?
—No se lo puedo decir, porque no me creería —dije, con resignación.
—Me resultas familiar —aseveró—. ¿Eres de por aquí?
—Solo deseo un vaso de agua, nada más. Se lo prometo.
Ella sonrió. Después, abrió la puerta de par en par y me hizo un gesto para que entrara. Accedí de inmediato y, una vez dentro de la casa, me pidió que le acompañara a la cocina. Creo que fue mientras caminaba detrás de ella cuando fui plenamente consciente. Joder, pensé. Aquella mujer que se encontraba a menos de un metro era mi bisabuela, mi bisabuela fallecida en 1977. Había visitado su tumba decenas de veces. Aquello estaba empezando a convertirse en una locura, una maldita locura. Una locura que empezaba a ser demasiado real.
—Toma —dijo mientras me ofrecía un vaso de agua—. Siéntate, que pareces cansado. Ahora mismo regreso.
Tomé el vaso y me dejé caer, exhausto, sobre la silla más próxima de las cuatro que se encontraban allí, en la cocina de aquella casa tan extraña y, a la vez, tan familiar. Tras engullir aquel elixir húmedo que calmó mi sed, cerré los ojos por un tiempo indefinido. Cuando los volví a abrir ella ya me observaba, en silencio. Para mi sorpresa, llevaba a una niña de unos dos años entre los brazos.
—Esta es Encarnación, mi hija pequeña.
La niña giró la cabeza y me miró. No tardó en regalarme una amplia sonrisa.
—¿Quieres cogerla mientras limpio su cuarto? —preguntó Benita, de improviso.
Asentí con la cabeza y me levanté. Ella se acercó y me ofreció a la niña. Un escalofrío me recorrió la espalda cuando por fin la tuve entre mis brazos. Pudo ser el instinto, la sangre o vete a saber el qué, pero supe de inmediato que aquella niña era mi abuela Encarnación. O, mejor dicho, la niña que iba a acabar siendo mi abuela. Quizá por esa misma razón Benita me estaba tratando como si me conociera de toda la vida, sin saber ni siquiera mi nombre.
Mi ser racional y consciente no pudo más. Aquello no podía estar pasando. Quise salir corriendo de allí, huir lo más rápido posible. Esperé impaciente, con la pequeña Encarna aún en mi regazo, a que llegara su madre. Su madre y mi bisabuela. Sonreí de una forma grotesca. Aquello era delirante, jodidamente delirante. Noté como me temblaban las piernas, como se me nublaba la vista. Necesitaba salir de allí. Y cuanto antes.
Por fin oí pasos. Miré hacía la puerta de entrada a la cocina, esperando ansioso a que ella regresara. Cuando apareció, sonrió de nuevo.
—¿Qué tal se ha portado? —preguntó, manteniendo aquella sincera sonrisa.
—Bien, muy bien —respondí yo, mientras intentaba mantenerme en pie—. ¿Puedo ir al cuarto de baño?
—Claro. Está en el patio interior, nada más salir de la cocina.
Aquel era el momento. Acerqué mi boca al oído de la pequeña y susurré un “te quiero” tan cargado de amor como mis fuerzas me lo permitieron. Tras devolver a mi abuela a mi bisabuela (Dios, es para volverse loco) salí de aquella cocina y me dirigí a la puerta de salida. Una vez alcancé el exterior corrí tan rápido como pude en dirección a mi casa. O lo que en el siglo XXI era mi hogar, mejor dicho. No tardé mucho en llegar, pero aquellos minutos se me hicieron eternos, desesperadamente eternos. La puerta de madera estaba cerrada y tuve que abrirla de un empujón. Me encontraba tan ansioso que, con la primera embestida, sentí como la cerradura quebraba, dándome paso inmediato. Atravesé el pasillo lo más rápido que pude y, finalmente, me detuve justo en frente de la puerta interna. Como suponía, era diferente a la actual. La vista se me nublo definitivamente y las piernas me fallaron. Únicamente acerté a dar un par de golpes de nudillo sobre el contrachapado.
Finalmente, y solo un segundo después de que alguien abriese aquella puerta, me desmayé.
***
Aquel día era un día cualquiera de un verano que ya agonizaba. Al levantarme, no noté nada extraño en mi habitación, más allá de que se palpaba en el ambiente la ausencia de mi madre: olor a cerrado, a sudor y a ropa sucia amontonada en los pies de la cama. Mis padres estaban en la playa, junto a mi hermana, y ya hacía dos semanas que disfrutaban del sol del Mediterráneo.
Me encontraba empapado de sudor. Cuando me puse delante del espejo del armario observé que mi rostro estaba completamente desencajado. Me acerqué inmediatamente a la ventana y oteé el exterior. El patio interior parecía normal, exactamente igual que ayer y antes de ayer. Me vestí con una rapidez inusual, preso de una ansiedad desorbitada. Y, tras recorrer el patio y el pasillo en un tiempo récord, alcancé el exterior.
Jamás hubiera imaginado que encontrarme con coches aparcados justo debajo de aquellos modernos edificios de hormigón me produciría un alivio tan grande. Respiré hondo y dejé que los rayos solares inundaran mi rostro. Al abrir los ojos de nuevo, pude contemplar como un avión comercial surcaba, en ese momento, el cielo de Madrid.
Todo había sido una pesadilla.
Una asfixiante y atroz pesadilla.
***
Apuré mi café mientras observaba el rostro de Sergio. Se había quedado tan pálido que me estaba preocupando.
—¿Tan raro es? —pregunté.
Le acababa de contar la pesadilla que había tenido diecisiete años atrás, ya que estaba pensando en escribir un relato sobre ella.
Sergio, cuyo apodo era Lele, un apodo heredado de su padre y quizá de su abuelo, ambos residentes en Tetuán, no cambió ni un centímetro su gesto de espanto.
—Mira esto, Juanma —dijo, tras sacar de su bolsillo un fajo de fotografías antiguas—. Se las regaló mi abuelo a mi padre hace treinta años, un día haciendo limpieza general en su casa, situada entonces en la calle Ceuta. Las encontró en el desván y, al parecer, pertenecían al anterior dueño, que vivió allí hasta 1929.
Arqueé la ceja, extrañado.
—¿Por esa razón querías tomarte un café conmigo? —pregunté, de nuevo.
Sergio asintió.
—Sí, amigo. Creí que nos echaríamos unas risas con una de estas fotos, pero lo que me acabas de contar le ha quitado toda la gracia.
Sergio estiró la mano y me ofreció una de las fotografías. La cogí con cuidado, ya que parecía ser muy antigua. Después examiné detenidamente su dorso, donde había escrita una fecha: 14 de septiembre de 1918. Miré a Sergio con curiosidad antes de darle la vuelta a aquella foto. En la imagen aparecía una pareja joven posando en plena calle. Ella estaba sentada en una silla y vestía un traje de chulapa. Él lucía un peinado corto y brillante e iba ataviado con un chaleco y una camisa blanca. Ambos sonreían. Justo a su lado, de pie, había otro chico joven de unos veintitantos años, vestido con una camiseta, unos vaqueros oscuros y unas deportivas blancas. El corazón se me aceleró y se me erizaron todos y cada uno de los pelos de mi cuerpo. Me fijé bien en su rostro, que mostraba un semblante serio y compungido.
Joder.
Era yo.
El chico que aparecía en aquella maldita foto era yo.
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Acerca del autor
Escrito por: Juanma Andrés (@jmandresdiaz76)
Juanma Andrés (1976) es licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de Madrid y posgrado en Archivística por la UNED. Colaboró, en su época universitaria, con la revista digital Historiadelahistoria, escribiendo varios artículos de divulgación historiográfica. Tras la publicación de su primera novela en la plataforma digital de Amazon —”Aktion T5″ (2015)— ha participado en las antologías “Ulises en la isla de Wight” y “Ulises en el Festival de Cannes”, ambas publicadas por Playa de Ákaba, con los relatos “Srebrenica Swing” y “Marcel”. Con este último relato resultó elegido ganador del concurso convocado con motivo de la publicación de la antología. También resultó ganador del II Concurso de Espacio Ulises, en el que participó con el relato «LIF. Libertad, Igualdad, Fraternidad». Actualmente compagina la faceta de escritor con su actividad profesional en el campo de la Archivística y la Gestión Documental.
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