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Miré a un lado y a otro de la carretera y arrastré la maleta en dirección a mi «cochecito», como lo había llamado Jaime unos meses antes: «Pero vamos a ver, Sofía, tú para qué quieres un coche grande, con un cochecito te sobra, mujer», sentenció aquel día, al volante de su largo y voluminoso BMW. Según me aproximaba, me fijé, precisamente, que su automóvil no apareciese por el final de la calle. Me apresuré y metí la maleta en el portaequipajes de mi utilitario, no fuese a ser que mi plan se desbaratase casi sin empezar, luego me volví al apartamento.
Sentada en el sofá, me entró miedo, pensé que tampoco era para tanto, que le había visto a mi madre soportar cosas peores de mi padre, pero pronto advertí que había perdido un tiempo de oro con Jaime, y que más que una segunda oportunidad, lo que le había concedido era un camión cargado de infinitas oportunidades. En los últimos meses, desde que había descubierto sus abusos sutiles y su manipulación, no parábamos de discutir. Si no era por su exigencia de tener preparada la comida cuando llegase del trabajo, a pesar de que yo también trabajaba fuera, era por su dejadez ante las labores del hogar, y si no, por comportarse conmigo como si fuera su secretaria en las entregas de premios literarios a los que se presentaba. En realidad, deseaba que cambiase, aunque fuese mínimamente, porque creía que dentro de él todavía quedaba algo del hombre del que estuve enamorada.
De todas formas, tuviese yo miedo o no, cambiase Jaime o no, mi plan ya no podía dar marcha atrás. Faltaban unas horas para la entrega de premios del certamen de relato corto sobre igualdad de género en el que Jaime había obtenido el tercer puesto, y según cómo reaccionase a lo que allí iba a suceder, seguiríamos juntos o no.
Desde el día en el que me di cuenta de su modo encubierto de obrar y comencé a reprocharle su actitud, se respiraban dos atmósferas diferentes en nuestra relación. Una en la que convivíamos en armonía mientras yo no me quejase, y otra en la que las riñas eran constantes cuando trataba de hacerme respetar. Debido a esto, había decidido no recriminarle nada en todo el día, así la sorpresa sería mayor por la tarde.
Escuché cómo insertaba la llave en la cerradura, cómo se acercaba por el pasillo y cómo me llamaba. Pese a que nuestras horas como pareja, con probabilidad, estaban contadas, me comportaría con naturalidad. Tomé y expulsé aire con gesto de resignación y me levanté, no tardó mucho en aparecer por la puerta.
—Hola, ¿qué tal? —le saludé.
—Harto de la oficina, sólo quiero tranquilidad.
En otra época le hubiese ofrecido los labios, pero hacía tiempo que me había cansado de quedarme con cara de besugo, esperando un beso que nunca llegaba.
—Por lo menos esta tarde te dan otro premio —le dije con afán de suavizarle, no quería una comida llena de quejas.
—Ya ves, me dan el tercero, si vamos es porque tengo curiosidad por saber qué tíos me han ganado.
—O mujeres.
—Sí, bueno, bueno —dijo con cierto menosprecio.
—La comida está lista, como te gusta. Te echarás una siesta, supongo.
—Pues no, los sábados no va el jefe y he dormido un par de horitas recostado en el sillón.
Lo soltó como si tal cosa, ¿acaso no acababa de insinuar que su trabajo le saturaba? ¿O es que había dicho nada más llegar que estaba harto de la oficina y que sólo quería tranquilidad por si había alguna labor hogareña que debíamos realizar? Conté hasta diez mentalmente porque no me convenía una discusión, al fin y al cabo, si en la entrega de premios actuaba como suponía que lo haría, sólo tendría que soportarlo una tarde más.
Después de comer hice café y me dediqué a tender la colada en la ventana de la cocina. Estaba liada con las pinzas cuando se me acercó por la espalda y, de repente, me besó en la mejilla.
—Sofía, sin ti no sé qué haría —me dijo.
—¿Y eso?
Me planteé que quizá fuese el inicio de ese cambio que tanto anhelaba, incluso creí que se agacharía y sacaría del tambor de la lavadora el resto de la ropa y la colgaríamos juntos. Por el contrario, se puso un café, me dio un cachete en la nalga y me anunció antes de irse:
—Con el próximo premio que gane te compro una secadora, chata.
Esta vez tuve que contar hasta cincuenta, respiré varias veces muy hondo y me dije que no me arrepentía de lo que iba a pasar en el certamen. Cada vez lo tenía más claro, qué ingenua había sido por soñar que el cambio era posible.
Había pasado los últimos meses reuniendo el valor para cortar la relación. En un principio, me había acobardado por aspectos como el de qué dirían nuestras familias y amistades. En este sentido, Jaime ofrecía una cara distinta delante de ellas, sin contar que por presentarse a certámenes literarios de igualdad entre mujeres y hombres estaba muy bien considerado. Si las personas de nuestro entorno supiesen la verdad, vomitarían, había pensado en alguna ocasión cuando le habían alabado.
Tirados en el sofá, cogió el mando del televisor con tanta fuerza como si se tratase del testigo de una carrera de relevos, pero, como es evidente, sin dar el relevo, no fuese a ser que no tuviera el control de algo. Pasó un emocionante rato en el que disfrutó de un vertiginoso carrusel de canales provocado por su pulgar. Cuando me cansé, fui a peinarme. Sentada frente al espejo del aseo, cepillándome el flequillo, me eché a llorar sobre el lavabo. Vivos espasmos acontecieron, gemidos inconsolables irrumpieron de mi garganta, a la par, una sensación de vacío, de soledad, incluso de aislamiento me horadó el pecho. ¿Por qué había permitido que nuestra relación alcanzase ese nivel de podredumbre? ¿En qué punto había obviado mi amor propio para no perder a Jaime? Me prometí que nunca más me auto engañaría, me prometí que jamás volvería a desbaratar mi autoestima.
Llegado el momento de arrancar hacia la localidad en la que se celebraba el certamen, a dos horas de distancia, decidió que iríamos en su BMW. Era lógico, era un automóvil más espacioso que mi «cochecito». Dentro de su coche se respiraba un intenso aroma a lavanda, la tapicería de piel brillaba, las lunas y ventanillas centelleaban. Siempre me había preguntado cuál era la motivación que encontraba para pasarle el aspirador y sacarle brillo con frecuencia, cuando ni siquiera era capaz de quitarle el polvo a su escritorio. No pude más que pensar que se debía a esa otra cara que mostraba fuera de casa. No sé si fue porque nuestra relación tocaba a su fin y no tenía nada que perder, o porque me interesaba descubrir semejante misterio, lo cierto es que le mencioné el asunto.
—No lo entiendo, igual que limpias el coche podrías limpiar en el piso.
Me miró un instante como si estuviese escogiendo las palabras adecuadas, creí que me ilustraría con un discurso revelador, sin embargo, ensombreció el ceño, arrancó el vehículo y no volvió a hablar en la siguiente hora. Era una actitud que se había convertido en habitual. No sólo se mantenía en silencio y no daba explicaciones a lo que le requería, ocultando de este modo sus pensamientos y sus sentimientos, sino que, a causa de la tensión que provocaba, me obligaba a permanecer callada.
El mutismo terminó cuando anunció que iba a detenerse en una estación de servicio.
—Me apetece tomar un café de verdad —comentó sin mirarme.
Aparcó, saltó del asiento y se lanzó como alma que lleva el diablo hacia la cafetería. Abrió la puerta y la soltó de repente, como no era la primera vez que lo hacía estaba prevenida y no me dio con ella en las narices. Se sentó en un rincón, como siempre hacía cuando salíamos, y como siempre, no me dejó otra opción que ponerme de espaldas al resto de clientes.
—Buenas tardes, ¿qué va a ser? —preguntó la camarera.
—Un café negro para mí y un descafeinado para ella —pidió Jaime de carrerilla, sin permitir que me pronunciara.
Cuando la empleada se disponía a marcharse, en un arrebato, intervine:
—Disculpe, en vez del descafeinado tráigame un café con hielo, gracias.
Al quedarnos solos, pareció que Jaime se excusaba, no obstante, obró como el impertinente que era.
—Perdona, creía que querías un descafeinado —dijo con un tono suave—, como te veo un poco nerviosa —apostilló.
A partir de ese momento, como era frecuente por los nervios que le generaba una entrega de premios, parloteó sin descanso. Entre toda la parrafada soltó un par de perlas machistas. Esto originó que fantasease, así que me imaginé que entre la clientela del local se encontraba un integrante del jurado del certamen de igualdad al que nos dirigíamos y le escuchaba, para más tarde reconocerle cuando le fuesen a entregar el premio y denegárselo. Me dije que la reacción que estaba segura iba a protagonizar cuando mi plan se desvelase, sería mucho mayor castigo.
Al poco, regresó la camarera con las consumiciones y nos las sirvió. Al volverse hacia otra mesa se le cayó el bolígrafo al suelo. Jaime se lanzó a por él como si se tratara de un billete de quinientos y se lo devolvió.
—Muchas gracias —respondió ella—. Qué suerte tienes, hija, un hombre tan atento no es fácil de encontrar —me aseguró.
Sin duda, Jaime se tenía muy bien aprendido el hipócrita papel que desplegaba fuera del apartamento, un ejemplo más de su doble cara.
—Sofía, pásame el relato, le voy a echar un vistazo —me pidió de improviso.
Me quedé perpleja, como la liebre que es sorprendida en la oscuridad del campo por el haz de la linterna. Si bien es verdad que me había acostumbrado a llevarle los relatos en el bolso, puesto que era común leerlo en la entrega de premios, esto sólo ocurría cuando era el ganador, como esta vez no había sido de este modo, me había desentendido.
—No me has dado ningún relato.
—Te lo he dejado en el escritorio, como hago siempre.
—Como haces siempre que ganas.
—No tienes ni idea, te dije que este certamen no era como los otros, es probable que tenga que leer. ¿Es que no sabes razonar? —me espetó, eso sí, lo hizo en voz baja.
No me podía creer que me estuviera abroncando, con disimulo pero abroncando, y menos cuando él sabía que sus relatos eran su responsabilidad, no la mía. En una ocasión, de camino a otra entrega de premios, nos apeamos de un autobús de línea a unas calles del auditorio en el que se celebraba. Para nuestra desdicha, una tormenta estalló de súbito, como es lógico, le ofrecí el bolso para que el relato no se mojase. Desde entonces, se las había arreglado para que me encargase de sus escritos, además, ya ni se molestaba en dármelos, los dejaba encima del escritorio para que los cogiese, como si fuese su secretaria.
Me habría levantado y le habría abandonado allí mismo, pero me atraía más ver cómo se ponía en evidencia en el certamen. Me crucé de brazos y soporté su cólera de bajo volumen, continuó despotricando contra mí como si yo fuese la encarnación de todas sus desgracias. Ya no había vuelta atrás, este tipo jamás cambiaría, el escarmiento era obligado.
Durante el trayecto restante volvimos al silencio, hasta que, por sorpresa para mí, se disculpó. Dudé un instante, pero no me iba a engañar más. Desde que había descubierto su forma de manipularme y me había sublevado, utilizaba cualquier medio para intentar dominarme. Sin temor a equivocarme, supe que sus disculpas se trataban de una artimaña. Las acepté, sería yo, por una vez, la que le engañaría.
Una vez hubimos alcanzado nuestro destino, estuvo buscando aparcamiento por las inmediaciones, lo encontró cuando bordeábamos la hora del certamen. Entramos en un salón iluminado justo cuando empezaba el acto. A un lado, un extenso anfiteatro repleto de público ocupaba la mayor parte, al otro se emplazaba el escenario. Una mujer hablaba desde un atril con un micrófono incorporado. Jaime le dijo al acomodador que era uno de los premiados. Éste nos indicó unas butacas ubicadas en el centro de la primera fila. Jaime salió disparado, sin avisarme, pasó por delante de ocho o diez personas que estaban sentadas, simuló que andaba de puntillas para dejar claro que no quería molestar y se acomodó. Yo llegué con más sosiego y me senté.
La presentadora pronunciaba un discurso a favor de las medidas que todos debíamos tomar para que la igualdad entre mujeres y hombres se convirtiese en realidad. Al terminar, un estallido de aplausos tronó en el auditorio. Tras el reconocimiento, la mujer se dispuso a leer el veredicto del jurado. En primer lugar anunció al tercer clasificado. Jaime me dio unas palmaditas en el muslo un instante antes de levantarse. Subió al escenario entre aplausos y se dirigió hacia el atril, donde la presentadora y otra señora que sujetaba una placa le esperaban. Todo transcurrió con normalidad, la felicitación, los besos en las mejillas y los agradecimientos, no tuvo que leer. Cuando retornó junto a mí, me tendió la placa para que me hiciera cargo, como acostumbraba, pero me hice la despistada y acabó dejándola sobre la moqueta. A continuación, revelaron el nombre de una mujer como ganadora del segundo premio. Noté un leve sobresalto en Jaime. Una joven se alzó entre enhorabuenas de un asiento situado unas posiciones más allá de los nuestros. Según caminaba hacia el atril, la boca de Jaime se aproximó a mi oído.
—Qué te juegas a que ésta es la hija de alguien —me aseguró entre susurros al mismo tiempo que aplaudía con apatía y mostraba una amarga línea en los labios.
—No seas ridículo y aprende a respetar —le asesté.
Se le paralizó el gesto de la cara en una mueca de asombro. Cruzó y descruzó las piernas varias veces y se revolvió en la butaca. El tacón de su zapato comenzó a golpear la moqueta. Mientras, la joven recogió el premio y pronunció unas palabras de agradecimiento. Jaime me miró con el ceño encogido y asintió una y otra vez en una especie de amenaza velada. Devolvió la atención al escenario cuando la presentadora se disponía a decir quién era la ganadora. De aquí que, a la par que mi nombre era anunciado, me apresurase en abrir el bolso y en sacar unos papeles doblados por la mitad. Los ojos de Jaime parecían faros, los labios le temblaron, al punto le di dos palmaditas en la rodilla y abandoné el asiento.
Minutos después, allí estaba yo, detrás del atril, leyendo mi relato que versaba sobre un machista que participaba en certámenes literarios de igualdad de género sin que su conciencia se resintiera lo más mínimo. De vez en cuando, levantaba la cabeza para no perderme el espectáculo. Jaime, agarrado a los brazos de la butaca, con el rostro teñido de rojo, se convertía poco a poco en una olla exprés a punto de reventar, hasta que reventó. Se puso en pie repentinamente, con la consiguiente sorpresa de los organizadores y del público de las inmediaciones. Respiraba con ansiedad, como si acabase de correr un maratón, me señaló con insistencia.
—Tú no puedes haberme ganado, tú…, tú no sabes escribir, tú eres una mujer…
Según lo decía, se dio cuenta de la gravedad de sus palabras y echó un vistazo a su alrededor con la mirada ida. Tan pronto como advirtió el enojo de los que le rodeaban, caminó con la barbilla alzada hacia la puerta, arreglándose la chaqueta. A los pocos pasos, el abucheo del público provocó que corriera hacia la salida.
Ni que decir tiene que este incidente fue difundido por los organizadores, impidiendo que volviera a presentarse a otro certamen de estas características. En cuanto a mí, tuve que regresar en autobús hasta mi «cochecito» y hasta la maleta que en él me esperaba, una maleta cargada de amor propio.
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Acerca del autor
Escrito por: Aitor Martín Andrés (@aitormaran)
Nacido en Vitoria en 1977 y residente en Valencia desde el 2011. Siempre le ha gustado la lectura, aunque hasta bien pasados los treinta no se decidió a cumplir con uno de sus sueños, que no era otra cosa que escribir. Ahora sabe que jamás abandonará la escritura.
Premios y antologías:
—Segundo premio con el relato «Quiero ser otro» en el I Premio Espacio Ulises. 2017.
—Tercer premio con el relato «La condena del marginado» en el XI Certamen Literario El Vedat Asociación de Vecinos. Torrente (Valencia). 2017.
—Seleccionado con el relato «Todos satisfechos» en la Antología de relatos cortos «Ulises en el Festival de Cannes». 2017.
—Primer premio con el relato «Despierto» en el I Concurso de relatos de terror del Festival de las Ánimas. Soria. 2016.
—Finalista con el relato «La camionera indomable» en el V Concurso de relatos cortos Isonomia de igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres. Seleccionado en la Antología «Relatos para Muskaan». Editorial Acen. 2016.
—Seleccionado con el relato «El don» en la Antología de literatura breve «La mancha mínima» de la Escuela de Escritores. 2016.
—Primer premio con el relato «La semilla del odio» en el XII Concurso de cuentos «El color de mi piel». Vitoria. 2015.
—Segundo premio con el relato «Un seiscientos para el recuerdo» en el XXII Concurso de Literatura Relatos de Igualdad Mujeres y Hombres. Miranda de Ebro. 2015.
—Tercer premio con el microrrelato «El corazón» en el I Concurso de Microrrelatos osasunistas. Pamplona. 2014.
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