Tiempo estimado de lectura: 11 min.
Comienzo mi narración pidiendo a los patrones de los zapateros que concedan al lector paciencia y benevolencia, que buena falta le hará para llegar al fin del relato, en el que se mezcla lo ficticio, lo literario y lo biográfico formando una trinidad a duras penas zurcida. Mis invocados son San Crispín y San Crispiniano que huyendo de la persecución en Roma llegaron como predicadores a la Galia , donde confeccionaban de noche zapatos con que ganarse el sustento antes de que fueran decapitados por orden de Maximiano. No invocaré, por temor a blasfemar, a Jesucristo que estuvo a punto de perder una sandalia buscando protección en Nuestra Virgen del Perpetuo Socorro, ni al Corán porque soy infiel y tendría que dejar los zapatos portadores de la suciedad del mundo a la entrada de la mezquita. Como me conocen de poco, para evitar malentendidos, debería destacar que no suelo jugar con la ironía cuando escribo porque es un recurso más peligroso que un campo sembrado de minas para un civil. Para invocar la gracia de las alturas comienzo el relato con una breve composición popular de Noreña (Asturias) dedicada a San Crispín, zapatero: San Crispín nunca estudió ni tampoco fue a la escuela toda la vida pasó sentado en una banqueta.
El enigma de la función de esta invocación, que parece incongruente con lo que sigue a continuación, lo desvelará más adelante lector, pero ya anticipo que es signo de humildad, si hay oficios más humildes que otros. Viajé a Amsterdam desde México por obligación, porque aquella es una de esas ciudades que todo viajero ocioso debe visitar alguna vez. No iba a la ciudad de los tulipanes para reflexionar sobre mi vida, ni siquiera había planificado el viaje, excepción hecha de la compra del billete del avión, la reserva del hotel y la impresión de una fotocopia de los lugares de interés. Acabo de escribir la respuesta que tenía dispuesta para cualquier conocido que se mostrase demasiado curioso y pidiera explicaciones de cosas que no le concernían. De lo antedicho es verdad que planifiqué mal el viaje. Puedo decir en mi descargo que tenía mis sedosas pestañas tan abrasadas de estudiar inglés que no estaba en mi poder hacer nada más, y que ya no me funcionaba el recurso de “sacar fuerzas de la flaqueza”, porque a mis horas de estudio se sumaba una experiencia, recién habida, muy triste para la que los psicólogos han acuñado la denominación de “herida narcisista del ego”. Sin embargo, tras mi visita a la ciudad puedo afirmar que la sentencia horaciana “Caelum non animum mutant qui trans mare currunt” no es una verdad de carácter universal. Porque hay cielos tan bellos que mejoran el ánimo del que los contempla. Pero no tema, lector, no voy a proponerle una nueva guía turística u ofrecerle un consejo de auto-ayuda y mucho menos obligarle a estudiar latín, que para mí lo es todo. La visita al Museo de Van Gogh me parecía la mar de terapéutica, sentía bastante afecto por este otrora enfermo y en la actualidad reconocido genio. No tendría que forzar mi memoria para recordar las obras de la exposición, pues las conocía de antemano, y, además, tendría ocasión de ver algunas de Gaugin. La verdad sea dicha me gustaba más, si es lícito decirlo, Van Gogh como escritor que como pintor, opinión que procuro no manifestar a nadie. La espera y la afluencia de visitantes era la predecible en un lugar como aquel.
Ya en el interior, mi atención reparó por fatal casualidad en el cuadro “Par de zapatos” de Van Gogh ¡Qué distintas de las zapatillas rojas de Karen que acabaron confinadas en una urna de cristal, como severa admonición de Andersen contra la vanidad, bajo la peregrina idea de que el recuerdo de la desesperación de Karen no fuese lo bastante duro para prevenirla de futuras aventuras. Mi voluntad había sido contemplar las obras en las que el pintor mostraba o bien su júbilo o bien su tormenta existencial, es decir las más fieles, en mi opinión, al continuo vaivén de mi vida. Van Gogh no atravesaba con “el par de zapatos” las tierras de los impresionistas sino una vereda intimista de tonalidades melancólicas y mortecinas. Podía vincularla sin usar un imperdible, pues he visto al zapatero de mi tierra trabajar sin guantes, con su obra “los comedores de patatas” sentido homenaje al fruto de los campesinos obtenido con el esfuerzo de sus manos; involuntariamente comencé a sentirme parte del cuadro. De haber creído en la pictomancia, la habría interpretado como aviso de que en años venideros muchos hombres descalzos caminarían desnortados, o empujados a culetazos de fusil o presagio de mi breve voluntariado en Caritas como intendente de un ropero. “El par de zapatos”, a modo de dos signos de interrogación, desenterraba de mi memoria recuerdos infantiles, literarios y humanos.
Primero vi los zapatos en soledad, pero mi imaginación quería saber más de ellos buscando fuera de aquel espacio; el fondo marrón dejaba demasiados cabos sueltos. Aquel color simbólicamente representaba a la madre tierra y también estaba vinculado al realismo, pero ¿podría apañármelas yo con tan poco para descifrar el mensaje del cuadro? Aquella obra no me parecía responder secamente a los principios estéticos realistas del arte. En teoría, el realismo presenta la sordidez de la sociedad sin lenitivos. Pero yo captaba cierta presencia mágica en los zapatos ¿A quién podían haber pertenecido aquellos zapatos? Busqué información en mi móvil y constaté que ya habían barajado hipótesis irreconciliables una lista de filósofos importantes. Pronto empecé a dialogar silenciosamente con el cuadro y a compartir lo que sabía para que él me ayudase a encontrar la respuesta; le dije que en mi tierra se deja el zapato en la ventana el cinco de enero para que los Reyes Magos depositen en él los regalos. Sabía, de oídas, que en la Holanda del s. XV la población más humilde, conforme a la costumbre, llevaba sus zapatos a la Iglesia para recibir propina de los ricos y el día 6, en el que se conmemoraba la muerte de San Nicolás, se repartía lo reunido entre las familias más humildes. El cuadro no parecía encajar en esta hipótesis porque “El par de zapatos” no estaba en el exterior ni parecía concienzudamente lustrado para la ocasión. Entonces empecé a preguntarme si el genio solitario había querido honrar el servicio de las cosas, que acompañan nuestras vidas, captadas en un momento de intimidad lejos de nuestro afán, y había querido recuperarlas del olvido, hermano de la muerte, al que parecían destinadas consagrándoles en su lienzo un espacio de eternidad.
Los zapatos eran en sí mismos suficientemente dignos, habían sido usados y por tanto habían dejado su huella ya en la nieve ya en el barro, mientras su poseedor rastreaba las huellas de otros, trabajando o mendigando en la lucha por la supervivencia. No estaban lustrados, indicio que me hacía deducir que su propietario era negligente o bien los había descartado como representantes suyos en la vida social y que acaso los calzara para vagar por los montes pero no para pisar la nave de una iglesia. Cabían más hipótesis, diría que el número de hipótesis podía ser tan infinito que abriera un abismo entre la realidad y la imaginación. Estos zapatos habían cruzado el ecuador de su vida y estaban próximos a convertirse en despojo y a engrosar el vertedero municipal. O algo más triste, quizás su dueño descalzo los había recibido de la beneficencia y eran contemplados como algo preciado y útil ¿Cuál es el promedio de vida de un par de zapatos? Demasiadas variables entrarían en juego para calcular los años del par de zapatos, pues los zapatos en algunas familias de antaño pasaban de unos hermanos a otros o se compartían por varios cuando eran el par en mejor estado. Un zapatero podría deducir rasgos de la persona que los había calzado, si había caminado deprisa si su caminar era lento, si los había cuidado, por qué tierras había caminado. Empecé a considerarlos bellos bajo la idea de que habían vivido. El idealismo y la humildad candorosa de Van Gogh era una objeción a tomar en cuenta contra la hipótesis de un presunto intento de introducir el feísmo en el arte. Sinceramente no creo que Van Gogh sintiese fascinación por lo sórdido en sí mismo ni estuviese sometido a un irracional fetichismo. O bien lo alentaba la crítica social o bien entablaba ese diálogo casi franciscano, que es difícil de entender para la mayoría, con los objetos de nuestra vida cotidiana.
En los relatos las digresiones están fuera de lugar, pero cuando una observación puede revelar un dato biográfico prefiero sustituirla por una literaria o científica. Así escribiré que el uso dosificado de un bien fungible por razones económicas data de la antigüedad, ya Teofrasto, s. IV a. d. C. en su obra Caracteres, alude a un hombre que para ahorrar sólo se calzaba sus sandalias por la tarde. Hablando de caracteres, no se debe olvidar que el carácter y el calzado están emparentados más de lo que a primera vista pueda parecer, para constatarlo recordemos el sobrenombre que recibió de los legionarios en los campamentos de Germania, Cayo, hijo de Germánico, en su tierna infancia vestido como legionario por su madre Agripina: “Calígula”, es decir, pequeña bota, diminutivo no exento de gracia procedente del término “caliga” que era la sandalia propia del legionario. Caligula luego pisotearía muchas vidas.
Todo este extenso parlamento, que aquí parece prolijo, se centripetaba en imágenes fulmíneas que aparecían en mi mente con una velocidad que mis palabras no pueden superar. Afluían en el mar de mi memoria imágenes que no guardaban relación estrecha entre sí. El cuento del gato que, a cambio de un saco y unas botas, consiguió la fortuna del tercer hijo de un molinero. La zapatera prodigiosa de Lorca y especialmente dolorosa la huella de una reciente injusticia que intentaba olvidar, pero que se había alojado contra mi voluntad en mi memoria a modo de polizón. Yo había llamado a las puertas de una logia masónica y había sido entrevistada o mejor dicho inquisitorialmente cuestionada por “tres maestros” de esta logia. Uno de ellos, supongo, bajo la absurda presunción de que yo quería ingresar en la hermandad con el avieso ridículo para mí, propósito de utilizarla para ascender socialmente, me había dicho que uno de “los hermanos” era zapatero. Yo había pensado, al oír estas palabras, que el papa Juan XXII allá por el siglo XIV cuando los estamentos no estaban tan cuestionados era hijo de un zapatero, pero me callé y me encogí de hombros no tenía nada que opinar al respecto. Pues no, no me abrieron las puertas de su logia aquellos masones que decían tenerlas abiertas de par en par para todo aquel que no fuese un enfermo mental, racista o xenófobo. Uno de los maestros insinuó no sé con qué grado de sinceridad (porque a mí sí me mintieron en las llamadas aplomaciones) que mi carácter tímido no se avenía bien con el perfil idóneo para ser miembro de la hermandad, confidencia revelada precisamente el día en que me pedía una fotografía para cumplimentar mi ficha de membresía ¿Cómo pudo haber afectado tanto a mi espíritu una exclusión, como para emprender un viaje de tantos kilómetros? Mi pertenencia a la masonería era un sueño de juventud, un haberme sentido en la piel de la gente que fue represaliada por motivos ideológicos. No sé qué más decir, pero creo que el lema de esta logia no debería haber sido “Igualdad, fraternidad, libertad”, lema que puede dignificar hasta a una banda de forajidos sino: “Alejaos tímidos de corazón a la falda de las montañas, que aquí en el círculo estamos los elegidos”. Así veo hoy a los que se creían más que yo en el ayer. Así veo hoy a los que se creen en todo tiempo más que cualquier otro.
Ahora que cierro el relato evoco la melodía de Serrat que tomaba prestada del oficio de zapatero una bellísima metáfora en su canción “Decir amigos”: … Decir amigo no se hace extraño cuando se tiene sed de veinte años y pocas «pelas».
Y el alma sin medias suelas
De pequeña era todo un enigma para mí el último verso de la canción: “Y el alma sin medias suelas”. La tarareé durante muchas veces y muchos años hasta que una lucecita encendida a eslabonazos por mis cavilaciones me desveló que una suerte de tristeza, sentimiento prohibido en canciones, en las que se rememoran los momentos con los amigos, parecía aflorar de lo profundo del alma del cantautor. Era difícil para mí entender el valor metafórico de la letra, estando regida mi alma por el hemisferio izquierdo, que tiene fama de ser muy poco creativo; me preguntaba qué podía significar que un alma tuviera medias suelas. Sobrevinieron después con el transcurrir de los inviernos muchas lecturas que hacían alusiones fugaces a los zapatos de las que he omitido muchas, muy conocidas por el lector, que se suman a mi experiencia que, apenas mereció ocupar el último lugar en la narración; a toda costa he intentado evitar que se me olvidasen en el tintero las reflexiones más interesantes ¡ay de mi memoria que en declive lo confunde todo! El lector juzgará si he sido capaz de aplicar un principio de orden al relato.
Acerca del autor
Escrito por: Mariangeles Cervilla Gualda
ya lo mencione en las dos ocasiones anteriores en las que les envié dos relatos
Como siempre, te invitamos a que nos dejes tus opiniones y comentarios sobre este relato en el formulario que aparece más abajo.
Además, si te ha gustado, por favor, compártelo en redes sociales. Gracias.
Y si te quedas con ganas de leer más, puedes entrar a nuestra librería online
Deja un comentario