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Mis problemas comenzaron con la repercusión que tuvieron mis opiniones en una inocente actividad de mi clase de español. Puede parecer asombroso, pero hay lugares en los que no se acepta bien la libertad de expresión. Mi país es uno de ellos y los universitarios, en especial, sufrimos mucho cuando intentamos cuestionar el orden preestablecido con la simple intención de cambiar las cosas. Algunos tratan de maquillar la realidad, pero, por mucho que en mi universidad se esfuercen en cultivar una falsa imagen de progresismo, la tradición les sigue pesando mucho a algunos. Y mira que confiaba en mi profesor, el cual no supo medir la gravedad de su inocente descuido, convirtiéndome en tema de debate y crítica general muy a mi pesar. Aunque la verdad es que yo ya estoy por encima del bien y del mal. Es uno de los beneficios de la meditación, que me permite olvidar lo negativo, aunque duela.
En principio debíamos discutir sobre si es preferible vivir en nuestro país o en el extranjero. Me lo tomé demasiado en serio, ya que mis compañeros me animaron a exponer mis ya consabidas opiniones de representante estudiantil. Me convencieron con una simple razón: al tratarse de una actividad en vídeo y en un idioma muy diferente al nuestro, solo la podría entender el profesor y poca gente más. Tendríamos la libertad para decir cualquier cosa, de ahí que en mi monólogo me atreviera a criticar ferozmente al Primer Ministro, a la corrupción que asola nuestro día a día y a la placidez en la que duermen mis compatriotas.
─Es lo que pensamos todos, pero no nos atrevemos a decir ─me confesó entre susurros Jane, una de mis compañeras de clase, mientras esperábamos en los pasillos de la facultad a que llegara la hora de la comida.
─Lo que pasa es que no queréis meteros en problemas ─le contesté airado─. Aunque entiendo vuestra postura, en este país lo mejor que se puede hacer es sobrevivir.
Cuando tuvimos que presentar nuestro trabajo, todo el mundo parecía muy tranquilo. Incluso el profesor estaba de muy buen humor y no dudó en hacernos bromas para relajar el ambiente. Esta actividad seguía formando parte de un examen, así que, como buenos estudiantes, sufrimos los típicos nervios del que va a someterse a una prueba importante.
─Profesor, ¿podemos empezar nosotros? Es que yo tengo que salir antes de tiempo ─dijo Mary, otra de mis compañeras de grupo, rompiendo la tensión que reinaba minutos antes de comenzar la clase.
─Sí, claro ─afirmó mi profesor con su típica sonrisa de hombre de anuncio─. Me da igual quién empiece, pero, por favor, no os extendáis más de la cuenta.
Nos levantamos en orden los miembros de mi grupo y fuimos colocándonos a un lado de la pizarra. Cuando sonaron los primeros acordes de la música que introducía el vídeo, el ambiente estaba relajado y tranquilo. Las caras de todos cambiaron de forma repentina y los susurros inundaron el ambiente, justo en el momento en el que oyeron una de mis frases más descarnadas: «¡Cómo voy a querer vivir aquí, si no hay futuro para nadie! Éste es el país de la desesperanza.»
A partir de entonces los hechos se desarrollaron de manera vertiginosa. No me esperaba la reacción de algunos de los que consideraba mis amigos, pero, la verdad, es que esos engaños me han servido para madurar. Incluso tuve que lidiar con las opiniones de mi profesor que, justo al terminar la clase, me llamó para hablar conmigo. Nos apartamos de la multitud de estudiantes de primer año, ataviados con el clásico uniforme castrador de conciencias, para poder charlar tranquilos.
─Me sorprende que hayáis dejado el video accesible para cualquiera ─me dijo en voz baja─. Dices cosas muy duras y no está la cosa como para arriesgarse.
─Tranquilo, profesor, aunque la gente lo pueda ver libremente, nadie entenderá lo que digo ─le contesté intentando tranquilizarle.
─¿Te fías de tus compañeros?
─¿Por qué lo dice?
─No sé, cualquiera se podría aprovechar de esta situación para comprometerte. ¿Al final te vuelves a presentar como candidato al consejo?
─Sí, pero ya llevo trabajando mucho tiempo allí. La gente me conoce, profesor. No creo que utilicen una simple actividad de clase para criticarme.
─Ándate con ojo. No quiero que te pase nada.
Esas dos últimas frases de mi profesor aún resuenan en mi cabeza. Pasé un par de semanas dándole vueltas a este tema, dejando de lado al resto del mundo. Tal era mi desconcierto que no fui capaz de reaccionar, una tarde apacible de primavera, al ver a dos policías que tenían la intención de detenerme en una calle paralela a mi facultad.
─Ya teníamos ganas de cazarte, chaval ─se dirigió hacia mí entre desagradables risotadas uno de aquellos dos hombres─. Te estamos siguiendo desde hace tiempo.
Acto seguido me llevaron al calabozo de la estación de policía más cercana al campus. Las humillaciones que sufrí desde ese momento fueron incontables. Era el precio que tenía que pagar por criticar en público a los pilares de mi país. De cualquier forma, las soporté como pude gracias a los consejos de mi padre.
─Hijo, nunca le des a tu enemigo el gusto de verte sufrir. Si quieres cambiar las cosas, sé valiente y no dejes de luchar.
─Lo intentaré, papá ─le contestaba sin saber que algún día iba a llegar el momento de utilizar sus enseñanzas.
No quiero tampoco ahondar en la pena y el asco que le hubiera dado a mi padre verme en aquella situación. Estaba apresado en una celda inmunda y sin muchas posibilidades de escapar. Los cargos en mi contra eran claros y meridianos: difamación hacia la figura del Primer Ministro, desacato a la autoridad y mentiras acerca del Gobernante Supremo, ese al cual nadie puede nombrar. No voy a decir que me lo mereciera pero, para el sistema, yo era alguien peligroso. Me lo confirmó uno de los oficiales más amigables que vino a verme tras mis primeras horas de encierro.
─¿Cómo se te ocurre decir esas cosas en el vídeo, muchacho? Sabes que desde que «los nuevos» han llegado al poder, se vigila mucho Internet.
Me callé, me callé sabiendo que no tenía escapatoria, me callé aguantando las lágrimas y lo que llevaba dentro. Dada mi actitud, pronto vinieron los golpes, las patadas, las comidas insalubres y la peste que rodeaba al jergón que tuve por cama durante esos días. Me acostumbré al sabor de la sangre y la acidez en mi boca. Así recuerdo aquella sucesión de meses interminables que, finalmente, acabaron en un juicio organizado bajo las órdenes de un magistrado corrupto y cruel.
─Se le acusa de varios delitos de desacato a la autoridad, agravados por cuestiones políticas y por su posición de representante estudiantil. ¿Tiene algo que añadir?
─Protesto, señoría ─reaccionó con rabia el abogado de oficio que me había proporcionado el Ministerio de Justicia─. Mi defendido tiene derecho a la libertad de expresión. Realmente se le encarceló por unos comentarios que no tenían mala intención. Si uno ya no puede dar su opinión en este país, ¿qué más nos quedará por ver?
─Señor abogado, no procede la protesta ─sentenció el juez─. Ya sabe que, desde que se aprobó la nueva ley de contenidos en la Red, este tipo de protestas políticas debe ser retirada para no crear tensiones innecesarias en la población.
Puede ser que ese hombre hubiera aceptado algún soborno. De ahí se entendería la dureza de mi condena: diez años de cárcel y una multa astronómica. Como era consciente de que mi familia no sería capaz de juntar esa cantidad de dinero jamás, intenté tranquilizar a mi padre para que se concienciara de la situación que viviríamos a partir de entonces. A él le quedaba poco tiempo de vida, puesto que una enfermedad le estaba devorando por dentro.
─No tenemos nada que hacer, padre ─dije entre sollozos─. Lo único que me queda es no perder la dignidad.
─Eso nunca, hijo ─me replicó mientras me abrazaba─. Lo único que te pido es que me hagas sentirme orgulloso.
Pasó el tiempo y mi vida en la cárcel se desarrollaba con la misma tensión de un hilo mortecino de luz que va perdiendo la intensidad. Lo que jamás hubiera imaginado es que, fuera de esas cuatro paredes, mi gente más cercana comenzara a movilizarse para dar a conocer mi caso. Me habían prohibido las visitas, así que traté de llenar mi mente estableciendo contacto con el resto de los presos que compartían encierro conmigo. En su mayoría eran inmigrantes que trabajaban ilegalmente en el país, y que fueron encausados por tráfico de drogas u otras cuestiones similares. Mi destino cambió una buena mañana de aspecto oscuro y lluvia intensa, cuando apareció delante de mi celda un hombre muy elegante que se presentó como mi futuro abogado.
─Te vamos a sacar de aquí ─fueron sus primeras palabras─. La universidad te acusó ante la policía por tus ideas políticas, pero se ha creado un revuelo muy grande. Todo el mundo está a tu favor.
Pasaron los meses y seguí a ciegas los consejos de aquel hombre. Resultaba que era miembro de un movimiento ciudadano que se había formado para criticar el sistema político de mi país. ¡Por fin mi tierra comenzaba a despertar del letargo! Firmé innumerables documentos, le conté miles de confidencias a ese hombre, vinieron a entrevistarme diversas personas que trataron de pillarme en varios renuncios… En definitiva, se desarrollaron una serie de acontecimientos que desembocaron en otro juicio para el que no estaba, en absoluto, preparado.
Justo antes de entrar en la sala de vistas, donde el juez acabaría por declarar mi libertad bajo fianza, reconocí a lo lejos la figura de uno de mis mejores amigos. Las lágrimas comenzaron a surcar mis mejillas y no dudé en correr hacia él, a pesar de los impedimentos de la gente que me vigilaba y del revuelo que se despertó entre la prensa que se había congregado allí.
─Eres el mejor ─me dijo mientras me daba un abrazo tierno y estremecedor─. Destapa a esos sinvergüenzas y confiesa lo que te han hecho pasar.
Su fuerza me convenció para declarar lo que había visto y sentido durante mi estancia en la cárcel y a lo largo de mis años de representación estudiantil y militancia política. Pasé a la sala decidido a contestar todas las preguntas que quisieran realizarme. Reuní las ganas suficientes para descubrir los desmanes de la policía y las injusticias que normalmente cometen ante cualquiera que quiera llevarles la contraria. El tiempo pasó muy rápido, casi sin darme cuenta. Cuando el juicio finalizó, mi abogado no pudo hacer otra cosa que abrazarme. Ya había pasado todo.
Salimos después de que pasara el revuelo mediático. Tuvimos que esperar en una sala aislada durante un par de horas pero, al final, mereció la pena. Mi abogado entraba y salía de aquella sala nervioso. Fue entonces cuando, al palparme en los bolsillos de mi pantalón para coger un pañuelo con el que poder limpiarme el sudor que me surcaba la frente, descubrí un pedazo de papel. Era una nota con la caligrafía sinuosa e inconfundible de mi padre. Seguro que mi amigo me la deslizó en el bolsillo, cuando me abrazó a la entrada del tribunal. Aunque comencé a temblar por los nervios, me dispuse a leerla sin pestañear.
Hijo, sabía que podía estar orgulloso de ti. Has demostrado valor y coraje durante este tiempo. Ahora que ya estás libre, disfruta y sé feliz. No estoy seguro de si podré volver a verte. Si no es así, piensa siempre en estas palabras. Trata de defender tus ideas siempre que sean justas, cueste lo que te cueste.
Lloré, lloré como un bebé recién destetado que busca el arrullo de su madre, lloré hasta que me quedé sin fuerzas. Lo único que podía asegurar es que mi sufrimiento había servido para algo. El país de la desesperanza estaba empezando a salir del pozo de la oscuridad.
Acerca del autor
Escrito por: Gabriel Neila González (@gabineila)
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Lo has titulado como «El país de la desesperanza», pero creo que tu relato es optimista en su desenlace y contiene muchas esperanza. Según el dicho es lo último que se pierde.