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Para Pachi Fernández, poeta y amigo
Aquella escapada me resultaba tan urgente como necesaria. El ajetreo de la rutina, el estrés de los desplazamientos diarios, el omnipresente trabajo y, por qué no, los siempre inevitables compromisos sociales, habían llevado al límite mi machacada salud mental. En Madrid no tenía tiempo ni para pensar. Imaginaos para leer. Y eso que al que os narra estas líneas le ha apasionado la lectura desde que era muy crio.
No me lo pensé demasiado. Cancelé todos mis compromisos de fin de semana y me monté en el coche nada más salir de la oficina. ¿Destino? Incierto. Solo me limité a conducir hacia el norte y a detenerme en una gasolinera para repostar, comprar tabaco y hacerme con unos cuantos libros de bolsillo.
Llegué a ese lugar unas horas más tarde, tras atravesar un par de autovías y solitarias carreteras. Voy a omitir su nombre, que no veo necesario plasmar, pero os diré que era un aislado y vetusto pueblecito de la sierra madrileña. El único establecimiento para pernoctar se encuentra en la afueras y tiene unas vistas de la sierra tan esplendorosas que cortan la respiración. La amabilidad del dueño al proporcionarme la suite más elevada, y acogedora, había hecho el resto. Bien es cierto, me dije, que no había más clientela que yo.
Tras dejar mi única maleta —en realidad mi maletín de trabajo con los libros que acababa de comprar— bajé a cenar al vestíbulo. El hombre que regentaba aquel hospedaje se encontraba solo, sin más ayuda que la de sus propias manos. No obstante, y para mi sorpresa, parecía haber un inquilino más en la posada. Apoyado en la barra del bar que servía como salón de comidas, provisto de un sombrero decimonónico y un traje raído, languidecía sobre su copa de coñac. Solo giró la cabeza cuando se percató de mi presencia.
—Buenas noches, caballero —me dijo desde de la barra—. ¿Dejaría que le invitase a una cerveza? —preguntó, a continuación, sin darme tiempo a corresponder su amable saludo.
—Claro —contesté—. Con mucho gusto.
Me acerqué a la barra y me senté junto a él. Después de mostrarse afable y sonriente pidió una ronda —coñac para él, cerveza para mí— y se acabó el vaso que tenía delante. De un solo trago. También observé como sacaba un añejo billete de cien pesetas para pagar las consumiciones.
—No se preocupe, yo me hago cargo de la cuenta —le dije al posadero, tras percatarme de su gesto contrariado al ver aquel billete de veinte duros.
—Oh, muchas gracias —me agradeció el hombre del sombrero—. Es todo un detalle, pero quería invitarle yo.
—Beba tranquilo, estas rondas corren de mi cuenta.
El hombre asintió, con una sonrisa, y pensé que aquel extraño viajero no era del todo consciente de que su dinero no servía, como si acabara de llegar de otra época.
—¿Escapando de algo? —me preguntó a continuación.
—¿Perdone?
—Todo el mundo escapa de algo. Y más si acaba en lugar como este.
Arqueé la ceja y me tomé un tiempo para responder.
—Supongo que sí. En mi caso solo lo hago para poder leer con tranquilidad. Aunque sea por un fin de semana.
—Ah, vaya, así que le gusta la literatura….
—Desde siempre, aunque ahora dispongo de poco tiempo para deleitarme.
Escruté su rostro tras el fugaz silencio que provocó mi última respuesta. Tenía una cara delgada, arrugada por el paso del tiempo. Diríase que rayaba la ancianidad. Sus ojos eran pequeños, ocultos casi tras sus pronunciadas cejas; pero desprendían inteligencia y audacia. Juntando aquella faz con el sombrero, el traje gris y arrugado, y la exigua figura que lucía, parecía un hombre sacado de un pasado tan lejano como olvidado.
—Bien. Ya que ha tenido la amabilidad de invitar a beber a un viejo solitario como yo —empezó diciendo mientras el posadero nos servía la ronda—, voy a hacerle un regalo. Si es tan gentil de aceptármelo, claro.
Yo intenté sonreír sin resultar impostado. Aquel hombre me resultaba tan inquietante como agradable. Una extraña mezcla.
—Usted dirá —espeté.
Vi cómo se sacaba algo de la chaqueta. Parecía una suerte de marcapáginas, fino y rectangular, y de un color que recordaba al de los pergaminos. Parecía bastante deteriorado; muy desgastado por los bordes.
—Esto le ayudará a saborear sus lecturas, amigo mío —aseveró el hombre, sin borrar esa risueña sonrisa de su boca—. Solo tiene que introducirlo entre las páginas.
—Tiene pinta de ser bastante antiguo.
—Lo es. Me lo regaló un gran escritor, hace mucho tiempo. Creo que él lo había conseguido en un viaje a El Cairo, en uno de los cientos de zocos que tiene la ciudad.
—Entonces tendrá un gran valor sentimental —dije—. ¿Está seguro de que me lo quiere regalar?
El viejo soltó una carcajada. Luego echó a toser y trató de paliar aquella tos con un gran trago de coñac.
—Oh, no se preocupe. Yo ya he disfrutado de él mucho tiempo. Creo que es justo que otro lo haga —respondió, tras recuperar el aliento—. Así que le sugiero que lo acepte.
Moví la cabeza hacia un lado, en silencio, dando a entender que aceptaba su ofrenda. No estaba muy seguro de las intenciones del viejo, pero entendí que hubiera sido descortés rechazar su regalo.
—Estupendo. Aquí tiene.
Alargó la mano y me entregó el marcapáginas. Lo observé por un momento antes de guardármelo en mi chaqueta. Parecía, efectivamente, estar hecho de pergamino. Varios símbolos egipcios lo adornaban, como si se tratara de una inscripción jeroglífica. Al levantar la vista para darle las gracias, aquel hombre ya salía por la puerta del vestíbulo que daba al exterior. Se giró antes de atravesarla y se llevó la mano al sombrero, despidiéndose.
—Au revoir, amigo.
Eso fue lo último que dijo.
***
Subí a la habitación después de la cena, que consistió en vino, sopa castellana y perdiz. El tabernero me dijo que no conocía de nada a aquel enigmático cliente. Nunca lo había visto. Únicamente entró a tomar coñac justo antes de que yo llegara. Sin embargo, yo no recordaba haber visto ningún coche en el aparcamiento para clientes. Aparte del mío, claro.
Sin más tardanza decidí acomodarme en mi habitación. Era realmente cómoda, adornada con motivos rústicos, y provista de un suelo de piedra que le confería un aspecto cuasi medieval. En frente de la pared de la chimenea, que ya se encontraba encendida, un gran ventanal mostraba la inmensidad de la sierra, blanqueada por la nieve e iluminada por el influjo de la luna.
Extraje del maletín los libros que acababa de comprar y me recosté en el sillón de lectura, que se encontraba junto a la chimenea. Elegí, en primer lugar, la penúltima novela de Pérez Reverte. Titulada Sidi, se trataba de un relato medieval y ficcionado de las andanzas de un tal Ruy de Vivar, una especie de alter ego del Cid Campeador. Me sumergí en su lectura, ávido de nuevas historias, hasta que perdí la noción del tiempo.
Casi habían pasado dos horas cuando levanté la vista, así que decidí parar para fumarme un cigarro y salir a que me diera el aire. Pero cuando introduje la mano en el bolsillo de la chaqueta, buscando el paquete de tabaco, topé con el marcapáginas. Y, de inmediato, las palabras del viejo del sombrero retumbaron en mi cabeza. «Esto le ayudara en sus lecturas», había aseverado.
Por simple curiosidad regresé al sillón con el libro de Reverte y me senté. Después, saqué el marcapáginas y lo introduje entre las hojas por donde tenía que continuar la lectura. Comencé a leer de nuevo, reconozco que con escepticismo, en el mismo punto donde había dejado el capítulo. Se trataba de una parte en la que los hombres del Campeador —también lo llamaban así en el libro— perseguían a una aceifa mora por los territorios fronterizos. Continué leyendo, sin descanso, hasta que una especie de somnolencia comenzó a invadirme. Primero se me nubló la mente; luego me temblaron las piernas y, por último, sentí una sacudida en todo mi cuerpo que me hizo perder la consciencia.
Desperté rápido, apenas en un par de segundos. Pero ya no me encontraba en aquella habitación campestre. Olía a romero y a hez de caballo; la luz solar lo inundaba todo. Abrí los ojos con prestancia, intrigado. Todo lo que distinguí a mi alrededor era campiña y el margen de un riachuelo cercano. Incluso contemplé a dos caballos blancos que bebían de él. Debía de ser un sueño, me dije. Uno profundo y demasiado real.
Noté sus pasos a mi espalda, entre la maleza. Tuve tiempo de levantarme antes de que aquellas pisadas me alcanzaran del todo. Y ahí lo vi, justo a un par de pasos de mi posición.
Llevaba un casco medieval, ferroso y oxidado, y acompañado de una cota de malla con una espada anexa a su cinto. Se quitó el casco enseguida.
—¿Quién demonios eres, paisano? —dijo tras quitarse el casco. Su rostro era curtido, duro, además de franqueado por una incipiente barba—. Responde antes de que te atraviese con mi espada.
—Soy cristiano —dije, siguiendo la corriente, convencido de que aquello no era más que una ensoñación—. Huyo de la aceifa mora. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?
—Soy Ruy de Vivar, el señor que persigue a la aceifa. Mis hombres están escondidos tras esos árboles. —Ruy señaló al este, donde un bosquecillo interrumpía lo abrupto del paisaje—. Los moros van a pasar por aquí dentro de poco, de modo que…
Ruy de Vivar no pudo acabar la frase. El ululante grito de dos moros, salidos de un encrespado montículo, lo alertó del peligro. Llevaban turbantes y espadas cortas, que esgrimieron al creer desprevenidos a sus dos objetivos. Ruy desenvainó justo cuando uno de los moros se abalanzaba sobre él. Tuvo tiempo suficiente para ensartar al moro en su espada, que atravesó el cuerpo del desdichado como si se tratase de un animal listo para el fuego. Aquel fue el momento en el que empecé a dudar si estaba en un sueño, en otra dimensión o en una suerte de realidad paralela. Lo cierto era que tanto los gritos del moro, que yacía agonizante, como el olor de la sangre eran tan reales que rayaban con lo grotesco. Solo el grito del otro sarraceno me sacó de la estupefacción. Lo vi acercarse, mientras sorteaba ramas y rocas. Sus ojos, escondidos bajo el turbante, denotaban una inmensa ira. Aquel guerrero del islam se acercaba a mí con la intención de vengar a su compañero y al grito de Allahu akbar.
Estaba a punto de alcanzarme cuando su cabeza salió despedida de su tronco. El cuerpo descabezado se desplomó como un muñeco de trapo, a la vez que litros de sangre, procedentes del cuello seccionado, salpicaban la vegetación adyacente. Comencé a notar los espasmos de las arcadas y acabé vomitando.
—Suele pasar, amigo. Sobre todo cuando ves la guerra de cerca.
Las palabras de Ruy me obligaron a incorporarme. Aún tenía restos de vómito en la boca y procuré limpiármelos.
—Gracias —alcance a murmurar, cuando fui consciente de que había sido el Campeador quien acababa de decapitar al moro.
—No me lo agradezca, paisano. Vaya, más bien, a esconderse en el bosque. La batalla se acerca —respondió él—. Pero antes de marcharse, dígame vos que es lo que lleva en esa mano.
Me miré instintivamente la mano derecha. Hasta ese momento no me había dado cuenta de que aún llevaba el libro de Sidi conmigo. Y con el marcapáginas sobresaliendo de él.
—Oh, es un libro.
—No es momento para lecturas, paisano. Vaya a esconderse y no nos dé problemas. Es demasiado visible con esa extraña indumentaria que lleva.
Acto seguido, Ruy se enfundó su casco y se alejó en dirección al bosque. Cuando desapareció tras la arboleda me quedé quieto, paralizado por todo lo que acababa de suceder. Lo que estaba viviendo, o soñando, era prácticamente igual a lo que se narraba en el libro. Lo abrí, por instinto, para ver como continuaba el capítulo. Fue entonces cuando el marcapáginas se deslizó por las hojas y se precipitó hacia el suelo.
Sin embargo, no llegué a ver como se posaba en la húmeda tierra de aquel paraje.
Desperté en el sillón de la habitación; de esa habitación enclavada en la sierra madrileña.
***
Aún sudaba profusamente mientras oteaba los alrededores. Ya no había dudas, estaba a salvo. El suelo del cuarto era el mismo, así como su decoración. No había nadie más allí. Solo estábamos yo, los libros desperdigados por la cama y las llamas de la chimenea. Tras el ventanal, la noche seguía ensombreciendo las cumbres de las nevadas montañas de la sierra.
¿Había sido realmente un sueño? ¿Una ensoñación en vigilia? ¿Me estaría convirtiendo en una suerte de Quijote moderno? Todas esas preguntas se agolparon en mi cabeza. Hasta que las vi. En los bajos de mis pantalones vaqueros. Enormes manchas de sangre en las pantorrillas de los jeans, incluso en los empeines de mis deportivas. Era sangre, mucha sangre. Y estaba claro que no era mía.
Diréis que es una locura, pero comencé a atar cabos. Un misterioso hombre que me regala un vetusto marcapáginas del que asegura es capaz de hacer «magia». La similitud de mi «sueño» con el libro que estaba leyendo. Y por último la sangre. Esa sangre del moro decapitado por Ruy de Vivar, el Campeador, y que había salpicado mis pantalones.
Solo había una forma de comprobarlo.
Rebusqué entre los libros que había comprado, casi al azar, en aquella gasolinera de carretera. Aktion T5 era uno de ellos. Su autor era un desconocido escritor novel. Iba de un apocalipsis zombi y de la investigación de dos agentes federales por la desaparición del activo biológico que causaba la epidemia. Me hice con él y me senté en el sillón. Después de ojearlo durante un tiempo prudencial, coloqué el marcapáginas en el capítulo en el que los protagonistas huían por un Washington infectado de cadáveres. Y proseguí con la lectura.
Primero la neblina, después el hormigueo. Por fin, la repentina pérdida de consciencia.
Desperté en medio de la calle de lo que parecía una gran urbe. Tras levantarme y restregarme los ojos, comprobé que el capitolio se podía divisar desde allí, en el horizonte recortado por el resto de edificios. Aquello era Washington; la capital de los Estados Unidos.
No parecía haber nadie en esa parte de la ciudad. Un lamento de ultratumba fue lo primero que oí. Giré la cabeza. Un errático sujeto se acercaba a mí, lleno de magulladuras y con la ropa empapada de la sangre coagulada que aún emanaba de su cuello. Su rostro estaba deformado, lacerado por algún tipo de enfermedad. Abrió sus negras fauces cuando notó mi presencia y soltó un chillido desgarrador. Levantó sus brazos antes de tambalearse en mi dirección.
Venía a por su presa.
Retrocedí cuando pude, preso de un miedo paralizante. Conseguí llegar a la acera y me topé con la puerta de entrada de un edificio de oficinas, uno llamado Claymore. Escuché disparos, luego gritos. Cuando volví la vista a mi perseguidor ya no estaba solo. Veinte o treinta engendros más aparecieron en medio de la calle. Intenté abrir las puertas, pero eran de hoja de cristal y me resultó imposible. Insistí con más fuerza; los monstruos que me perseguían se acercaban poco a poco. Inexorables. Iracundos. Sedientos de sangre.
—¿Quién demonios es usted? —preguntó una voz femenina en el idioma de Shakespeare—. Apártese de la puerta y diga cualquier cosa.
No tardé en volverme. Allí los pude ver a todos. El grupo protagonista de Aktion T5. Lo poco que había leído antes de perder la consciencia me daba para reconocer a los más importantes. La agente especial del FBI Paige Ibáñez, que era la que se acababa de dirigir a mí, fue a la primera que identifiqué. Tras ella, con el resto del grupo, se encontraba el agente Andrews. También reconocí a Katherine Kerrington y al Profesor Delacroix. Eran casi idénticos a lo que yo había imaginado tras leer las descripciones del autor. Exceptuando a Paige, que en persona era mucho más atractiva de lo que mi mente literaria podía imaginar.
—Apártese, tenemos que abrir esa puerta. ¡Ahora!
Paige acababa de apuntarme con su Glock para que me separara del portón de cristal. Desde el otro lado de la calle otro grupo de cadáveres vivientes se acercaba peligrosamente.
—Tranquila, agente Ibáñez. Me aparto —respondí en mi académico inglés—. Creo que puedo averiguar cómo abrir la puerta.
—¿En serio? ¿De dónde ha salido usted? ¿Y cómo demonios sabe mi nombre?
—No me creería si se lo contara, pero lo importante es que…
De repente caí en la cuenta de que no había seguido leyendo aquel capítulo. Realmente no sabía si la puerta acababa abriéndose o no. Instintivamente bajé la mirada. El libro seguía ahí, sujeto en mi mano derecha. Lo abrí mientras el agente Andrews y la agente Ibáñez se desesperaban por averiguar si había alguien dentro del vestíbulo de recepción del Claymore.
Comencé a leer el resto del capítulo, tratando de conocer la forma de salir de aquella.
El grito que soltó Katherine Kerrington, la muy rubia amante del agente Andrews, fue un intento de avisarme. Uno de los muertos vivientes me había alcanzado mientras intentaba averiguar cómo abrir las puertas del Claymore. Noté su pútrido olor enseguida, y solo un segundo antes de que sus garras atraparan mi cuello. Os prometo que el horror que causa un zombi, uno de verdad, es tan inenarrable como terrorífico. Aquel espantoso miedo fue lo que provocó que acabara soltando el libro. Cuando el ejemplar de Aktion T5 golpeó el pavimento de la acera, el marcapáginas salió disparado del interior. Luego todo se nubló y volví a sumirme en la oscuridad…
***
Me encontré, de nuevo, sentado en el sofá, con el ejemplar de Aktion T5 y el marcapáginas posados sobre el piso de piedra de la habitación. Yo ya no pude ver como aquel cadáver caníbal abría su negruzca boca para morderme la garganta. Ya no estaba allí, en medio de aquella calle de Washington.
Era demasiada casualidad soñar exactamente lo que cuenta un libro. No digamos dos. También resultaba extraño que cada vez que el marcapáginas entraba en contacto con las hojas yo acababa perdiendo la consciencia.
Pero lo que no tenía ninguna explicación racional era lo de la sangre de mis pantalones. Tampoco pude explicarme el olor a podredumbre y a putrefacción que aún castigaba mis fosas nasales. En toda mi vida había olido algo así. Pero es que nunca en toda mi vida había estado tan cerca de un maldito muerto viviente.
Llamadme loco, desequilibrado, quizá empedernido soñador. Fue en ese preciso instante cuando supe que mi nuevo marcapáginas te permitía vivir en primera persona cualquier historia plasmada en una obra literaria.
Podría visitar a Pedro Páramo, a Guillermo de Baskerville en El nombre de la rosa; también al inspector Poirot en el Londres victoriano. O a Max Estrella en Luces de bohemia. Las posibilidades eran infinitas. También podría disfrutar de los relatos de Poe, de los de Bécquer y de los de Lovecraft, que eran de mis favoritos. Una vuelta por la obra de Forsyth me transportaría al París de los sesenta, con las OAS y el Chacal intentando eliminar a De Gaulle. Y no solo eso; también la poesía de Ciudad Desierto, la de Lorca, la de Rubén Darío y sus escenarios versallescos. La de Cornadas y sus desamores. Podría explorar todos los géneros y todos los autores, desde los desconocidos, noveles o injustamente infravalorados hasta los genios de la literatura mundial.
Todavía, a día de hoy, sigo disfrutando de su magia. No dispondría de líneas suficientes para contaros todas las aventuras que he vivido; todas las conversaciones que he tenido con personajes de la talla de Hamlet, Sancho Panza, Rodión Raskólnikov o Sherlock Holmes, por nombraros unos pocos.
Cuando llevé el marcapáginas a una experta en escritura jeroglífica egipcia, para que me tradujera el contenido de los grabados, sus palabras fueron bastante clarificadoras:
—Aquí, en tu reliquia, pone con exactitud:
«Espacio Ulises, tu universo literario».
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Acerca del autor
Escrito por: Juanma Andrés (@jmandresdiaz76)
Juanma Andrés (Madrid, 1976) es licenciado en Historia y archivero. Ganador de varios concursos literarios, entre ellos el II Concurso de relatos Espacio Ulises, autopublicó su primera novela (Aktion T5, 2015) en la plataforma digital de Amazon. También ha participado en tres antologías de relatos publicadas por la editorial Playa de Ákaba.
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No andas muy errado, querido Juanma Andrés, que la buena literatura es para vivirla. Y aún diré más, si me lo permites, algunas personas son literatura en sí mismas. Y cuando se dan, emprenden, o simple y grandemente hacen, contagian. Pero qué maravillosa experiencia, portar el «mal de la literatura», como diría Vila-Matas. Y eso es Espacio Ulises, como extensión de su creador, Pachi Fernández, a quién reconozco el grado de comprensión que he alcanzado como lector, desde sus sabías recomendaciones literarias. Y a quien debo el honor de haber formado parte de ese universo literario que es Espacio Ulises. Hasta pronto!. Abrazos.
Muchas gracias Josefina. Gracias infinitas por haber sido parte de este viaje. Por tu generosidad y por tu amor a la literatura. ¡Hasta pronto!
Muchas gracias por compartir este relato, realmente lo disfruté mucho. Pienso que el autor tiene mucha facilidad para poner a imaginar al lector, ¿ha publicado otras cosas? Me gustaría leer algo más como este cuento.