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Maximiliano de Abertoten despertó empapado en una playa de fina arena, el sol estaba en su ocaso. Se levantó, no había ningún indicio de vida en la zona, únicamente se oía el batir de las olas y el graznar de las gaviotas. Limpió la arena de su destrozado traje de gobernador mientras pensaba en lo que le habría dicho al que le hubiese insinuado que en pocos días estaría lejos de su palacio, en una zona deshabitada, huyendo de su propia gente y sin saber nada del destino de su familia.
Buscó un lugar donde pasar la noche. A su derecha vio un conjunto de palmeras entre unas rocas que ocupaban buena parte de la playa a modo de espigón. Se dirigió hacia allí repasando que se le podía haber escapado para no detectar la traición de Antonio de Luftek, su mejor amigo y más íntimo consejero. El solo recuerdo de su nombre le hizo exclamar ¡Judas!, mientras daba una patada al suelo levantando una nube de polvo que le provocó estar tosiendo unos minutos los cuales pasó mentando a la familia de Luftek hasta octavo grado con algunos exabruptos más propios de un estibador.
Junto a las palmeras, encontró unos cocos y buscó la forma de abrirlos. Llevaba una semana como polizón del Kronos alimentándose furtivamente. ¡Cómo echaba de menos los impresionantes banquetes de su palacio! Ahora no le haría ascos a unos caracoles a la brasa que tanto le gustaban a su querida Elizabeth y al cabronazo de Luftek. En ese preciso instante, lanzó el coco que tenía en la mano contra las piedras, como si fuese el cráneo de Luftek, que estalló en múltiples fragmentos. Mientras los recogía, sonrío pensando lo bien que le había servido por última vez. Después de la frugal cena decidió acostarse para buscar agua al día siguiente. Se arropó con la casaca de gobernador y se durmió de forma casi instantánea, llevaba una semana en tensión.
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Una semana antes, en Pastora, la campana de la catedral llamaba a misa de doce cuando Maximiliano de Abertoten gritó— ¡Elizabeth!
—Si, querido —dijo la aludida en un tono de voz casi inaudible mientras entraba imperceptiblemente en la sala.
—¿Has visto al vago de John?
—Nnnno —empezó a decir mirando al suelo con voz temblorosa, aun menos audible y negando ligerísimamente con la cabeza— desde ayer no le he visto.
—Y ahora que hago, ese desgraciado me ha destrozado esta puñeta de la casaca de gala —dijo gesticulando ostensiblemente, mientras mostraba la puñeta de la manga izquierda de su casaca que no tenía ninguna imperfección a simple vista.
—Cariño, ahora aviso a Carla que en un momento lo soluciona —propuso Elizabeth, casi solicitando clemencia, extendiendo levemente la mano para coger la casaca.
—¡¡NO!! —gruñó— ¡Un Gobernador de Pastora nunca ira a la misa dominical con esta pinta! —dando un brutal manotazo a la mano de su mujer haciendola trastabillar.
Elizabeth retrocedió lo suficiente para mantener el equilibrio.
El Gobernador recobró la compostura— perdona Elizabeth no me volverá a suceder — dijo suavemente a su mujer acariciándole el hombro izquierdo.
Ella asintió levemente con la cabeza sin dejar translucir el más mínimo sentimiento.
—Id vosotros a la misa, y disculparme ante el padre Jules —habló en el mismo tono conciliador— ¡Impidiéndome acudir al oficio, John se acaba de condenar! —gritó Maximiliano agitando la mano derecha con el índice extendido.
—Así haremos, querido. ¿Aviso al sastre?
—Ya me encargo yo, ¡id que se hace tarde!
Apenas habían pasado unos minutos desde que había dejado de tañer la campana de la catedral. Maximiliano, vestido con la casaca, estaba revisando por tercera vez la lista de embarcaciones en puerto, no comprendía el retraso del siempre puntual Capitán James. Se levantó de su mesa y se acercó a la ventana para averiguar el origen de ese ruido de carruajes, desde allí podía ver desde el puerto a la izquierda, hasta la catedral a su derecha pasando por la curvilínea calle mayor que enlazaba ambos lugares. El puerto estaba en calma, el ruido provenía del extremo opuesto de la calle mayor. Junto a la sacristía estaba el coche de Antonio de Luftek con su tiro de cuatro caballos y dos carros ocupados por un retén. Vio a Luftek salir de la catedral y hablar con el sargento. Maximiliano no se lo podía creer, el imbecil de Luftek iba a detener a alguien en sagrado y no se haría mientras el fuese gobernador de Pastora. Antes de llamar a su guardia para que fuesen a impedir esa ofensa al Señor se dio cuenta de que había otros elementos extraños que solo podían indicar que él era el futuro preso. Antonio nunca iba al oficio en coche, ni salía durante el mismo, ese retén no era de sus hombres, eran tropas de la marina y no había llegado ningún galeón a puerto. Por otro lado, el retraso del Capitán James, la ausencia de noticias de la operación Santa Fe y de la reunión que tenían programada para el lunes no presagiaban nada bueno. Tenía que huir. Buscó el listado de barcos, revisó destinos, vio que el bergantín Kronos partía en menos de una hora con destino al puerto francés de La Rochelle. Pasó a sus aposentos, cogió su capa más vieja y un sombrero de gran ala.
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Horas antes de despertar en la playa, aun a bordo del Kronos.
El bamboleo del bergantín y el cansancio acumulado le hacían más difícil permanecer alerta. Después de una semana ya se movía sin ser detectado por la tripulación. Los dos últimos días había conseguido comer algo caliente. Notó una actividad inusual, se mantuvo alerta. Sintió que la embarcación se inclinaba bruscamente a babor, casi a punto de zozobrar, como cuando se vira sobre el ancla pensó él. El bergantín recuperó la estabilidad. Pese a ser la hora de comer y estar la mar en calma, la marinería seguía en cubierta. Maximiliano se puso a la defensiva, los ruidos que escuchaba daban la impresión de estar revisando el barco de proa a popa y no precisamente buscando una vía de agua. ¡Mierda! —exclamó Maximiliano para el cuello de su camisa— me han detectado. Recordó un tintineo que había oído al robar comida, revisó su casaca y vio que se le había caído un botón de oro con sus iniciales. Supuso que el capitán al verlo había ordenador regresar a puerto. Por la maniobra realizada estaban cerca de la costa, su única oportunidad sería alcanzar esa porción de tierra. Se escabulló como pudo hasta la cubierta y saltó, dejando la capa y el sombrero ocultos como si aun siguiese a bordo. Una vez en el agua nadó sin tregua hasta perder el conocimiento con la suerte de que el oleaje lo depositó en la playa.
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Despertó con la angustia de revivir su llegada a la isla. Seguía sin haber signos de vida por los alrededores. Subió a las piedras y creyó intuir cerca del horizonte los tres mástiles de su salvación. La única fragata que conocía con el trinquete inclinado hacia delante, la mesana hacia atrás, aparejo latino en triquete y mesana así como redondo en el palo mayor; y que a muy poca gente le agradaría verla, es el Dios de los Mares la más rápida y temible embarcación de todos los tiempos. El Capitán Zefiro le debía demasiado, fue en su búsqueda recordando su primer encuentro y como desde ese momento los barcos de Pastora habían dejado de sufrir la piratería. Cuando llegase, pensaba pedirle cuentas por la operación de la urca Santa Fe.
Llegó a su altura al cabo de una hora. En tierra había un destacamento de varios hombres de Zefiro. Antes de que pudiese reaccionar fue reducido y conducido a bordo de la fragata. En cubierta, el navío no parecía el mismo, estaba lleno de uniformados de la marina. Antes de que Maximiliano entendiese la situación uno de ellos felicitó al jefe de los piratas.
—Buen trabajo Almirante Freete, les están esperando en el castillo de popa.
Maximilano no se resistió mientras la soldadesca le empujaba en dirección a los aposentos del capitán que tan buenos recuerdos atesoraban. Todo estaba perdido. Recorrió la estancia con la vista, estaba igual que la última vez que se vio con Zefiro hacía menos de un mes. Una voz que surgió de detrás del tapiz que ocultaba la puerta de la habitación del capitán, le hizo volver a la realidad, ya no volvería a verse con Zefiro en esas dependencias.
—Siéntense caballeros, que ahora salgo —dijo la voz, añadiendo tras una ligera pausa— Maximiliano usted dejó de ser un caballero hace demasiado tiempo.
Se movió el tapiz y vestido con un sobrio traje gris sin guarniciones, apareció Antonio de Luftek. Se sentó frente al Almirante Freete y otro de los piratas, mirando a Maximiliano que se encontraba de pie entre ambos.
—Magnifico trabajo caballeros y sin tener que lamentar ningún tipo de incidente— comenzó a decir Antonio de Luftek a los captores de Maximiliano —No me cabe duda de que son gente efectiva, son la tripulación adecuada para que este magnifico barco pase a defender a la sociedad que tanto temió a sus antiguos dueños, en cuanto lleguemos a Pastora solicitaré como Gobernador en funciones que sean condecorados por sus éxitos de las últimas semanas y les sea asignada esta embarcación.
—Es nuestra obligación, mi tripulación fue instruida en la captura de este tipo de indeseables— respondió el Almirante.
—¡Maximiliano! —, gritó y casi sin dar tiempo al aludido a contestar añadió— desde que descubrí tus tropelías y como te aprovechaste de todos nosotros para lucrarte me das asco. Si por mi fuera te habríamos dejado en esta isla para que murieses de hambre como hicisteis Zefiro y tú con muchos de vuestros enemigos, pero yo aun creo en la justicia de los hombres y debo llevarte a su presencia sin que escapes por tercera vez —paró unos segundos para tomar aire en los que intentó responderle Maximiliano— . No, no te esfuerces, lo último que deseo en este mundo es oír una mentira más de tu boca. Cuando te nos escapaste en Pastora, parece ser que por casualidad, acabamos de capturar a tu amigo el Capitán Zefiro como se hace llamar ese hijo de mil padres. Si no fueseis tan codiciosos, aun estaríais haciendo barrabasadas en los dominios de Pastora, pero tuvisteis que planear el robo del preciado cargamento de la Santa Fe —Maximiliano hizo un ademán de volver a hablar y Antonio se lo impidió con un gesto de su mano— ¡No! A quien tendrás que convencer de tu inocencia es al juez no a mí. Vuestro plan era perfecto salvo por el Alexandros.
Maximiliano pálideció al escuchar el nombre del galeón, creía que no había sido botado— . No pongas esa cara, a veces los nuevos barcos son los que traen la noticia de su botadura. Y este parece que ha empezado bien. Almirante Freete si me hace le favor de contarle al prisionero lo sucedido con la Santa Fe.
—Como usted desee. Al bordear la isla Terralba vimos a lo lejos la urca Santa Fe a palo seco rodeada por una docena de balandras y chalupas. En cuanto nos vieron huyeron despavoridas, dejándose a algunos de los suyos en las bodegas de la Santa Fe.
El rostro de Maximiliano empezó a mostrar señales de derrota. Mentalmente lamentaba su suerte, como podía Zefiro haber juntado una tropa de incompetentes que a la mínima huían con el rabo entre las piernas.
—Si ya has perdido tu pose de superioridad con lo que ha contado el Almirante, con lo que queda desearás que te hubiésemos dejado en la isla. Cuéntele lo que encontrasteis en las bodegas —comentó Antonio de Luftek.
—¿No cree que debería saberlo en el juicio?
—No, debe comprender que esta vez no se va a poder escabullir.
—Como quiera. Uno de los piratas que encontramos en las bodegas de la urca llevaba un salvoconducto en el que Maximiliano de Abertoten, Gobernador de Pastora, le nombraba miembro de su guardia personal.
—Maximiliano, como ves tenemos pruebas suficientes para mandarte a la horca y eso sin contar lo que localizó el Almirante Freete en la guarida de Zefiro y de la carta que este último te estaba escribiendo cuando fue capturado.
El Almirante asintió con la cabeza.
—Por tanto, en cuanto recibí el primer mensajero del Alexandros con ese salvoconducto, preparé el atraque del galeón en la cala de las focas que tan bien conoces. El resto ya lo sabes, intentamos detenerte durante la misa, que nunca has faltado salvo una vez, y resulta que no acudes por una tontería de tu casaca— le dijo acabando la frase con tono sorprendido, volviendo al tono solemne, continúa— y poco después de escapar en el Kronos llegaron las noticias del Almirante Freete con buena parte del botín que habíais acumulado. El resto es historia. Vete practicando tus oraciones ya que en cuanto tomemos puerto te pondremos a disposición de la justicia.
Maximiliano perdió completamente la compostura y empezó a sollozar.
—Adiós Maximiliano, ojala tu condena sirviese para recuperar a todos los que han muerto por tu culpa, no creo que nos volvamos a ver hasta el día de tu ejecución —se despidió Antonio de Luftek mientras hacía un gesto a un guardia que había permanecido toda la charla oculto de la vista en una esquina de la habitación.
Coincidiendo con esas palabras el soldado agarró a Maximiliano y le hizo separarse de la mesa.
—¡Estas cometiendo un grave error…!— gritó entre sollozos Maximiliano en un tono nada convincente y claramente derrotado, mientras era sacado de la habitación.
Acerca del autor
Escrito por: Ignacio J. Dufour García (@ignaciomontag)
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