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Simón Setién había dejado este mundo tal y como lo había vivido. Su error fue practicarse una intervención sobre una deformidad en el pie, despreciando los protocolos más básicos de una asepsia elemental. Primero fue un escozor en la zona intervenida, después unas molestias cuando se colocaba las botas de abonar. Por fin comenzó un proceso de gangrena heraldo de un tétanos galopante que convirtió su cuerpo en un amasijo de dolores, llagas y chancros purulentos. Su despedida de este mundo no fue todo lo alegre que él hubiera podido desear.
Ahora se encontraba allí, tendido en la misma cama donde había concebido a sus hijos, con un pañuelo anclándole la quijada descolgada sobre unos labios llenos de pupas que el médico no había sabido restañar adecuadamente. La sala contigua se encontraba llena de gentes que arropaban a la mujer y los seis hijos del occiso. Ella era una hembra cántabra de rubios cabellos, faz redondeada y brazos esponjosos. Cubría su cabeza con pañuelo negro al modo de aldeana de otro tiempo y gemía con el pobre consuelo de que no recibiría más reprimendas ni algún que otro coscorrón por parte del finado, cuando por la noche volvía del colmado algo achispado. Sus hijos encaraban el porvenir con divergente talante. Los mayores, ya estaban en edad hábil, lo que aclaraba a la madre el futuro de la granja agropecuaria. Los pequeños podrían seguir yendo a la escuela y beneficiándose de las ayudas para familias numerosas.
Un revuelo se escuchó en el portalón de acceso a la vivienda, una de esas casonas cántabras en las que habitantes humanos y vacunos compartían cubierta. Eran los operarios de la funeraria que venían a preparar el cadáver para su transporte al cementerio. Traían cuatro velones de esos enormes que se reciclaban después para servir de columnas al alma volante de otro finado. Colocaron el ataúd sobre dos borriquetas en el zaguán de la casa y cada uno llevó su silla al velatorio entre gemidos y reconvenciones.
-Pronto nos ha dejado, con lo joven que era-. -Pobres niños estos ahora sin padre-. -No somos nada, ayer tan jovial y hoy ahí le ves-.
Las señoras mayores ataviadas con riguroso luto, pañuelo azabache en la cabeza y llanto impenitente, contrastaban con los hombres, siempre de pie, boina rigurosamente negra colgando de sus manos callosas y comentarios tendentes a dirimir sobre la meteorología. Fuera, en el prado que formaba antesala con la construcción, muchachos jóvenes se distraían más en el requiebro del otro sexo que en la consideración de la parca, haciendo bueno el principio de que el amor vence a la muerte.
Llegó el momento de cargar el ataúd y caminar el último viaje de Simón Setién. A los hombros se colocaron dos pasiegos forzudos, en el medio y a los pies algunos algo más débiles. El pie izquierdo lo ocupaba con rostro de circunstancias Canor y en diagonal en el centro se encontraba el cartero-mecánico-pasiego. Cuando el féretro fue colocado en el coche fúnebre, uno de esos de un solo caballo, crespones negros en las esquinas y floripondio de igual color empenachando el testuz del jamelgo, la Virgen de Latas cubrió con su manto el cielo crepuscular y sus lágrimas rodaron por encima de la comitiva que tuvo que abrir sus paraguas. Porque Simón había sido un buen hombre, amante de su familia. Nunca se le había adjudicado ningún lío de faldas, bebía lo adecuado y corregía a su hembra en la forma correspondiente, era correcto en el vestir y nada se podía decir de él en cuestión de juego. Era un buen hombre por lo tanto.
El párroco abría la comitiva precedido por un turiferario impúber que entre letanías en un latín desvencijado, movía un incensario que mitigaba el olor de abono campestre. La campana de Latas emitió su tuong——-tuong espaciado en el tiempo, como corresponde a actos solemnes donde la vida y la muerte conviven de cerca. Allá arriba se vislumbraba entre la lluvia cada vez más incesante, la torre de la iglesia y cuando encararon la bajada de La Serna, Don Luis en la esquina, descubrió su cabeza e inclinó la frente en signo de respeto a un vecino querido.
Obligada era la parada delante de la puerta abocinada del templo. El caballo detuvo su lento paso y emitió un relincho ahogado, tal y como correspondía a un jamelgo en edad provecta que había asistido a muchos de aquellos eventos. El párroco declamo unas letanías incomprensibles e inaudibles y el turiferario redobló con ahínco el bamboleo de su colgante cipo. Aquí tres siglos lloraron una muerte más en el pueblo y Nuestro Redentor se sumó al programa tronando una sola vez allá en lo alto, manifestando así que Simón Setién era un buen hombre.
El camposanto ya estaba a tiro de piedra y después de pasar la explanada de las kermesse y una fila de eucaliptos con su estilizada figura, las puertas del recinto abrieron su boca para mostrar la última morada de aquel hombre que murió lo mismo que había vivido.
Los asistentes rodearon el hueco en el suelo arenoso, el párroco dictó antigua sentencia y cuatro hombres de recios brazos alzaron el féretro haciéndolo descender hacia el seno de la madre tierra. Prfsch- Prfsch, las paletadas resonaron desde el lúgubre agujero, La Virgen de Latas cerró sus ojos para no inundarlo y Nuestro Redentor dejó brillar el sol por un segundo en señal de respeto, porque Simón Setién había sido un buen hombre.
Una vez cerrado el hueco eterno, la comitiva se fue disgregando por los caminos que acceden a la explanada. La recién viuda y sus seis hijos tomaron el camino de vuelta hacia su casa.
-¿Mamá tú crees que podré quedarme con el reloj de papá?
Preguntó el pequeño.
Una mano surgió del impermeable del hermano mayor e impactó en la nuca del crío.
Photo by Wendy Scofield on Unsplash
Acerca del autor
Escrito por: Enrique Fuentes Asensi
Publicacion del libro de relatos Desde las Cumbres del mar 2017
Publicacion del libro Iskarioth 2016
Publicacion del libro Los Olvidados 2014
Publicacion del libro Incertidumbre 2012
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