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20h del 22 de febrero de 1947.
Carmelo jadea. Le falta el resuello. Siente que el corazón se le sale del pecho…
La reunión clandestina semanal con sus camaradas empezó mal, pero acabó peor. Las tensiones entre los miembros de su grupo no hacían más que acrecentarse. Algunos pensaban que era necesario intensificar las acciones contra el régimen franquista. Que era posible derrocarlo. Otros, sin embargo, se mostraban más reacios, argumentando que no tenían suficientes apoyos ni dentro ni fuera de España para afrontar tal empresa. Carmelo estaba entre los primeros. No se había jugado la vida en el frente para andarse ahora con gilipolleces. Pero aquel día tenía la cabeza en otro sitio.
La discusión comenzó a subir de tono pasados pocos minutos de iniciarse el cónclave.
–Creo que es mejor seguir con el plan que hemos llevado hasta ahora. La radio y los pasquines están calando en la población. Cada vez se une más gente a la causa.
–No me jodas Juan -¾respondió Fernando en tono cortante¾ Llevamos dos años haciendo lo mismo y no veo que cambie nada en la calle. Es más, me parece que el régimen cada vez está más fuerte.
–Es cierto ¾apostilló María¾ Algunos de los topos afirman que, ya sea a la fuerza o por convicción, cada día más gente está con Franco. Y que cada día que pasa es tiempo perdido.
Carmelo conocía a Fernando Rey desde hacía no demasiado tiempo. Apenas seis o siete meses. Pero le caía bien. Era un tipo inteligente y atractivo, con un discurso ambicioso y vehemente, pero muy bien argumentado. Habían hechos buenas migas desde que una noche tuvieran que salir por piernas después de hacer una pintada en la calle de Santa Isabel y acabaran tomando chatos en una tasca de mala muerte en la calle de la Cabeza esquina con la calle Lavapiés.
Por contra, a María Pérez la conocía desde que era niño. Natural de Aranjuez como él, se pasaron la infancia jugando en la calle y yendo a pescar a la junta de los ríos Tajo y Jarama. El comienzo de la guerra hizo que perdieran el contacto. Pero una vez que todo acabó, la casualidad y sus ideales hicieron que se volvieran a encontrar.
–Ya sé que algunos de vosotros no estáis de acuerdo en cómo se están haciendo las cosas. Pero más vale ir lentos y seguros. No podemos arriesgarnos a perder más compañeros ¾insistió Juan.
–¡Vete a tomar por culo! ¾gritó Fernando encarándose con él.
–Pssss. Nos van a oír ¾chistó María mientras intentaba calmarle.
Carmelo escuchaba la trifulca como una música de fondo. Sus pensamientos estaban en su pueblo. Echaba de menos la pesca y a sus amigos. Pero sobre todo a su novia Angelita. Esta noche tenía previsto coger el último tren desde Atocha para ir a visitarla. Hacía meses que no la veía. Estaba nervioso y ansioso porque terminase la dichosa reunión.
La discusión siguió por los mismos derroteros hasta que alguien aporreó la puerta. Carmelo, que estaba apostado sobre ella, abrió sobresaltado el pequeño ventanuco. Era Antonio, la persona que esa tarde se encargaba de la vigilancia exterior del edificio.
–¿Qué pasa Antonio? ¾dijo Carmelo.
–La policía está entrando en los portales de al lado. Tenéis que marcharos ya ¾contestó muy nervioso.
Cuando escuchó aquello a Carmelo le invadió una sensación contradictoria. Por un lado, de alivio al poder dar por acabada la reunión e irse antes a la estación de tren. Por otro, de miedo. Un miedo ya familiar producido por situaciones similares a las que se había tenido que enfrentar en demasiadas ocasiones.
Pero Carmelo había aprendido a controlar el miedo. La guerra fue su maestra. Tranquilamente se dio la vuelta dirigiéndose a los presentes:
–Tenemos visita. Hay que irse.
Las huidas estaban planificadas previamente. Siempre había varias vías de escape por las que en grupos de dos o tres debían escabullirse. En esta ocasión a él le tocaba salir por un sótano del edificio que daba a los túneles de alcantarillado. Todos salieron rápida pero organizadamente. La experiencia les avalaba. Carmelo bajó las escaleras con una agilidad casi felina. Detrás vinieron Fernando y María, sus compañeros de viaje en esta ocasión. Cuando llegaron al sótano uno de los vecinos les señaló un aparador que se encontraba contra la pared en el pequeño y húmedo habitáculo. Carmelo lo movió y detrás apareció una pequeña puerta. La abrieron y rápidamente los tres se adentraron en ella. La puerta se cerró a sus espaldas mientras escuchaban como el mueble volvía a su lugar.
Inmediatamente, Carmelo sacó de su bolsillo dos velas y una caja de cerillas. Todo estaba previsto. Las encendió y la luz contribuyó a relajar algo la respiración del trío que volvió a hacerse más latente en cuanto se pusieron de nuevo en marcha.
Tuvieron que andar en cuclillas unos treinta metros. El frío, pero sobre todo la humedad, eran insoportables. Una vez recorrida esa distancia llegaron al túnel de alcantarillado principal, donde un río de mierda se deslizaba por una suave pendiente. A pesar de todo, el olor no era demasiado nauseabundo. Carmelo supuso que la baja temperatura lo mitigaba, pensando para sus adentros que otra cosa sería en verano.
A partir de aquí el grupo debía separarse. Fernando y María se irían por la derecha. Carmelo por la izquierda. No hicieron falta palabras. Bastaron dos cortos pero intensos abrazos. La situación lo exigía.
Las ratas le acompañaron durante los siguientes cien metros hasta que encontró, por fin, la escalera que le llevaría a la superficie. Subió por ella y colocó sus manos en la rejilla cuadrada de hierro. En un primer esfuerzo no se movió. En el segundo, el frío metal comenzó a ceder. Rompió a sudar. Necesitó un tercero para desplazarla lo suficiente y poder asomar la cabeza por el hueco. Estaba en la esquina de una plaza grande. Sin duda era la de Santa Ana. Comprobó que no había nadie. Salió y devolvió la rejilla a su lugar de origen. Y en ese momento…lo escuchó:
–¡Alto ahí! ¡No te muevas!
Se giró y vio en la esquina diagonal a una pareja de grises que se abalanzaban sobre él. Instintivamente comenzó a correr en sentido contrario tan rápido como pudo.
–¡Alto te digo! ¡Para, pedazo de cabrón! ¾se sucedieron las voces tras él.
Era noche cerrada y pensó que el pobre alumbrado de las calles supondría una ventaja, tanto para despistarlos como para que no le dispararan. Dobló una calle a la derecha y tras varias zancadas, giró a la izquierda introduciéndose en un pequeño y oscuro callejón. Allí se quedó agazapado tras unas cajas de gaseosa.
–¿Dónde está ese desgraciado? ¾dijo el que le había dado el alto.
El gris estaba a poca distancia, pero no lograba verle bien la cara. Aunque le llamó la atención la presilla de bordes rojos y águila negra descolgada de su abrigo reglamentario.
–Creo que ha ido hacia allí ¾contestó el otro policía.
Finalmente, y tras unos segundos interminables, comprobó como el eco de sus pasos se alejaba progresivamente.
Carmelo jadea. Le falta el resuello. Siente que el corazón se le sale del pecho. Pero debe orientarse. Mira su reloj. Falta aún una hora para que el último tren parta rumbo a Aranjuez desde Atocha. Necesita saber la calle en la que está. Sale del callejón poco a poco y comprueba que no hay nadie. Avanza unos pasos. Estudia el lugar. Le resulta familiar el forjado de una balconada. Si, está seguro. Se encuentra en la calle Lope de Vega. Hace meses se celebró allí una reunión. No está lejos de la estación, pero no hay tiempo que perder.
Callejea rápida y sigilosamente aprovechando las zonas más oscuras. A pesar del frío, nota como las gotas de sudor le caen por la cara. Aprovecha la penumbra que le ofrece un portal para darse un respiro. Al fondo de la calle puede vislumbrar la Plaza de Atocha. Sabe que llegar al final de la calle no será difícil. Pero también sabe que el problema será atravesar la plaza.
El lugar está aparentemente tranquilo. Observa una luz en cierta ventana y dos hombres saliendo de la taberna situada en la esquina izquierda cerca de donde él se encuentra. Todo normal. Comprueba que la iluminación de la calle es cada vez mayor a medida que está más próxima la plaza. Descarta acercarse y detenerse justo antes de entrar en ella por temor a levantar sospechas. Por lo que decide entrar en la taberna esperando que dentro de ella pueda obtener una mejor perspectiva.
Empuja la puerta y enseguida nota en su nariz el olor a vino rancio y tabaco.
–Buenas noches ¾saluda Carmelo.
–Buenas ¾responde el dueño con cierto desinterés¾ ¿qué va a ser?
–Un chato.
La taberna no es muy grande y únicamente tiene una pequeña y sencilla barra, cuatro mesas de madera con sus correspondientes banquetas y dos barriles de vino.
Pero Carmelo busca una mejor visión de la plaza y la encuentra. A la derecha de la puerta de entrada hay una ventana. Coge el vaso de vino y se sienta cerca de ella. Limpia la condensación del cristal. Observa y estudia la situación…y lo que ve le inquieta.
La plaza está vigilada por al menos tres parejas de grises. No está muy iluminada, pero si lo suficiente como para ver a un hombre deambulando por ella. La distancia desde donde está hasta el muro de entrada a la estación es de al menos ciento cincuenta metros. Y esos son muchos metros en esas circunstancias.
De repente, ve como la pareja que se encuentra más cercana a la taberna cambia de dirección y se aproxima a esta. Y cuando los uniformes están a escasos metros Carmelo fija su mirada en la presilla de bordes rojos y águila negra descolgada de uno de ellos.
Se gira bruscamente con la mirada perdida. Vuelve a brotar el sudor. Está sentado y tieso como una vela. Carmelo piensa, pero todo se amontona en su cabeza.
–Pshhhhh…
Carmelo no escucha.
–Ehh…
Carmelo no escucha.
–¡Amigo! ¾dice el tabernero, sacudiendo con cierta violencia su hombro¾ ponte detrás de la barra. Rápido.
Carmelo reacciona y obedece. No le queda otra. Corre y se lanza tras ella justo un segundo antes de que los dos grises entren.
–Buenas noches ¾saluda uno de ellos.
–Buenas ¾responde el dueño con una naturalidad que a Carmelo le asombra.
–Dos quinas.
–Lo siento señores, pero iba a cerrar.
–No me jodas Venancio. Con la pelona que está cayendo ahí afuera nos vas a fastidiar el descanso ¾dice el que parece ser el líder de la pareja con tono de creciente enfado y cuya voz Carmelo identifica de inmediato.
–Lo siento en el alma, pero hoy tengo que hacer unos recados a mi señora. Y ya saben ustedes que donde hay patrona…
Carmelo asiste desde su primera fila particular a la conversación sin comprender porqué el tabernero está arriesgando su vida para salvarle, y concentra todos sus esfuerzos en evitar que los latidos de su corazón se escuchen más allá de su cuerpo.
–¡La ostia Venancio!¡Eres un puto calzonazos! ¾espeta el gris dándose la vuelta seguido por su comparsa. El portazo al salir hace temblar el suelo.
El tabernero mira disimuladamente por la ventana para comprobar que la pareja va alejándose progresivamente de su local. Vuelve a la barra y tiende la mano a Carmelo.
–Vamos, levanta. Ya no hay peligro. Se han marchado de nuevo a la plaza.
–Muchas gracias ¾responde Carmelo mientras se incorpora. Y mirándole fijamente le pregunta¾ ¿Por qué los has hecho?
–La vida de un hombre está por encima de cualquier cosa. Y está claro que la tuya corre peligro ¾responde Venancio con firmeza mientras va cerrando las ventanas y la puerta de la taberna¾ Quieres ir a la estación ¿verdad?
Carmelo asiente sin terminar de creer lo que le está pasando.
–Acompáñame ¾insta Venancio.
Carmelo le sigue, cruza la trastienda y sale a un amplio patio trasero donde puede ver una mula tendida sobre algo de paja y un carro de madera con cuatro barricas de vino colocadas verticalmente dentro de él. Venancio levanta la mula y suavemente la coloca dentro del tiro. Acto seguido coge los aparejos mínimos necesarios para acoplar bestia y máquina. Después levanta la vista para comprobar que no hay miradas curiosas en otras ventanas. Carmelo le mira atónito.
–¿Qué coño haces ahí plantado como un pasmarote? Métete inmediatamente en uno de los barriles y vuelve a poner la tapa. Mantén la boca cerrada y cuando te diga que salgas, salta y corre hacia la estación
Carmelo le mira y, sin poder contenerse, se abalanza hacia él abrazándole sin poder evitar llorar.
–Muchas gracias
Venancio le aparta, le mira con cierta ternura y hace un gesto con la cabeza indicándole los barriles.
–Y recuerda, sal solo cuando yo te lo diga.
Carmelo salta y se introduce en una de las barricas, volviendo a poner la tapa. Acto seguido, el carro se desplaza unos metros para volver a detenerse. Venancio está cerrando el portón del patio. De nuevo el carro emprende su marcha. El traqueteo de este provocado por los adoquines hace que el movimiento dentro de la barrica sea continuo. Pasan unos pocos minutos que para Carmelo son eternos. Se escucha una voz:
–¡Alto!
El carro se detiene en seco. De nuevo la voz que por tercera vez escucha Carmelo esa noche.
¾¿Qué pasa Venancio? A los recados de la parienta ¿no? ¾dice el gris con tono de sorna.
–Eso es. Tengo que recoger una falda de ternera en la Plaza de Cavia y dejar estos barriles en un almacén de Cabanilles –contesta Venancio con una seguridad que asombra a Carmelo.
–Ya…bueno, ya sabes que tenemos que echar un vistazo. La noche ha estado movidita. Los putos rojos que salen como cucarachas de debajo de la tierra.
Carmelo aprieta los puños.
–De acuerdo, pero daros prisa que llego tarde ¾responde Venancio.
La respiración de Carmelo se acelera una vez más. Imagina, por el ruido que escucha dentro de su barrica, que los grises están abriendo uno a uno el resto de recipientes.
–En este no hay nada tampoco – indica una voz desconocida y que Carmelo supone que pertenece al otro miembro de la pareja.
–¡Mira en el último, coño! ¾ordena este.
Carmelo nota como alguien manipula su barril desde fuera y es consciente en ese momento que todo está perdido. “Hasta aquí hemos llegado” se dice para sí.
Y saber que es el final le infunde una calma infinita. Experimenta una paz interior que le produce un sosiego que da miedo. No se explica cómo puede estar sintiendo eso en aquella situación. No lo entiende, pero aunque parezca mentira lo disfruta.
En ese momento, Carmelo escucha de fondo el sonido de un silbato inconfundible que le saca de su particular trance y escucha varios pasos rápidos encima de la carreta que se alejan y finalmente se aposentan en el suelo.
–Al final vas a tener suerte Venancio. La nochecita que nos están dando estos jodidos comunistas ¾dice el gris mientras se aleja corriendo.
Pasados unos segundos, Venancio mira a su alrededor para comprobar que no hay nadie cerca y ordena:
–¡Ahora! Sal ya y corre hacia el muro.
Sin pensarlo, Carmelo empuja la tapa de la barrica y con la agilidad de un gato sale de ella, salta de la carreta y corre rápidamente hacia el muro. En esos pocos segundos le da tiempo a situarse. Es el muro que va paralelo a la Avenida Ciudad de Barcelona. Lo conoce. Ha pasado por ahí mil veces. Y sabe que por este lado el muro no tiene más de un metro, pero por el otro…No hay tiempo. Así que salta al otro lado y al caer oye como una de las rodillas cruje. Pero no grita. No hay tiempo. Se incorpora y desciende por la rampa cojeando penosamente, pero con una dignidad casi altanera. Mira el imponente reloj en la fachada principal de la estación. Quedan tres minutos. Hay tiempo. Y si no lo hubiera también lo habría.
Entra por el lateral del edificio y se dirige inmediatamente al andén número cuatro. No tiene billete, pero eso ahora mismo y después de todo lo que ha pasado es el menor de sus problemas. Intenta tranquilizarse mientras sigue andando lo más deprisa que puede. En un primer vistazo observa que no hay policías. Prácticamente no hay pasajeros en la estación. A esas horas no suele viajar casi nadie y menos en pleno invierno.
Y allí está. Aunque la estación está pobremente iluminada, Carmelo puede ver la locomotora echando humo. Detrás de ella solo hay dos vagones al que acompañan un par de personas que permanecen de pie esperando a que el tren se ponga en marcha para despedirse de algún ser querido.
Suena el silbato y el tren se pone en marcha lentamente. Carmelo coge una agarradera y se impulsa hacia arriba para introducirse en uno de los vagones. Una vez sentado deja de notar el dolor en la pierna. Ha iniciado el viaje más feliz de toda su vida.
–Voy a tu encuentro…
Photo by Camille Minouflet on Unsplash
Acerca del autor
Escrito por: David Mendieta Martín
Escritor ocasional de relatos cortos. Participante en la recopilación de relatos «Ulises en el Festival de Cannes». Responsable del Blog Gastronómico «Aramendi»
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