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Miraba, sí, era lo que más le gustaba hacer en la vida. Más que mirar, observaba, y para ello planeaba desde antes y desde arriba, retenía momentos e imágenes tomadas desde una distancia cobarde, oculto, acomodado siempre en su ventaja traicionera. Describía después estas escenas, en extensos informes y papeles, que tan solo sostenían tinta negra conjugada para desvelar los más profundos secretos de sus víctimas observadas. Como si de la escaleta de una película se tratara, aquellas novelas gráficas disponían de manera cronológica la rutina diaria de su presa. Concluía aquella labor realizando un exhaustivo análisis de datos que le valdría para la próxima caza, con el mismo protagonista y caso sobre la mesa, como si el tiempo se hubiera detenido y en la repetición de cada escena, sin embargo, se fueran a desvelar de manera sorpresiva todas las respuestas. Necesitaba creer que cada día iba a ser diferente, aunque solo fuera por un ligero gesto, una nueva calle transitada, un ritual transgredido. En definitiva, nueva información que capturar, analizar y… maldecir.
Hoy la jornada había sido excesivamente larga y dura. De esos trabajos correosos que te baldan el cuerpo y un poco el ánimo. Aquel nuevo “perseguido” se estaba resistiendo más de lo previsible. Pero había quedado con Loretta en un restaurante recién abierto, del cual hablaban maravillas. De fino paladar, gozaba frecuentando aquellos locales que pudieran ofrecerle un momento placentero, un exquisito descanso, un delicioso nuevo plato a probar. Le gustaba disfrutar con ella de ese pequeño festín para los sentidos. Mientras comía y bebía la observaba, la escuchaba, la olía, la saboreaba… Ella era su más preciado nutriente, aquel que le alimentaba el espíritu y le mantenía realmente vivo.
A mitad de la cena uno de los camareros se acercó portando un sobre que, según dijo, le acababa de dar un hombre en la puerta, indicándole que era para él. Abrió la misiva, leyó y de manera imperturbable siguió comiendo, como si de un asunto menor o poco urgente se tratara. Sabía fingir serenidad, estaba entrenado para ello. No quería alarmar a su acompañante y aunque ella le preguntó de qué se trataba, respondió con un simple “nada que no pueda solucionar mañana”. Continuaron con los postres pero la degustación había dejado de ser, al menos para él, la tregua diaria que buscaba. Había comenzado una nueva caza: la suya propia. Cuando el personal del restaurante recogió la mesa, un camarero curioso leyó la nota que se había quedado olvidada:
AHORA TE ESTOY OBSERVANDO YO.
Tras despedirse de Loretta (esta vez no quiso pasar la noche con ella, alegando un cansancio sobrevenido por el excesivo esfuerzo que su actual caso le estaba demandando) se fue a casa paseando por la avenida principal de la ciudad, tal y como le gustaba hacer cuando la jornada laboral le brindaba un poquito de tiempo, perdiéndose en sus divagaciones siempre relacionadas con la organización del trabajo, la vida, el ser humano y, en esta ocasión, perdiendo también su andar sereno cuando le asaltaba la idea de que quizá aquel Gran Hermano estuviera al acecho. ¿Habrá notado mi cambio de actitud al acordarme de él?, ¿y si es ella?, ¿qué distancia habrá tomado?, ¿será mi gesto imperceptible o ahora mismo estará captando una buena instantánea de mi rostro? Ser conocedor experto de la labor de vigilancia le sumía en cuestión de segundos en una paranoia tal que lo arrastraba sin remedio a un estado de enorme turbación al que no podía oponer resistencia.
Llegando casi al final del trayecto, pudiera ser que por la calma que aporta el saberse cercano a casa, al refugio exento de miradas indiscretas, comenzó a quitarle hierro al asunto y a pensar seriamente que aquello solo podía ser una broma de mal gusto, algún compañero socarrón que le apetecía mofarse de él un rato, enseñándole al día siguiente las fotos tomadas de su semblante sudoroso y desencajado, sabedor de que alguien se escondía en la sombra. Pensó también en Olivier, el único al mando por encima de él. Ese cabrón llevaba años detrás suyo, coleccionando frustraciones, que no eran sino la otra cara de los éxitos de nuestro detective. La memoria de la deshonra por la eficacia ajena se expande en ciertos individuos a modo de metástasis que enferma el entendimiento y solo produce envidia e ira contenida. Quedaría en ridículo si se tragaba esta patraña y todo lo conseguido hasta ahora se desvanecería en cuestión de segundos, los que tardaría Olivier en consumar su venganza, destapando esta farsa en la oficina y colgando esas fotos para escarnio público. ¡Mirad que acojone lleva! ¡Vaya un tío con dos huevos! ¡Si casi te haces pipi antes de llegar a tu casita!
No, la mañana siguiente saldría de casa sin darle el gusto a ese payaso. Que su enfermizo rencor se terminase de atragantar con su propia trampa. Y así fue. Se levantó de madrugada y el sueño, extrañamente reparador, pues sufría de un insomnio crónico acentuado con los años, había borrado la inquietud que aquella nota le había producido.
Comenzaba un nuevo turno y como siempre, durante la infinita espera y sin dejar un segundo su responsabilidad, se perdía en divagaciones propias de un ser solitario, que se acompaña a sí mismo con su pensamiento y que en ocasiones se descubre hablando solo. Cuántas veces se habría dicho: “anda, Mario, déjate de filosofadas, ¡van a pensar que estás chalao!” En esta ocasión y dado el caso en el que estaba trabajando (otra infidelidad más), le dio por pensar sobre algo que atañía a la seguridad, pero no a la que él y sus colegas estaban acostumbrados, aquella que se desplegaba de manera estratégica en algún evento u acto, sino a la seguridad como certidumbre en el ser humano, como esa fe en el otro que te centra y te posiciona, disfrutando plenamente de tu ser, sin pensar nada más que en lo que estas haciendo, esa seguridad de vivir sin alertas… eso que hace tiempo se perdió y se llama confianza.
¿Quién no ha querido estar presente, de manera invisible, en otro espacio, al mismo tiempo, espiando a otra persona? Se sabía un centinela y de alguna manera justificaba su trabajo, su labor de rastreo, pero en su fuero interno sabía que él mismo era un síntoma más de la nueva y despiadada enfermedad de este mundo: la desconfianza. ¿Donde quedó la creencia, ya no en el otro, sino en uno mismo? ¿Cuándo se esfumó la capacidad de vivir sin controlarlo todo, sin escrutarlo todo? Y, lo más lamentable, ¿cómo combatir el efecto producido? Ese padecimiento social degenerativo, autoinmune, que incapacita al individuo para vivir sin ser guardado, custodiado… En definitiva: observado.
Tenía la certeza de que si aquellas personas estaban en su punto de mira era porque en su inconsciente y como fruto de un profundo anhelo necesitaban de tal guarda. Porque observar al fin y al cabo era eso: velar por el otro. Se procuraban una vida secreta con la necesidad de ser descubiertos, de reclamar la atención de aquellos que quizá habían dejado de mostrarla de manera adictiva, creando adicción en ellos… o simplemente reclamando un interés y una escucha nunca prestada.
El “caso” ahora, nunca mejor dicho, era el siguiente: ¿por qué él estaba siendo “velado”? ¿Qué tipo de propensión había atraído hasta su vida un ser vigilante? Porque en el fondo y muy a su pesar intuía que todo esto no era ninguna broma. Esta vez le tocaba a él.
Mario pasó una semana consciente de esta nueva situación: ojeaba y le ojeaban. Extremó la precaución, pero no quería que aquello le distrajese lo más mínimo de un caso ya prácticamente cerrado. Era viernes y su perseguido salía nuevamente de aquella casa a la que acudía diariamente en mitad de la jornada laboral. La farsa de aquel hombre estaba a punto de terminar. Esa tarde por fin podría descansar un rato. No pasaría por la oficina, tampoco llamaría a Loretta. Últimamente sentía la imperiosa necesidad de estar solo. Y ahora que se sentía sutilmente hostigado, si es que el acoso de alguien pudiera hacerse de tal manera, prefería estar en casa. Intentaría pensar quién podría estar detrás de esa nota, repasaría momentos, personas, situaciones…datos en definitiva que al fin y al cabo lo conducirían irremediablemente a ponerse de nuevo su disfraz de agente investigador. Batman por lo menos lo tenía más fácil, pues podía descubrirse cuando llegaba a su cueva.
Cuando aparcó el coche en el garaje encontró adherido a la matrícula un nuevo sobre. Sintió, por primera vez en su vida, la vulnerabilidad extrema de quien lucha contra demonios invisibles que se transforman y mimetizan con el ambiente y no hay manera de detectar. Contrariado, no se explicaba quién y cómo había podido “pegársela”. Había estado pendiente de aquel hombre, pero intentó también vigilar sus espaldas. Estaba acostumbrado al juego a muy diferentes bandas y para él era habitual andarse con mil ojos, cubriendo mil frentes. En esta ocasión no sabía cómo había sido capaz de descuidar la retaguardia. No leyó el nuevo mensaje de aquel tarado en el momento. Sabía que su lectura abriría una puerta a lo desconocido, a un agujero negro cuya profundidad no podía aún calibrar, y esta vez cruzar ese umbral, como tantas veces lo había hecho, no le producía la misma satisfacción. Ya en el ascensor, sintiéndose solo sin cámaras indiscretas, se enfrentó a su miedo.
NO TEMAS. SOLO QUIERO PROTEGERTE.
Se sintió bien. La palabra protección es como un bálsamo, un ardid que obnubila el entendimiento y engaña sin remedio a su presa. Mario se sentía un protector desprotegido. Se dio cuenta en aquel preciso instante. Sabía mejor que nadie vivir con seguridad en este mundo, pero que alguien le dedicara aquel sortilegio maldito le hacía sentirse un ser humano más, despojado de todas sus defensas, desarmado por un encantamiento dialéctico… al fin y al cabo liberado de sí mismo para quién sabe si caer cautivo de nuevo.
El ascensor se detuvo en un piso que no era el suyo. Guardó rápidamente la nota y se preparó para recibir al nuevo viajero con su mejor sonrisa. Siempre lo hacía. Aquel músculo de su boca se arqueaba hacía arriba con vida propia, hasta en las más duras situaciones y con un efecto natural, nada artificioso. En eso Mario nunca engañaba. Le gustaba mucho sonreír. Era quizá su mejor arma, una que venía de serie. Al abrirse la puerta del ascensor nadie apareció. Miró unos instantes por si algún vecino anduviera cerca y para comprobar que todo estaba en orden. Volvió sobre sus pasos sin dar la espalda, sus maneras de detective nunca le abandonaban. En ese instante se le cayó del bolsillo la nota guardada. Se agachó un momento a recogerla. Fueron tan solo unos segundos, pero marcaron la diferencia entre la libertad y la dependencia.
Despertó solo en una habitación vacía. Tuvo que acostumbrase a la luz que proyectaba la única ventana que había en aquella estancia. Como si de una diana se tratase, estaba sentado justo en frente de aquel corredor luminoso que dañaba sus ojos y le obligaba a mantener la cabeza sometida.
– La iluminación no siempre es buena. – dijo alguien a sus espaldas.
Aquella voz femenina delataba la procedencia de los escritos. Por lo menos ahora sabía que su “cuidador” era una mujer.
– Tú mejor que nadie sabes que el conocimiento somete, hasta que, claro está, te liberas de él. Es lo que haces con tus informes, es lo que hiciste conmigo.
– ¿Contigo? ¿Quién eres? Déjame que te vea y sabré cuando y cómo te liberé.
Mario pretendía confundir a su secuestradora para que hablase más de la cuenta y poder captar en sus palabras, en su timbre de voz, alguna pista.
– No te confundas, detective. A mi tú no me rescataste. Me perseguiste sin que yo lo supiera y luego te liberaste de mí, de tu culpa, haciéndome más cautiva si cabe con tus revelaciones.
Aquella conversación ponía de manifiesto que la dulce voz, porque en el fondo aquella mujer tenía una manera de hablar y expresarse que hipnotizaba, había sido alguna vez objeto de sus investigaciones.
– ¿No te gustó lo que conté? Te aseguro la información que entrego a mis clientes es cien por cien fiable, constatada y verificada hasta el milímetro. Mi informe seguro no daría lugar a dudas.
Quería enfadarla para que se descubriese cuanto antes, aunque en el fondo aquella mujer le producía cierto sentimiento de pena. No sabía muy bien por qué había dejado aparcado todo su manual de negociación para casos extremos, y este lo era, pues se encontraba maniatado y cegado por la luz que lo mantenía sin poder observar el resto de la sala. Aquella chalada podía hacerle lo que quisiera en cualquier momento, era mejor no alterarla. Pero sentía que no podía controlar sus palabras. A veces, no sabemos por qué, sin querer, infligimos correctivos ante la fragilidad que nos trasmite otro ser humano. No era momento de castigar, ni atormentar a nadie, y más cuando era él quien parecía la víctima de un buen escarmiento.
– Tu informe sobre mi persona era un papel aséptico que solo sirvió para que mi adorable marido me hiciera el mayor chantaje emocional al que podía haberme sometido. No te contaré los pormenores, ya sé que de eso nunca tienes por qué saber nada. Ya no estabas en la escena, te esfumaste. Solo decirte que gracias a él sigo vinculada a un ser despreciable, que me condena día a día al anonimato, a la muerte en vida. Tu relato de los hechos solo recogía datos de posicionamiento, de recorrido, de entradas y salidas, de relaciones extras, de huidas, al fin y al cabo. Yo solo quería desaparecer de vez en cuando. Quizá con ello me encontrara a mí misma. Pero gracias a ti, quién me encontró fue él. Evidentemente desde tu posición distante no podías reflejar mis miedos, mis anhelos, mis progresos, mis avances, mis limitaciones y capacidades como ser humano que solo buscaba nuevas oportunidades. Lo estaba consiguiendo, ¿sabes? Huir de él, de su protección asfixiante, de su estúpida idea de que yo le perteneciera… Pero, voilà, con tu gran trabajo diste luz verde a mi perenne sometimiento. Cadena perpetua ha sido la condena. ¿Qué te parece?
– Yo fui contratado para un servicio, es mi profesión, no puedo…
– ¡Cállate! – gritó ella – Supongo que te repites hasta la saciedad ese cuento para poder acallar tu conciencia. Yo te he seguido, Mario, te he observado y sé más de ti de lo que tú mismo hayas podido llegar a descubrir en una vida entera. No temas, te entregaré un informe sobre todos mis descubrimientos, – rió con amargura – quizá aprendas algo sobre ti mismo… Yo sí que no escatimaré ningún detalle. Y ahora basta de chácharas, no te he traído aquí para tomar el té de las cinco. Quiero que sepas que siente un ser dependiente, despojado de todo aquello que le capacita para valerse por sí mismo, quiero que mires al suelo y saludes a tu dignidad. En el fondo creo que te gustará ponerte en mi piel. En cierto modo me lo debes. Me pareces un tipo al que le gusta saldar sus deudas.
Mario sintió pánico, sabía que los ajustes de cuentas no traían finales precisamente felices. No sabía muy bien por qué era incapaz de calcular las consecuencias de esta revancha y hasta dónde podría llegar la mujer de la dulce voz.
Ella se acercó. Acarició su nuca y su cuello. Desprevenido, Mario sintió un enorme escalofrío y ganas de poder tocarla también. La mujer le susurró al oído:
– Eres un tesoro y para ponerte a buen recaudo he de esconderte bien. Así nadie te encontrará, como hicieron conmigo. Nadie podrá lastimarte. Seré tu guía y tus ojos. Seré tus manos y tus piernas. Adorarás el momento de estar juntos, apreciarás el alimento que te proporcione, el descanso que te brinde, la higiene que te procure con esmero… Ya verás cómo te va a gustar tu cuidadora.
No pudo defenderse. Ella inyectó en su brazo alguna sustancia que en cuestión de segundos lo dejó inmóvil. Era extraño. Escuchaba, veía, oía, pero su cuerpo había quedado inanimado.
Pasaron así dos semanas. Lo sabía porque ella se encargaba de indicarle el devenir de los días. Le pinchaba cada cierto tiempo. Como a un retoño recién nacido se encargaba de cambiar su posición y limpiar las heridas producidas por su estática postura. Limpiaba sus heces y orines, sonriendo y cantando para que la vergüenza sentida no le perforase el cuerpo y el alma. Controlaba las horas de sueño y ocio (sí, de ocio, porque aquella mujer también se encargaba de distraerlo). Todos los días le leía capítulos de su libro favorito. No sabía cómo había llegado a descubrirlo, pero ahí estaba con escrupulosa puntualidad declamando cada pasaje, nublando su apreciación de la realidad. Tras unos días de total dependencia, Mario comenzó a esperarla, a necesitarla más allá de la pura demanda física, a confiar en su cuidado, No era mala, pensaba, no trataba de desorientarle, solo trataba de… cuidarlo.
Aquella droga estaba consiguiendo verdaderamente anularle.
Transcurridas dos semanas, ella le comunicó que se iba.
– Tengo otros tesoros que cuidar, Mario. – dijo guiñándole un ojo – Te costará olvidarme, pero buscarás la manera de no depender de tus recuerdos, de escaparte de mi memoria.
Esta vez lo había atado y él comprobó que volvía a tener movilidad propia. Sin embargo, no podía articular palabra. Tan solo agachó la cabeza y allí la vio: su dignidad desparramada por los suelos.
– Antes de esfumarme te daré otra de tus dosis. Cuando pase el efecto podrás irte. Así de simple. No habrá aquí nadie que te retenga. Tendrás que echarle valor para rehacer tu vida y olvidarme poquito a poco.
Se reía.
Cuando se acercó a Mario para inyectarle aquella sustancia, él le preguntó:
– ¿Volverás, Loretta?
Ella, con voz tierna y un cierto toque de derrota, contestó:
– Sabes que por ti representaría cualquier acto. Solo tienes que volver a pedírmelo.
Lo amaba. Haría cualquier cosa con tal de retenerlo. ¡Lo había hecho tantas veces! Había comprendido gracias a él, que al fin y al cabo, ¿qué sería de nosotros si no nos miráramos unos a otros, si no nos cuidáramos unos a otros?
…
Toda esta farsa se inició hacía tan solo unos años. Por aquel entonces nuestro detective había comenzado a sentirse cansado de su día a día. Ya no tenía la misma devoción por su trabajo, no sentía aquella chispa de los primeros tiempos que le permitía estar al acecho en cualquier instante, las 24 horas del día. Sufría de cierto hastío profesional y personal, originado tanto por la inevitable monotonía de aquel trabajo, (tratase del caso que se tratase, la labor de vigilancia se hacía dura y fastidiosa, y más llevando casi veinticinco años de atención a sus espaldas), como por una cuestión de ética o de principios que había ido erosionando sutilmente su convicción y seguridad en la legitimidad de aquella labor. En el fondo era un tipo con una gran humanidad que había elegido una profesión deshumanizada, aunque, en los tiempos que corren, cuál no lo era.
Un buen día, estando en el coche durante un servicio para centrarse en el momento y notar su presencia y control de la situación, imaginó que alguien también le espiaba a él. Comenzó como un juego inocente, pues a Mario le gustaba mirar y que también le mirasen. Un juego a tres bandas, donde la caza y la huida se daban de la mano, hermanadas, hasta confundirse de protagonista. Necesitaba complicar las cosas, a él le gustaba así, no soportaba lo usual, lo simple por pura comprensión ya ejercida, necesitaba nuevas experiencias que le hicieran poner a prueba todas sus capacidades estratégicas. Descubrió que aquella nueva forma de trabajar le hacía ser más efectivo, le gustaba imaginarse en su papel de cazador cazado. Toda aquella pantomima le hacía sentir más presente que nunca.
En el fondo, aquella necesidad de ser visto le recordaba que cuando era niño demandaba la miraba de su madre al hacer su salto mortal (o eso creía él) tirándose a la piscina y las numerosas veces que siendo crío gritó “¡mírame papa!, mira lo que hago”. En el fondo no hemos madurado, seguimos siendo unos niños que necesitan que el otro otee nuestras acciones, que nos eche un vistazo para no perdernos, para dar vida a nuestras experiencias.
Pero con el tiempo comenzó a dominar el juego y de nuevo a aburrirse. Le faltaba algo, quizá realidad, experimentación propia, y así surgió aquella doble vida con doble escenario y triple protagonista, a la que muchos sin faltarles razón catalogarían de perversión dañina y extraña, pero que no era mejor ni peor que todas aquellas depravaciones del ser humano que había conocido durante sus años de profesión. Además, aquella teatralización a la que Loretta se prestaba asiduamente tenía algo catártico y le ayudaba a purgar las culpas que arrastraba desde hacía muchos años. Después de las dos semanas de desaparición voluntaria volvía al trabajo sin dar más explicaciones que las de un jefe al que de vez en cuando le gustaba descansar y coger un periodo de vacaciones. En la oficina estaban acostumbrados a estas ausencias.
Cuando Loretta se fue aquella vez, en un antiguo tocadiscos se oía una pieza conocida. El show debía continuar, aunque Mario, en lo más profundo de su ser, había empezado a cansarse de ciertos rituales. Aquella liturgia estaba llamada a su fin y los dos lo sabían. Quizá la salvación estaba en otro tipo de mirada y la confianza en uno mismo ya no residía en no controlar a otro sino en poder vivir sin ser controlado, confiar ciegamente en uno mismo sin necesidad de guardianes ni ángeles custodios.
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Acerca del autor
Escrito por: Laura Cubillo Guardiola (@lauracubillo1)
Mi antología de relatos cortos, prosa-poética y paremias la enmarco en una obra llamada “SIENDOSINSER” que resume toda una experiencia vital en la que nada es lo que parece y en la que la búsqueda diaria de todo aquello que se presupone bueno para una persona (felicidad, alegría, plenitud, abundancia,…) ha de llevarse a cabo precisamente con los vestigios del mismo objeto a buscar que queden en su ser interno.
La creación de todos ellos, responde a una imperiosa necesidad de adaptar el proceso creativo a mis propias circunstancias. Soy un ser obligado a la adaptación constante, con una extrema receptividad, que hace que mi obra esté generada por muy diferentes estímulos. A veces, la premura de vaciar mi mente hace que escriba en cualquier trozo de papel que encuentro.
En la mayoría de ellos juego con la “dualidad” del lenguaje, con el doble sentido del mismo y de la vida, con la “lectura bipolar” que puedan llegar a tener los conceptos, las experiencias,…
PUBLICACIONES
Hace relativamente poco tiempo, decidí proyectar mis escritos más allá de mi propio escritorio y conocidos.
-En Agosto del 2017 Solonovelanegra (Revista Digital del género policial y negro) publicó en su sección VERANOIR mi relato “Amor Verdadero”
http://solonovelanegra.com/amor-verdadero/
-El concurso “Miedo en tus ojos” organizado por Ojos Verdes Ediciones ha seleccionado mi microrelato “Corazones Rojos” para formar parte de una antología conjunta que todavía no ha sido editada.
-Recientemente en el último número de la revista digital de Arte y Literatura Espacio Luke, se ha publicado un pequeño extracto de SIENDOSINSER .En esta ocasión acompaño cada texto con imágenes propias. Me gusta combinar la fotografía con la narrativa. Creo que hay un gran poder en ello.
http://www.espacioluke.com/2017/Septiembre2017/cubillo.html
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