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Zoltan Nemeth era un emigrado húngaro que había recalado por estas tierras después de la segunda guerra mundial. Siendo muy joven y balbuceando el español, había logrado ubicarse en una empresa de venta y distribución de maquinaria pesada para la construcción. Allí escaló rápidamente posiciones por su inteligencia para el mercadeo, para las finanzas y por su aprendizaje aventajado de la mecánica Caterpillar. Su trabajo era siempre organizado y sistemático. Excesivamente ordenado. Sin perder detalles ni clientes. Después de cuarenta años de trabajo pudo acumular dinero suficiente para su retiro, el cual invirtió en la bolsa de valores. Tenía 85 años. De estos, 65 casado con la única mujer que había tenido; a quien conoció en la empresa donde ambos trabajaban. Decisión que tomó después de un corto noviazgo y de someter a innumerables pruebas de lealtad y fidelidad a la que sería su esposa. Solo en ella confiaba. No tenían hijos. Zoltan Nemeth siempre fue desconfiado; decía tener el don para «leer el pensamiento», anticipándose a las trampas y zancadillas que le pudiesen ocasionar. Buen conocedor de los mercados y las finanzas, decidió multiplicar el dinero que había atesorado y vivir aún mejor a como ya lo hacía. Su tiempo transcurría entre cuidar sus acciones en la bolsa —llamando a su corredor innumerables veces al día— y en atender a su mujer; quien, postrada en cama, soportaba los días terminales de su enfermedad. Había decidido hacerse cargo de las atenciones médicas de su mujer, después de estudiar sistemáticamente su enfermedad. Presumía de conocer las dosificaciones exactas de la medicación que aliviaría sus males. El diagnóstico médico le levantaba suspicacia, pues el tratamiento era muy costoso y de larga duración; sospechando que los médicos le engañaban para sacarle dinero…
Durante las interminables sesiones de lectura que le daba a su mujer, recostado a su lado y repitiéndole, con una ternura insospechada en él, aquellos pasajes que ella no había logrado escuchar; fue cuando comenzó a escudriñar el método con el cual estaban construidos los relatos de sus lecturas. Sostenía que toda construcción humana tiene una «racionalidad» y, por lo tanto, podría reproducirse. Resolvió escribirlos él mismo y ganarse un dinero enviándoles a los concursos literarios que «pagaban en divisas extranjeras». Había decidido construir el «cuento perfecto».
Esta nueva actividad le iba consumiendo tiempo y atención. Se debatía entre organizar un fichero de lecturas que tratase sobre las reglas de la narrativa, o aplicar unas tablas de evaluación multicriterio para cada una de aquellas, como las que usaba para escoger sus inversiones en la bolsa de valores. La tarea de construir el cuento perfecto se había constituido en una idea delirante en Zoltan Nemeth, perturbando incluso sus actividades en la bolsa. No llamaba a su corredor; no revisaba sus informes con la meticulosidad de siempre, dejando de guardarles como precaución para un futuro y posible pleito en tribunales. Después de innumerables borradores de su cuento; de infinitas revisiones de sus fichas y tablas de evaluación; de citar de memoria las técnicas narrativas de la lección 62 de Martín Vivaldi : si omnisciente, si en primera persona, si behaviorista… Logra, finalmente, construir su cuento perfecto. Al leerlo se extasía con la maestría de su obra. Se repite que: «Dada la continuidad circular del relato y con mi método de ‘nos estamos viendo’ —que al confundir al lector lo mantiene atado al relato—, ganará todos los concurso literarios y se convertirá en un best seller jamás visto». Con este convencimiento envía su cuento perfecto a varios concursos literarios.
Al cabo de unas semanas y después de una espera intranquila que lo hacía dudar de sus capacidades literarias, atribuyéndose algún error cometido: alguna falta ortográfica, una sintaxis equívoca, una confusión en los tiempos verbales o cualquier otra cosa, quién podría saberlo…Llegó la respuesta que tanto esperaba, aunque con una sorpresa: su cuento perfecto había sido rechazado en todos los concursos a los que fue enviado. Todos, sin excepción, concluían la respuesta con la coletilla: «Continúe en el empeño, que un escritor se hace con mucho esfuerzo, dedicación y algo de talento». Después de releerla con el detenimiento acostumbrado y varias veces, Zoltan Nemeth hizo un silencio penetrante. Para luego explotar en un grito de furia, llamando maricones y vendidos a todos los jurados de los concursos. Maldiciendo la homofilia de las casas editoras que le daban premios a carajitos petulantes que escribían introspecciones fatuas: como las que hablaban de las relaciones entre los pelos del culo y las pestañas, entre el abandono de su novia y su gusto por el Hip-Hop o entre… Otras cosas que ya no recuerdo. Transcurridas varias horas después de recibir la noticia, concluyó, ya sereno, que las editoras y los jurados querían robarle su método para construir el cuento perfecto. A pesar de esto, y con la persistencia paranoicamente obsesiva que le caracterizaba, emprendió una nueva revisión de su cuento perfecto. No sin antes quejarse de un persistente y desagradable mal olor que percibía.
Al pasar rápidamente la portada de uno de los ejemplares del cuento, recuperado de la bandeja de la impresora, comienza a leer:
En su escritorio se confundían los frascos de Haloperidol, Risperidona y la Dopamina Diazepan. Sobre el marco del computador estaban pegadas, con cinta transparente, las recetas con las dosificaciones diarias de sus medicinas: 20 mg para el Haloperidol, 6 mg para la Risperidona y 40 mg para la Dopamina. También sobre el escritorio se arrumaban papeles, recortes y los borradores del relato sobre el cual estaba trabajando. Unas y otros debía tenerlos al alcance de su mano, pues la memoria cada día disminuía y la acatisia de levantase a cada rato del asiento para «estirar las piernas», no le ayudaba a mantener el hilo del relato. También los calambres en sus manos, que aparecían cada vez con mayor frecuencia, le perturbaban en su trabajo. Era la «rigidez del escritor», se consolaba; echando mano de la Dopamina para aliviar los rigores de la distonía.
Siempre quiso escribir, aunque fue después de su retiro, a los 85 años, cuando lo pudo hacer. Decía tener un mandato para escribir lo que sería el «cuento perfecto». Tarea que se le hacía más difícil a medida que su esquizofrenia tardía se manifestaba sin clemencia. Pasaba horas encerrado en su estudio; escribiendo en su escritorio de madera que había mandado a construir, una vez retirado. Su aspecto cambiaba a medida que avanzaba en su tarea: estaba obeso y con una parquedad que aumentaba con los años. Cuando su mujer le reclamaba por sus silencios, le respondía, con mal humor, que eran los efectos de las medicinas que tomaba; que el médico le dijo que era la alogia de los esquizofrénicos.
Sin embargo, con esfuerzos extraordinarios reclamados a su menguada voluntad, seguía en su tarea; la cual se le complicaba al olvidar la ilación del relato, debiendo buscar los borradores que se le perdían a cada instante, sobre todo aquellos que imprimía, dejándolos en la bandeja de la máquina. No ayudaba su personalidad desordenada y la falta de sistematización en el trabajo, en la organización y preparación de sus notas. Encontraba inconsistencias en el relato que le obligaban a repasarlo constantemente, a corregirlo. No era posible que en la construcción de su personaje, presentándole de naturaleza desconfiada, le hubiese hecho contraer matrimonio después de un cortísimo noviazgo: ¡se casó el mismo año en que conoció a su mujer! Teniendo 20 años. O cuando le atribuía características estrambóticas a su personaje: como aquella de poder «leer el pensamiento»; justificándola, igualmente, por su personalidad desconfiada. Siendo evidente y más razonable sostener que, dada a su experiencia, su tipo de trabajo y su avanzad edad, fácilmente conocería la naturaleza humana. Pero, tal vez, aquello que más le mortificaba eran las omisiones en que incurría, dejando cabos sueltos en el relato; los que debía luego corregir, exigiéndole un esfuerzo adicional de concentración a su maltratada psiquis. Así sucedió cuando, en el inicio del relato, incorpora a la mujer del personaje, postrada y con enfermedad terminal, sin posteriormente retomarla y despejar la incógnita sugerida de su muerte. También cuando planteaba falsas dicotomías, como aquella de escoger entre organizar un fichero de lecturas o aplicar unas tablas de evaluación multicriterio; siendo evidente que las dos opciones no son excluyentes.
Era indudable que, cada día que pasaba, la construcción de su cuento perfecto estaba más distante. Ya ni siquiera podía completar las ideas en su relato, llegando a confesar que «ya no recordaba» qué decía el personaje. La desmemoria y la duda abúlica hacían estragos en la estructura del cuento que deseaba construir. Las ideas ya no le venían con la rapidez de antes y, cuando lo hacían, la pobreza del lenguaje con que las transcribía era evidente. Fue el caso cuando utilizó el adjetivo «aventajado» en lugar de «sin demora» para calificar al aprendizaje de su personaje, buscando establecer la causa de su rápido ascenso en la empresa. O el recurso a la procacidad para sostener una crítica a la temática vaporosa de sus contrincantes en los concursos literarios, como aquella de la relación entre «los pelos del culo y las pestañas». Ya incurría hasta en errores de construcción gramatical, cayendo en pleonasmo al escribir: «Después de releerla y varias veces». O en la hipérbole, estimando exageradamente el tiempo transcurrido entre la noticia del rechazo a su cuento perfecto y la certidumbre del pretendido robo de su método para construirlo. Su escritura se hacía monótona cuando abusaba de la preposición «de» en las enumeraciones: «De innumerables borradores, de infinitas revisiones, de citar…»
Finalmente, logró enviar varios ejemplares de su cuento perfecto a distintos concursos literarios. La respuesta al cabo de unas semanas no se hizo esperar: habían sido rechazados por incoherentes, por incorrecciones gramaticales y pobreza en el lenguaje. También por estar incompletos. La desmemoria, propia de su enfermedad, le había hecho olvidar terminar el cuento; enviándolo incompleto. Con exposición y nudo, pero sin desenlace. Al faltar el desenlace, nunca pudo conocer dónde terminaba su «yo esquizofrénico» y dónde comenzaba la realidad de su personaje. Perdiendo, por este motivo, la comprensión de la naturaleza de su cuento perfecto: el método de «nos estamos viendo».
La realidad de su personaje es que sufría de paranoia tardía, amaba a su mujer de manera obsesiva, aunque no fue la única mujer que tuvo. Su preocupación era más por la salud de aquella que por su dinero, realmente temía que pudieran hacerle daño a su mujer. Sin embargo, a causa de la idea delirante de construir el cuento perfecto, terminó abandonándola en su muerte. Era húngaro, de la ciudad de Debrecen, donde sus padres tenían una fábrica de pieles, allí había aprendido sus primeras lecciones empresariales. También era esquizofrénico y su nombre era como el suyo, como el mío: Zoltan Nemeth. Y estos malos olores me atormentan…
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Acerca del autor
Escrito por: Manuel Valencia-Astudillo (@Pendolista1)
Escribidor
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