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– Maldita sea. Yo no debería estar aquí, soy un simple carnicero.
– Limítese a hablar cuando yo se lo diga. – Advirtió el agente de sienes canosas, ojos azules penetrantes y cabello negro sentado a un lado de la mesa donde reposaban un teléfono y un cenicero vacío.
El hombre sentado al otro lado estaba esposado sobre una incómoda silla con cuatro agentes fornidos a su espalda que no perdían de vista el más mínimo movimiento. El sujeto era más bien alto, fuerte, de rostro anguloso, con el cabello bien recortado, la piel cuidada y reluciente, y muy buen aspecto. Aquella buena apariencia contrastaba con una mirada inexpresiva, vacía, de esas que parecen perderse en un agujero interminable, negro y oscuro.
– Dígame qué es lo que hacía exactamente. Cuéntemelo todo. – Prosiguió el agente juntando las manos sobre la mesa.
– Sólo soy un carnicero. ¿Qué quieres que haga? ¿Plantar patatas? No, yo corto carne. ¿Sabes lo que es eso? ¿Alguna vez has comido un buen filete? Los míos son los mejores. – Contestó desafiante alargando el cuello hacia el frente.
El agente empujó la silla hacia atrás, se puso en pie y encendió un cigarrillo que cogió de la cajetilla en su chaqueta. Uno de los hombres que custodiaban al arrestado miró hacia el cartel donde se podía leer “prohibido fumar en la sala”. El agente se percató del toque de atención de su compañero, apagó el cigarrillo en el cenicero que nadie usaba desde hacía años y abrió uno de los cajones de la mesa. Del interior del cajón extrajo unas fotografías que esparció sobre la mesa.
– Hábleme de estas imágenes. – Dijo señalando insistentemente con su dedo índice las fotografías.
El prisionero las miró con detenimiento frotándose la barbilla y sonrió.
– Debo ser alguien famoso. – Rió lacónico. – No entiendo por qué se molestan tanto en mí. Si querían fotos de mi trabajo no tendrían por qué haberlas hecho a escondidas. Bastaba con que me lo hubieran dicho y yo mismo se lo hubiera mostrado. No tengo nada que esconder.
El agente lo miró con desprecio y dio un puñetazo sobre la mesa.
– Dígame qué es lo que ve en las fotos. – Repitió impaciente.
– Tranquilo. – Contestó el arrestado echándose hacia atrás sobre la silla y cogiendo una de las fotografías entre las manos. – ¿Quieres que te diga qué es esto? Yo te diré lo que es, estúpido burgués de ciudad.
El prisionero se detuvo en la foto y después sonrió.
– Esta es mi granja. La perspectiva no es la más favorecedora, pero aún así se puede apreciar que es una buena granja. Esta es la vivienda de los cerdos antes del sacrificio. Creo que no podrán quejarse. – Rió. – Es de lo mejor que hay en muchos kilómetros a la redonda, una suite de lujo para animales.
El arrestado tiró la foto sobre la mesa y cogió otra.
– Sí, esto es el interior. – Señaló haciendo un círculo con el dedo índice sobre la imagen. – Aquí se puede ver perfectamente que lo tengo todo organizado, todo dentro de la ley. Los ejemplares están limpios, clasificados y con el espacio estándar que marca el buen trato animal. En este apartado están las hembras, en este otro los machos, por aquí las crías y al fondo los ejemplares enfermos y apartados de los demás. Te puedo asegurar que ningún animal enfermo ha entrado nunca en la cadena de alimentación. Soy extremadamente riguroso con la calidad de mis productos.
– Hijo de puta. – Escupió el agente.
– No me faltes. – Protestó el arrestado. – Respeto la autoridad de la ley, pero no consiento que nadie falte a mi profesionalidad ¿Es que no me crees? Yo cumplo la legislación escrupulosamente, hasta el último apartado. Todos los animales enfermos fueron sacrificados y enterrados en una fosa común. Compruébalo tú mismo si quieres, están enterrados en un agujero a unos cien metros al este.
El agente volvió a sentarse y cogió un nuevo cigarrillo, miró de nuevo al ayudante que antes le había reprochado el gesto, negó con la cabeza y dio una profunda calada. A continuación dio una calada más y se apoyó en la mesa.
– Prosiga. – Ordenó al prisionero mostrándole una nueva fotografía que éste cogió con sus fuertes dedos.
– Esto… – Titubeó mirándola de arriba abajo deteniéndose en cada detalle. – esto es la habitación de sacrificio, es una simple cámara de gas. Yo mismo conduzco los cerdos a su interior y mueren tranquilamente, sin ningún dolor. Créame, apenas se escuchan unos gemidos ahogados. Es cierto que a veces se resisten a su final y tengo que azuzarlos o inyectarles un tranquilizante para no escuchar los ensordecedores gruñidos, pero una vez que sale el gas, todo es paz.
El arrestado arrojó la foto con despreció, abrió mucho los ojos, apoyó las manos sobre la mesa y trató de ponerse en pie violentamente. Los cuatro agentes a su espalda lo redujeron inmediatamente y volvieron a sentarlo.
– ¿Qué es lo que quieres de mí? – Bramó salivando muy cabreado. – Soy un trabajador respetable que paga sus impuestos y cumple todas las normas, soy un ciudadano de bien. He cumplido con los estándares de buen trato al animal, mantengo limpia mi granja, tengo el material de trabajo esterilizado y en perfectas condiciones. Puedo poner mis dos brazos y asegurar que mi carne es de la mejor calidad. ¿Acaso hay alguien que haya protestado? Sí, seguro que alguien me ha denunciado. – Dijo revolviéndose nervioso. – Esos desgraciados de la competencia, esos son los que me han traído aquí. ¿No es así? Seguro que sí. No pueden entender mi triunfo. Mi carne es la mejor, la que más se vende. Todos quieren probarla, las carnicerías no paran de vender en toda la ciudad. Mis cerdos son los mejores, bien cuidados, limpios, sanos…
Uno de los hombres que custodiaban al arrestado no pudo soportar más la visión de las fotografías y comenzó a sufrir arcadas hasta que se giró hacia la derecha y vomitó sobre el suelo.
– Maldita sea. – Protestó el agente marcando un número en el teléfono sobre la mesa. – Que venga alguien a limpiar la pota de García. – Ordenó antes de colgar y dejarlo a un lado.
El ayudante que acababa de vomitar abandonó la sala, y tras él, entró un hombre menudo y flaco con uniforme azul, cubo y fregona. Mientras limpiaba el vómito miró de reojo las fotografías y sintió cómo subía una arcada. Rápidamente apartó la mirada y salió de la sala a tiempo para echar la papilla en el exterior.
– ¿Alguien más se apunta al concurso de vómito? – Preguntó el agente elevando la voz.
Nadie respondió, así que cogió una nueva fotografía y la puso frente al apresado.
– Continúe. – Ordenó con el ceño fruncido y el odio en la mirada.
El preso se rió a carcajadas, cogió la nueva foto con desgana y sonrió girándola hacia el agente.
– ¿Lo ves? Este soy yo, un verdadero artista. – Dijo señalando la fotografía. –¿Ves cómo hago los cortes? No, no es tan fácil como parece. Son necesarios años de práctica y una destreza natural. Hay que sentir cómo el filo corta la piel y el músculo, cómo el hacha corta de cuajo los huesos. Es un trabajo que requiere dedicación y amor. Es como una hermosa canción trazada por cuchillos. Es arte.
El agente arrugó la nariz asqueado. El arrestado lo miró con desprecio.
– ¿No has visto trabajar a un carnicero, a un matarife? Maldita y pulcra sociedad. Ahora creéis que la carne sale de un frigorífico, pero no jodidos ciudadanos. La realidad no es así, alguien tiene que mancharse, alguien tiene que hacer el trabajo sucio, sacrificar al animal, empaparse con su sangre, limpiar el cuerpo de sus pestilentes vísceras, cortarlo en trocitos específicos para cada receta de cocina y empaquetarlo. Así, así es como llega a los ignorantes como tú, como los que estáis aquí. – Espetó girándose hacia los hombres que lo custodiaban. – Como todos los que viven en esta ciudad, en este país, en todo este puto mundo.
Otro de los ayudantes no pudo soportarlo más, se dio la vuelta y salió apurado de la sala antes de vomitar.
El agente cogió un nuevo cigarrillo y lo encendió dando otra profunda calada. La sala comenzaba a teñirse de una suave neblina con olor a tabaco.
– ¿Ven este cajón de aquí? – Apuntó el arrestado señalando otra lugar en la fotografía. – Ahí es donde recojo la sangre, buena materia prima, muy apreciada en el mercado.
El agente volvió a echar su silla hacia atrás con violencia, se puso en pié y caminó nervioso de derecha e izquierda. Súbitamente se detuvo y dio varios puñetazos sobre la mesa. Sus ojos estaban enrojecidos de ira contenida, pero aún así respiró profundo, se sentó de nuevo, cogió otra de las fotografías y se la mostró al arrestado.
– Esta es mi cámara frigorífica. – Contestó el arrestado con la imagen entre las manos. – ¿Ves cuanto trabajo tengo? Mira cuantos cerdos. – Añadió con las pupilas muy abiertas. – Tengo mucho trabajo por delante, mucha gente que alimentar, muchos consumidores que satisfacer, mucho negocio por hacer. ¿Qué hago aquí? Suélteme. ¿No ven que tengo mucho trabajo? ¿Es que sois de esos terroristas ecologistas? Vamos, sólo son cerdos. – Rió retorciéndose nervioso. – ¿Eres vegetariano? – Preguntó al agente.- ¿Y vosotros? – Añadió girándose hacia los hombres tras él.
– Eres una bestia, un monstruo. – Gritó el agente con el rostro desencajado perdiendo la compostura.
– Lleváoslo de aquí. – Ordenó a sus hombres poniéndose en pie. – Encerradlo en el peor de los agujeros. Si no existe un agujero suficientemente putrefacto para esta bestia, nosotros mismos lo fabricaremos. Quiero que sufra, quiero que no vuelva a ver la luz, quiero que el resto de su miserable vida sea la noche.
Los dos ayudantes levantaron al preso que trató de resistirse pero no pudo con la gran potencia de aquellos hombres.
– ¿Por qué? – Protestó el arrestado retorciéndose. – Yo sólo hago mi trabajo, yo cumplo la ley, yo cumplo las normas. – Entonces se detuvo pensativo. – Ah, ya entiendo, ya sé lo que pasa. – Sonrió malicioso. – Vosotros no sois como yo, me habéis engañado. Vosotros sois cerdos. – Rió con sonoras carcajadas pasando amenazante el dedo por el cuello. – ¡Cerdos! ¡Cerdos!
La voz del hombre se perdió tras la puerta donde los otros dos ayudantes echaron una mano a sus compañeros.
– ¿Lo tenemos todo? – Preguntó un agente de mayor edad que entró justo después en la sala. Era un hombre achaparrado, con el pelo blanco, aspecto cansado y arrugas en los ojos.
– Sí. – Contestó el agente encendiendo un nuevo cigarro. – Tenemos la confesión del monstruo.
El agente de mayor edad cogió las fotos, las miró y las tiró con repulsa a un lado. En ellas se podía ver cómo el carnicero hacinaba a hombres, mujeres y niños en cuartos, los sacrificaba en una cámara de gas, los troceaba con sus utensilios bien afilados y los empaquetaba para su posterior venta en mercados y carnicerías.
– Esto no debe salir nunca de aquí. – Dijo mirando hacia otro lado. – Si esto llega al exterior sería el mayor escándalo de la historia.
– ¿Y no deben saberlo Jack? – Protestó el agente apagando su cigarro sobre la mesa bajo una densa humareda. – ¿Por qué no han de saber lo que comen? Maldita sea Jack, nos hemos comido a personas como tú y como yo. Nos hemos comido a gente…
– No deben saberlo. – Sentenció saliendo de la sala sin mirar atrás.
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Acerca del autor
Escrito por: J. David Collazo Dubra (@jdavid1579)
Soy J. David Collazo Dubra, autor de la novela El Legado Primigenio con Editorial Amarante. He publicado relatos en revistas como XLSemanal donde he ganado el premio a Carta de la semana o en el concurso relatos de verán de La Voz de Galicia donde he quedado finalista con «O Tesouro» en 2017 y «Quero vivir» en 2018. También he publicado varios artículos de opinión en diversos diarios nacionales. He publicado el poema «Esta noche he visto un monstruo» incluido en las páginas de libros de texto como apoyo a los niños de segundo de primaria con Editorial Esfinge, y he colaborado con la revista cultural Ariadna en su XX aniversario con el poema «Soy un soñador».
Trabajo en varias novelas ahora mismo; desde temática novela social, novela de ciencia ficción, novela histórica o novela infantil hasta poemarios tanto en gallego como en castellano y colección de relatos cortos. Algunas ya han llegado a su final y esperan una próxima publicación. 😉
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Me has tenido en vilo hasta el ¿previsible? desenlace y tengo que reconocer que es un relato magnificamente narrado y concebido. Me ha recordado al doctor Mengele, el carnicero de los campos de exterminio de las SS. Genial, un saludo.
Es un gran placer que lo hayas disfrutado tanto Alex Brendom. Aún hay más … Mientras esta mente siga perversa e intensamente loca, siempre tendré algo q contar. Un saludo