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Por la ventanilla del avión ya se vislumbra el serpenteante litoral donde el imponente cerro Ávila se entrega al azul ardiente del mar Caribe. Allá abajo está la misma Catia La Mar, el mismo Macuto Sheraton y los mismos «ranchos» miserables donde meten la vida los pobres de mi país. Con esta impresión en mis ojos había dejado el país y con ella me rencuentro a mi retorno. También traigo intacto el rencor emponzoñado por el abandono en que partí y la ausencia que me espera. Han transcurrido ya más de tres años desde el momento en que emprendí el viaje para realizar mis estudios de «tercer ciclo» en ingeniería, en la ciudad de París. Por la ventanilla, hoy como entonces, se escurren mis pensamientos hacia París. Pienso en la rue de Javel, del 15eme arrondissement. Llega a mi memoria esa especie de pensión o casa de inmigrantes donde había ido a parar, después de muchas dificultades para conseguir una habitación y para hacerme entender en mi rudimentario francés. Recuerdo como llegaba corriendo y angustiado a la rendez-vous que había fijado con la dueña de la pensión. En la angustia temía que el acuerdo de alquiler no se concretara; ya que llegaba con retraso a la cita. La demora había sido ocasionada por una confusión en los trasbordos del Metro. Esas infinitas correspondences que hay que hacer en la formidable red ferroviaria de esa ciudad. Mis temores estaban bien fundados; pues ya había experimentado el mal carácter parisino, particularmente hacia los extranjeros. En mi carrera por la acera adoquinada, con la mirada hacia arriba buscando el número 220, tropecé con un hombre de tez morena, de una estatura mediana; tendría unos cuarenta años y ostentaba unos bigotes poblados y azabaches.
—Faîtes-vous attention, monsieur! —me reclamó que tuviese cuidado, con la dureza de unos ojos desconfiados y escrutadores.
Después de alejarme unos pasos y notar que estaba justo enfrente de la pensión, escuché la misma voz que me decía: —Morjbá bik.
El hombre, con quien minutos antes había tropezado, al parecer se había percatado que buscaba la pensión de donde él acababa de salir. En aquel momento no entendí lo que me dijo. Supuse —por su apariencia y vestimenta— que era árabe (por ese inconfundible paltó o saco a cuadros que en Europa todos ellos llevan); y que me había tomado, como solía ocurrirme, por un paisano suyo. Se quedó allí, detenido y mirándome; con una sonrisa apenas esbozada por un labio inferior que, por exageradamente corpulento, sobresalía de su bigote espeso. Era como si esperase una respuesta…
Evoco la pensión donde transcurrieron los años de mi permanencia en París. Sus espacios que constituían, a semejanza de la ciudad, una especie de arca de razas, lenguas y colores. Particularmente en las primeras horas de los días laborables, cuando todos partíamos a nuestras tareas. La mayoría eran obreros o empleados de menor jerarquía en alguna mairie o alcaldía de la aglomeración parisina. Los africanos: obreros; los magrebíes: empleados o dependientes en comercios de alguno de sus paisanos. Yo era el único suramericano y estudiante; lo cual me ganó alguna consideración. Por lo primero más que por lo segundo. Pero cosa distinta sucedía los domingos por la tarde. Era como si las nostalgias se desataran, haciendo enmudecer a unos y, a otros, escapar a patear las calles solitarias. Rutinariamente los domingos se escuchaba una música quejumbrosa y lamentada; cantada por un coro de mujeres (siempre de mujeres) y acompañado por un tamborileo suave y cadencioso. La música salía del cuarto de Tamayt Idir Ourabah, el mismo con quien me había tropezado al llegar a la pensión. La música y los recesos en mis tareas escolares propiciaron un acercamiento con este personaje que resultó no ser árabe; sino de una etnia muy antigua, tan antigua como las pirámides de los faraones: la Bereber. Entonces supe que sus palabras en aquel encuentro tropezado eran de bienvenida y que, efectivamente, me había confundido —aunque más por deseo que por la apariencia— con uno de sus coterráneos de las montañas de la Gran Kabilia, allá en su Argelia natal.
En nuestras habituales conversaciones domingueras, Tamayt —como le decía después de superar el período protocolar que imponían los buenos modales, en su cultura y en la mía— me confesó que era físico; egresado de la Universidad de Ciencias y Tecnología de la ciudad de Orán, en el litoral argelino. A esta ciudad había llegado procedente de su natal Tizi-Ouzu, de donde provenía su familia. Una familia de acomodados agricultores que pudieron pagar sus estudios universitarios. También me demostró —y con lujo de detalles— sus conocimientos en Física; ocurrió cuando me explicó el Principio de Incertidumbre en la Teoría Quántica. Esta demostración tuvo lugar en ocasión de un comentario que hice sobre una discusión sostenida con un licenciado en sociología, quien me porfiaba la inexactitud de las llamadas «ciencias exactas». Esto después de enterarse de mi condición de cursante del tercer ciclo de ingeniería, en la Escuela de Puentes y Caminos. Insistía este sociólogo que, justamente, la existencia de dicho Principio de Incertidumbre demostraba tal inexactitud; confundiendo «lo incierto» con el principio de predicción probabilística en la física moderna. Fue cuando Tamayt, riendo de buena gana —y para rematar su exposición y graficar el error del sociólogo—, me dijo algo que podría traducirse como: «Es una estupidez pretender cortarse las uñas con un alicate y pedir exactitud». Evidenciando así la diferencia entre la Mecánica Quántica y la newtoniana, raíz de la confusión del sociólogo. Entonces quien rió de buena gana fui yo. Y es que Tamayt Idir Ourabah era un hombre de razonamientos impecables y de una coherencia sin desajustes. Sostenía sus tesis con inusitada vehemencia y ardor casi exagerado, aunque sin perder el orden en la exposición. Sus corolarios eran contundentes. Era inexplicable que con su formación académica estuviese de segundo o tercer adjunto en una institución pública francesa.
Retengo un domingo de los tantos en la pequeña sala de espera de la pensión, apagándose en la conversación de las tardes. Allí Tamayt Idir Ourabah solía leer la revista Amazigh, pues pertenecía a la asociación bereberista Ta Nkri de Francia. Recuerdo cuando este me refirió —con la música del coro de mujeres bereberes de fondo, únicamente de mujeres, como es tradición en ese pueblo— sobre sus primeros días de inmigrante en Francia. Sobre su peregrinaje para encontrar alojamiento. Recordaba Tamayt el momento cuando le fue negada la habitación, después de haber acordado el alquiler de aquella y presentarse arrastrando —a duras penas y de trasbordo en trasbordo de Metro— sus dos grandes maletas azules. Ocurrió cuando el propietario se percató que se trataba de un «sale arabe». Un sucio árabe. Me contó que, sentado en la acera, lloró como un niño; cubriéndose la cara con su paltó a cuadros. Desde entonces no recuerdo haber visto llorar a un hombre con tanto resentimiento y odio. Comprendí en aquel instante la razón de la bienvenida que este hombre adusto me había ofrecido.
—La seule chose que je demande, cher ami, c´est la reconnaissance de ma dignité, en tant qu’ un homme cultivé —reclamaba Tamayt la exigencia de reconocimiento y respeto a su condición de hombre con educación. Estas confidencias, poco usuales en personalidades tan recelosas como las de este bereber, tal vez fueron desencadenadas por la reminiscencia que le produjo mi llegada y por las afinidades profesionales entre ambos. En todo caso, describían el estado de ánimo del hombre cultivado que es despreciado y relegado en su trabajo, sea por su condición racial o por ser extranjero. Era el resentimiento del hombre superior que es humillado por otros a quienes considera inferiores a él.
Recordaba cuando, al escuchar al bereber, revivían en mí las injurias que suelen soportar los profesores universitarios de mi país al intentar obtener una beca para hacer estudios en el exterior. Revivían las mezquindades de los espíritus miserables que obstinadamente se niegan a concederlas, alegando la inutilidad de disponer de profesores con estudios en el extranjero. De alguna manera sentía que compartía la misma lucha de Tamayt Idir Ourabah contra la relegación y subordinación. Aunque estas no obedecieran a razones raciales o de nacionalidad, sino más bien a las envidias que carcomen a las «señorías» mediocres que vegetan en nuestras universidades.
Claramente recuerdo cuando, transcurrido algún tiempo, se observaba en Tamayt Idir Ourabah mayor intolerancia en sus ojos desconfiados. Me comentaba que los vecinos en la pensión se burlaban de él. Que susurraban a sus espaldas.
—¡Ce sont des bêtes ! ¡Anogut! —¡Bestias, cabrones! —insultaba mezclando el francés con su lengua nativa. Tengo presente su molestia cuando —degustando juntos un couscous o seksul (como solía decirle este bereber), en una mesita de madera que tenía en su cuarto— se quejaba de estas murmuraciones. Murmuraciones que suponía tenían su causa en la defensa abierta que él hacía del FIS (Frente Islamista de Salvación), muy presente en Francia y en Argelia en aquellos tiempos. Al plantearle mis discrepancias con el FIS, señalándole —literalmente con le índice— el inconveniente de mezclar la lucha ideológica con la religiosa; este bereber, encolerizado, me advirtió que en su cultura era un irrespeto señalar a alguien con el dedo y una ofensa señalarlo con el pie….Me dijo que era un musulmán suní; que consideraba al poder absoluto de la voluntad de Dios como expresión del determinismo del destino del hombre, estando aquella por encima de la voluntad humana. Que no había contradicción entre ideología y religión. Que la expresión más clara de esto era la justicia laica impartida por la jama’a o asamblea popular de su pueblo; la cual lo hacía atendiendo a la costumbre bereber y a la Sharia islámica. Rematando, como siempre, de manera contundente: «¿Acaso las religiones y las ideologías no buscan la justicia como fin último?». Agregando: —Ar thim leeth. Sin saber lo que me decía, simplemente por la expresión de su rostro, supe que era una invitación a salir de su cuarto. Cuando salía pude ver colgado de su cuello una especie de amuleto en conchas de cauri (caracol sahariano); con una inscripción en árabe que —luego me enteraría— eran aleluyas del Corán. También salí convencido que Tamayt Idir Ourabah era un musulmán impenitente y un practicante estricto de las leyes de su pueblo.
Desde aquella discusión pocas veces me encontraba con él; puesto que Tamayt casi siempre pasaba los fines de semana fuera de la pensión. Habíamos limitado nuestra amistad al «bon jour» o al «azul amis tmuzrha» (buenos días hijo de la patria); pues este bereber insistía, obstinadamente, en que yo tenía el fenotipo de su pueblo. El distanciamiento terminó cuando, pasados unos meses, se presentó un domingo en mi habitación. Y, con el rostro demacrado, el bigote ralo y mostrando una delgadez de sufrimiento, me dijo: —¡Mon ami, j´ai une souffrance! —relatándome seguidamente la causa de su sufrimiento. —Je suis tombé amoureux. ¡Ohino! ¡Tamayt Idir Ourabah está enamorado!, me dije a mí mismo.
No olvido cuando me confesó que el amor (ohino) le hacía sufrir, pues no se sentía totalmente correspondido. Le consolé diciéndole que en mi país eso lo llamábamos «mal de amores» y que este, como todos los males, también sanaba con el tiempo. Ante esta afirmación, la mirada del bereber se tornó, como en otras ocasiones, desconfiada y pugnaz. Pensé que, nuevamente, iba a romper abruptamente la conversación. Pero no; por el contrario, se extendió en confidencias. Me dijo que se llamaba Fatimá «el amor de su existencia». Me lo dijo acentuando la última «a». Que Fatimá en su lengua significa mujer, disfrutando con ojos alegres esta afortunada coincidencia. Seguidamente me reiteró, con el seño fruncido y con evidente nerviosismo, que continuaba escuchando las murmuraciones de nuestros vecinos de pensión; pero esta vez las atribuía a la envidia por haber sido el escogido por Fatimá. Me dijo que pensaba casarse y llevar a Fatimá a vivir en Tizi-Ouzu. Me lo soltó todo de golpe y sin pausa. Fue entonces cuando me sorprendió al decirme que la Fatimá de sus amores no era otra sino la conserje portuguesa de la pensión. Realmente no sabia qué decir, pues el bereber ya no me parecía el mismo de antes; estaba realmente descontrolado. Con precaución le recordé que la conserje tenía marido; preguntándole si este estaba al tanto de su relación y de sus planes. Sin embargo, parecía no escucharme y continuaba alabando a Fatimá como su mujer ideal. Alababa su virginidad, su sumisión y su capacidad de trabajo. Fue cuando, en voz baja, me hizo una confesión que en aquel momento supuse una metáfora afiebrada de Tamayt Idir Ourabah, producto de su obsesión por Fatimá. Me dijo que «su simiente ya había sido sembrada en la tierra escogida». Tiempo después conocería que este símil era propio del imaginario del pueblo bereber para simbolizar la consumación del acto sexual. Entonces tuvieron explicación las ausencias de Tamayt los fines de semana.
—Tamayt, ¿est-ce que tu ne comprend pas !Elle est mariée et, en plus, elle a deux enfants! —le recordaba que era casada y además madre de dos hijas. Guardándome decirle que de sumisa no tenía nada, pues era una portuguesa toda atrabiliaria. Aunque ciertamente trabajadora. Repentinamente me dio la espalda y, alejándose sin mirarme, me espetó que pagaría la jul’ al marido para obtener el divorcio. Se refería a la compensación económica que suelen exigir los musulmanes para consentir la separación de la mujer. Sin embargo, no había recorrido unos pasos cuando, intempestivamente, dio vuelta; y me mostró —levantándose el faldón del paltó a cuadros— una navaja de hoja corva y de dos filos. Era grandísima, como esas que usan los gitanos de las cuevas de Andalucía. Fue cuando —señalando la navaja (la cual llevaba abierta y terciada bajo el cinturón)—, me dijo: —Avec cela nous les berbères défendons á nos femmes —indicaba la manera en que los bereberes defendían a sus mujeres. En aquel instante me convencí que Tamayt Idir Ourabah estaba en un estado delirante, obsesivo con el supuesto amor por la conserje portuguesa. Imaginaba atributos inexistentes. Escuchaba voces que murmuraban a sus espaldas y confundía realidades distintas, como esa de pagar la jul´ al marido…
Recuerdo haberme preocupado profundamente por la salud mental del bereber. Ya no era él mismo. Había perdido esa coherencia sin desajuste que tanto me impresionaba. Vino a mi memoria ese reclamo sin sentido, por la ofensa de haberlo señalado con el pie. Reflexionaba entonces sobre las causas del desajuste de mi amigo; imputándoselas a la soledad del inmigrante, a la dureza de la lucha para sobrevivir en un país y en una cultura ajenas. Al refugio que busca —en las dulzuras de la mujer idealizada y para hacer llevadera sus decepciones— el hombre curtido por las asperezas. Decepciones que en hombres como Tamayt Idir Ourabah, cultivados y brillantes, hieren y se afincan más profundamente. Entonces afloró, inevitable, la analogía entre la soledad de Tamayt y la mía. Entre su abandono tan parecido al mío. Se me atropellaron los recuerdos de aquella despedida fría y la ausencia de lágrimas en quien, como la Fatimá de Tamayt, suponía yo era «el amor de mi existencia». Comprendí que no había analogías entre su mujer idealizada y la mía, sino un mismo refugio. En aquel momento sentí una inmensa compasión por Tamayt Idir Ourabah y, tal vez, se hayan arremolinado en mis ojos las tristezas de Tamayt junto con las mías.
Aquella tarde de septiembre, de aquel septiembre de la rentrée escolar francesa…No la podré olvidar fácilmente. Venía muy contento, pues había convenido con mi tutor académico el tema de mi tesis. También la fecha de soutenance o de su defensa. Así eran las cosas en la Escuela de Puentes y Caminos: sin dilaciones y expeditas. Pero lo inolvidable de aquella tarde nada tendría que ver con la alegría por la próxima culminación de mis estudios. La razón sería otra. Aún tengo en la memoria ese tumulto de gente reunida en la entrada del 220 de la rue de Javel, en la pensión de inmigrantes. Algunos de mis vecinos de pensión estaban allí. Con el paso apresurado me aproximé y pregunté qué pasaba. Uno de ellos me dijo sorprendido:
—¡Monsieur Ourabah a fait une bêtise! ¡Il a tuée á la concierge!
Me informaban que Tamayt Idir Ourabah había cometido una tontería: había asesinado a la conserje portuguesa. ¡Vaya tontería! Atónito por la noticia, enmudecí por unos instantes. Para luego repreguntar cómo había sucedido, pues el porqué ya me lo imaginaba. Entonces me relataron que el bereber se había encerrado en la conserjería, de donde salían voces de la discusión entre este y la conserje. Al parecer Tamayt le exigía a la conserje que se fuera con él. A lo que esta se negaba, alegando que tenía marido y dos hijas; remarcando que «estaba loco si pensaba que ella iba a irse con un infeliz árabe».
—Il semble qu´ils étaient des amants —confirmándome lo que ya sabía: el amorío entre Tamayt y la conserje. Fue cuando se escuchó —continuaba relatando mi vecino— un grito desgarrador y el pedido de auxilio de la portuguesa, seguido de un silencio. También me contó que algunos pensionistas —quienes habían salido de sus habitaciones— vieron a Tamayt como si regresase de los buzones de correos, ubicados en una de las paredes de la conserjería; para entrar nuevamente a la misma. Decidieron acercarse hasta la conserjería y, golpeando fuertemente la puerta, reclamaron qué pasaba allí dentro. A lo que el bereber no respondía. Insistieron sin ninguna respuesta. Optaron por llamar a la policía. Cuando esta se hizo presente y llamó a la puerta, fue que Tamayt Idir Ourabah se decidió a abrirla. Entonces —me relataron los vecinos— se encontraron una escena espectral. Sobre el piso de la diminuta sala-comedor de la conserjería y encima de un charco de sangre, estaban abiertas las dos grandes maletas azules del bereber. Dentro de ellas se apreciaba algunas partes del cuerpo de la conserje portuguesa; quien, aparentemente, había sido primero degollada y luego parcialmente descuartizada. Al parecer Tamayt no tuvo tiempo de terminar su tarea. No se encontró el arma homicida; pero comentaban los vecinos de la pensión que habían escuchado decir a los hombres de la morgue —cuando se llevaban el cadáver— que las heridas eran de un arma blanca punzo-desgarrante. Igualmente comentaban, con sorpresa, la serenidad de Tamayt Idir Ourabah al ser aprehendido. Recuerdo que pregunté para dónde se lo habían llevado. Me dijeron que para la comisaría principal de policía, en la rue de Lecourbe. Salí casi corriendo hacia allá, pues sabía que Tamayt no disponía de nadie a quien recurrir. Ningún pariente y muy pocos amigos, entre los cuales me contaba. Siguiendo por la rue de Javel —que hacía esquina con la de Lecourbe—, doblé a la derecha para dirigirme hacia la comisaría. Caminaba muy rápido; en pocos minutos vi pasar a mi costado la clínica Blomet y, pocos segundos después, rebasaba la pequeña rue La Hachette. Y allí estaba la mairie del 15 eme arrrondissement, donde se asienta la comisaría principal. Pregunté por Tamayt y me informaron que no podía ser visitado mas que por su abogado. Que podría regresar en unos días, después de la reseña de rigor y de la imposición de cargos. Me dijeron que no me preocupara, pues el reo no pensaba ir a ninguna parte; al menos por algunas semanas. Era el humor negro de los policías, igual en todas partes.
Todavía tengo claro en la memoria el momento cuando me permitieron visitar a Tamayt Idir Ourabah. Habían pasado dos semanas desde aquella tarde fatídica para mi amigo. Lo encontré realmente sereno, con una expresión distendida y con una mirada casi apacible. Se diría que había perdido su pugnacidad habitual. Se quedó mirándome largo rato, en silencio; como recapitulando todo lo que le había pasado. Repentinamente rompió el silencio, para espetarme:
—Oui, je l´ai fait —respondiéndome una pregunta que no le había formulado y cuya respuesta conocía. Sí, él lo había hecho.
—Mon ami, amis tmuzrha, j´ai eu le courage pour tout supporter, même les mépris de tout le monde, mais jamais celui de la femme que j´aime.
Me decía Tamayt que había soportado el desprecio de todos; pero que no había podido soportar aquel de la mujer a quien amaba. Como siempre, mezclaba el francés con su lengua bereber y me hacía su paisano. Así comenzó Tamayt Idir Ourabah lo que me pareció la construcción de la defensa de su caso. Admitió que era un crimen lo que había cometido. Que no existe motivo alguno para quitarle la vida a un ser humano. Me explicó —tal vez justificándose— que la mente humana suele ser impredecible; sucede cuando a un ser se le somete incesantemente a la humillación, al ultraje y al desprecio. Cuando se le excluye y se le abandona. Me confesó que siempre fue un anacoreta entre multitudes; pues jamás se le reconocieron sus credenciales intelectuales. Me dijo que el desamparo sin afectos —apilado durante tantos años— había cobrado su cuenta. «Es como si a un hermano tuareg (se refería a los beduinos del Sahara Occidental) se le negara —después de una larga travesía— el agua de la supervivencia. Seguro la arrebataría». Retomaba los acostumbrados corolarios con los cuales solía rematar una exposición. Así como también el orden en sus argumentos. Aunque no lo dijo, pude ver en su mirada, ahora apacible y triste, que Fatimá era el agua en su desierto. En aquel instante, aún lo recuerdo, me vinieron a la memoria aquellas grandes maletas azules y no pude evitar decirme en silencio: «Y de alguna manera la arrebató».
—Mais, ne vous inquiètez pas, mon ami, ¡pas grâve! —expresión que me sorprendió, pues me decía que no me preocupara; ¡que el asunto no era grave! Fue cuando me dijo —casi susurrando y sosteniendo entre sus manos el amuleto de conchas de caurí— que según la ley de la Sharia saldría rápidamente de prisión. Que cuando el asesinato es para salvar el honor de un hombre, la D´jema’a (especie de consejo de líderes y ancianos de su pueblo) únicamente le exigiría pagar una multa y una indemnización a la familia de la víctima. Que ya lo había arreglado con su familia; ya que su padre y hermanos pertenecían a la D’jema’a de Tizi Ouzou. Y que estos ayer le habían hablado. Subrayándome que no temiera de venganza alguna; pues el asesinato de la mujer, por obra del marido, no genera ninguna. Que la Sharia así lo establecía. Nuevamente deliraba el bereber, confundiendo espacios y realidades.
París se adentraba en el invierno. El frío de menos cero ya era un hecho. El caminar, siempre presuroso de los parisinos, ahora para mí tenía sentido. También presurosas se aproximaban les Fêtes de Nöel, como le dicen a la Navidad. Y con ella mi retorno. Tengo viva en la memoria los preparativos para el regreso y mi alegría por el éxito en mis estudios, pues me llevaba dos títulos de tercer ciclo en ingeniería; de una de las más afamadas Grandes Écoles: la de Puentes y Caminos. Sin embargo, no dejaba de pensar en mi amigo el bereber; a quien no pude volver a visitar debido a su traslado a la penitenciaria de Baumettes, en Marsella. Y esto en algo me reconfortaba; pues imaginaba que, tal vez con buen tiempo, este podría columbrar desde su encierro las montañas de su lejana Kabilia. Fue durante estos preparativos y abstraído en estos pensamientos, cuando me percaté —saliendo del hipermercado Auchan de Fontenay Sous-Bois— que había comprado, sin saber el porqué, dos grandes maletas azules. Como aquellas de Tamayt Idir Ourabah.
Ahora no dejo de pensar en lo que me ocurrió esta mañana, al momento de despedirme de mis vecinos de pensión. Estos me recomendaron —después de los «au revoir y bonne chance”» habituales— que no dejara de revisar mi boite aux lettres o buzón de correos; ya que siempre las buenas noticias llegaban a última hora. Solo por la curiosidad despertada me detuve a revisar mi buzón, pues casi nunca lo hacía. Acostumbrado como estaba a la ausencia de noticias; justamente de quien más las esperaba. Lo hice con el tiempo contado, pues el taxi me esperaba para llevarme al Charles De Gaulle. El taxi era el lujo que había decidido darme en mi despedida de Francia. El buzón, como siempre, estaba repleto de propaganda. Pero al hurgar debajo de esta, me iba a encontrar con un inesperado acontecimiento: la navaja de Tamayt estaba allí. Limpia y reluciente en sus dos filos corvos. Inmediatamente, y con sigilo, la introduje en una de las grandes maletas azules que arrastraba, y salí con prisa a encontrarme con el taxi. En el recorrido hacia el aeropuerto y con la imagen de la navaja presente, se me agolparon las penas y decepciones de Tamayt Idir Ourabah. Pensé recurrentemente en la mella que puede hacer en un hombre: la subestimación, la soledad y el abandono sin querencias. En el daño que trae la idealización del amor, cuando esta abruptamente se rompe. Entonces, nuevamente, se me apiñaron mis propios agravios, subestimaciones y abandonos recibidos. Se me hizo presente la negativa de mi mujer a acompañarme: «A pasar trabajo con esa infeliz beca que te han dado». Me retumbó esa palabra: «infeliz»; hiriéndome como nunca: afincada y profundamente. En ese instante recordé las palabras con las cuales la conserje portuguesa había rechazado a Tamayt: «árabe infeliz». Fue cuando el inventario de soledades sufridas vino a testimoniarme, violentamente, como en su momento a Tamayt, el rompimiento definitivo con las ternuras idealizadas en las Fatimás que todos llevamos por dentro.
Por la ventanilla del avión ya se vislumbra el serpenteante litoral, donde el imponente cerro Ávila se entrega al azul ardiente del mar Caribe. Traigo intacto el rencor emponzoñado por el abandono en que partí y la ausencia que me espera. También traigo la decisión tomada de ajustar cuentas por ese abandono y por los desprecios recibidos. Pienso en la navaja de dos filos y en las dos grandes maletas azules que me acompañan. Y me digo que con eso será suficiente…
—Estamos llegando a Orly. —Es una voz de mujer que me susurra…
—Mi amor, mi amor, despierta que ya llegamos a París —añade la misma voz.
Al escucharla y abrir los ojos para verla —aún tenso y somnoliento— me viene a la memoria, pausada y lentamente, como cuidándose de no extraviar ni una sola letra, un verso de León Felipe: «Ten una voz mujer, que pueda, cuando esté contando las estrellas, decirme de tal modo ¿qué cuentas?, que al volver hacia ti los ojos, crea que pasé contando de una estrella a otra estrella». Es la voz de mi mujer, Fátima, que a mi lado, me anuncia nuestra llegada al aeropuerto de París. Al reconocerla, me invade un sopor sedante que me reconcilia con la vida y me arranca una sonrisa.
—¿Qué te pasaba?, tuviste un sueño pesado; dormiste todo el trayecto —me pregunta y me informa al mismo tiempo.
—Mira, hasta te dormiste con la carta de admisión en las piernas —agrega, señalándomela.
Al bajar la mirada, sobre mis piernas, está la carta de admisión a la Escuela de Puentes y Caminos; encima del plano desplegado de París. La carta lleva la firma del segundo adjunto al director de enseñanza del área de ingeniería: Monsieur Tamayt Idir Ourabah, un bereber.
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Photo by Giorgio Parravicini on Unsplash
Acerca del autor
Escrito por: Manuel Valencia-Astudillo (@Pendolista1)
Escritor/pendolista por oficio y numantino por necesidad.
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