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―¡Bien! Puede usted comenzar cuando quiera, Sr. Kareem ―le dijo quien parecía el presidente del tribunal―. Recuerde que si desea ingresar en nuestra institución su actuación ha de ser memorable. ¡Veamos de qué es capaz!
A pesar de que su conocimiento del idioma era limitado, Samir, el joven aspirante, entendió con claridad lo que le decía. Saludó a los presentes con una breve inclinación de cabeza y se sentó. Se atusó la melena negra y rizada. Luego se pasó las manos por la cara y se las frotó con un gesto nervioso. Durante unos instantes su tez oscura empalideció, ya que se sentía abrumado por las circunstancias, aunque se rehizo tan pronto como sus manos huesudas acariciaron por primera vez el instrumento que le habían prestado para la ocasión. Lo acomodó entre sus piernas y apoyó el mástil sobre su hombro izquierdo. Después, empuñó el arco con la diestra, tragó saliva y acometió con decisión el allegro del Concierto en sol mayor para chelo de Luigi Boccherini. No le habían indicado qué tocar, así que se había decidido por aquella obra alegre y desenfadada como reflejo de su optimismo ante esa increíble oportunidad que le ofrecían. Al terminar se puso en pie en señal de respeto a los jueces y pudo observar en sus miradas satisfechas la aprobación que sus bocas le denegaban por el momento.
―No ha estado mal ―le dijo de manera un tanto displicente la única mujer del jurado mientras los demás guardaban silencio―. Ahora, nos gustaría que cambiara a otro registro. ¿Qué tal algo con más empaque? ¿Le parece bien interpretarnos a Beethoven? Ah, y no es necesario que se levante al terminar cada pieza ―dijo mientras clavaba su mirada acerada en los sombríos ojos del muchacho.
No le podían haber sugerido nada mejor: su músico favorito. En seguida pensó en la Sonata nº. 3 en la mayor, opus 69 y abordó el primer movimiento, un adagio lleno de calma y serenidad, cosa no demasiado común en las composiciones del viejo cascarrabias. Gracias a su virtuosismo y a que se conocía la partitura a la perfección su actuación no quedó deslucida, a pesar de que faltaba la parte del piano. La melodía le recordó la época dichosa de su infancia, cuando acudía al conservatorio dos veces por semana. Hacía malabarismos para compaginar la música, que era lo que más le gustaba en el mundo, con la escuela. Sabía que si las calificaciones se resentían, tendría que abandonar esa gran pasión, porque, como le decían sus padres, «lo primero es lo primero y no hay más que hablar». Se esforzó tanto durante aquel periodo que la velada amenaza de sus progenitores nunca llegó a cumplirse y pudo terminar sus estudios de violonchelo en ocho años: toda una proeza, ya que la mayoría de los alumnos solía tardar diez o más.
―En esta segunda pieza nos acaba de demostrar mucha habilidad y maestría para ser tan joven. ―Aquella voz, desconocida hasta entonces para él, lo trajo de nuevo al mundo real. Se trataba del juez de apariencia más adusta―. Pero sigamos poniéndolo a prueba ―decía mientras le sostenía la mirada en plan retador durante unos momentos que se le hicieron eternos―. Me gustaría que ahora tocara a Bach ―dijo al fin.
Se sintió bastante intimidado por el talante de aquel jurado y notó que las piernas le flaqueaban: suerte que estaba sentado. Se sobrepuso lo mejor que pudo y, obedeciendo a la indicación que acababa de recibir, se sumergió de lleno en los compases del preludio de la Suite nº. 2 en re menor BWB 1008. Enseguida la música se expandió por toda la sala, llenándola de un ambiente denso y triste, cargado de nostalgia. Un pensamiento de soledad y abandono cruzó por su mente. Recordó lo mucho que su madre se emocionó la primera vez que le escuchó tocar la pieza. Ella no entendía nada de música clásica y aun así había sabido apreciar todo el arte y la humanidad que encerraba la composición. Su madre… ¿Cómo iba a poder vivir sin ella?, se preguntó mientras continuaba la interpretación con mayor sentimiento todavía. Entró en una especie de arrebato en el que las notas que salían de su chelo se le antojaban lamentos. Al finalizar escuchó algunos aplausos de los jueces, lo que le llenó de satisfacción, ya que había puesto toda el alma en la ejecución. Se había emocionado, y tras serenarse, se dio cuenta de que unas lágrimas indiscretas rodaban en ese momento por sus mejillas. No quería que el jurado lo notase, de modo que se las enjugó con todo el disimulo del que fue capaz.
A continuación, se le dirigió el miembro más joven del tribunal que apenas parecía superarlo en edad. Su aspecto, bastante desaliñado e informal, contrastaba con la circunspección de todos los demás. Ese hecho, unido también a una actitud altiva, le hizo presagiar que tenía ante sí al enfant terrible de la orquesta.
―Una buena ejecución, sin duda. Pero chelistas que interpreten a Bach de manera correcta los hay a montones. ¡Tendrá que demostrar más si quiere que lo contratemos! ¿Por qué no avanzamos un poco en el tiempo y nos ofrece algo contemporáneo?
El joven comprendió lo que se requería de él y volviendo a su instrumento tocó una transcripción para chelo del tema Summertime de Gershwin. Lo había aprendido en la mismísima Nueva York, durante una gira de la Orquesta Juvenil de Damasco, cuando las cosas aún marchaban razonablemente bien en su país. Cuánto talento desperdiciado, se lamentó mientras se disponía a tocar, ya que era consciente de que apenas algunos componentes del conjunto habían sobrevivido. La nostalgia de tiempos mejores le ayudó a darle a la melodía el toque justo de soul que requería. Con ese nuevo cambio de estilo consiguió que l’efant terrible esbozara una sonrisa. Sin embargo, ahora fue el mayor de todos los presentes el que le habló con gesto serio.
―Sí, ya veo… las vanguardias se le dan bien. ¡Pero tóqueme algo de Vivaldi!
Le vino a la cabeza La tormenta, de las Cuatro estaciones, y comenzó con una adaptación que había aprendido de pequeño. En el chelo sonaba incluso más estremecedora que en la original para violín. Interpretó la pieza con tal pasión y vehemencia que el rostro se le transfiguró y sus ojos de color negro azabache adquirieron un brillo inusitado. Se metió tan de lleno en la obra que revivió el momento en que la embarcación con la que intentaba alcanzar la otra orilla del Mediterráneo comenzó a zozobrar, agitada en plena noche por una recia tempestad. Volvió a sentir el envite de la ola que lo arrojó al mar con su violonchelo protegido en la funda y cargado a su espalda, a modo de mochila. Las cinchas del estuche constreñían sus movimientos y le impedía mantenerse a flote mientras batallaba contra las olas. No quería perder al que había sido su mejor compañero desde que tenía uso de razón y que constituía su única posesión material. Pero el instinto de supervivencia fue mayor y tras unos minutos agónicos logró desembarazarse de él. Entonces, el instrumento comenzó a alejarse arrastrado por el oleaje, aunque Samir puso todo su empeño en recuperarlo. Pero cada vez que intentaba cogerlo se alejaba un poco más siguiendo el principio de acción y reacción. No recordaba cuánto había durado aquella lucha denodada entre el mar y él, pero cuando llegó el equipo de rescate se encontraba semiinconsciente, agarrado con fuerza a su fiel amigo, al que en última instancia logró aferrarse.
Fueron minutos, horas de confusión y caos porque mucha gente corría peligro de morir en las heladas aguas y había que salvarla, de modo que nadie reparó en el viejo chelo, que quedó olvidado para siempre en el mar, como un simple madero a la deriva.
―¡Bravo! ¡Bravo! ―exclamaron los cinco jueces al unísono mientras le aplaudían con delirio.
―Sepa usted ―tomó de nuevo la palabra el presidente―, que ya se puede considerar uno de los nuestros, a falta tan solo de la ratificación de nuestro administrador. Sabemos de las circunstancias tan penosas de su viaje, en el que perdió su violonchelo. Eso no será un problema. Puede utilizar este mismo hasta que consiga uno propio ―añadió mientras señalaba el que había utilizado durante la prueba―. La Filarmónica de Berlín se lo cederá mientras tanto gustosa.
Una triste sonrisa iluminó el rostro de Samir, que, sin embargo, tenía la garganta atenazada por un nudo que lo ahogaba y le impedía hablar. Incapaz de responder con palabras a su interlocutor optó por abrazarlo de manera efusiva. No olvidaba quién era y de dónde venía. No olvidaba lo que había tenido que soportar por el camino. Tampoco, a quienes había dejado atrás. Pero sabía que volvía a tener una vida, un futuro. Debía aprovechar esta nueva oportunidad que se le brindaba y debía hacerlo precisamente en nombre de todos aquellos que no lo habían conseguido.
En aquel momento, con la cabeza enterrada en el pecho de ese hombretón que le sacaba dos palmos y que era un completo extraño, rompió a llorar como no lo había hecho en mucho tiempo. Se le mezclaron las lágrimas de la amargura con las de la esperanza. Amargura por todo lo perdido en ese sinsentido que era la guerra: su casa demolida, su familia desaparecida, convertido en el único superviviente de su estirpe. Había tenido que huir de Siria, un país devastado por completo, en el que ni las alimañas podían ya sobrevivir. Había invertido dos años de su vida en un viaje inhumano, plagado de dificultades y durante el cual, había visto tanta muerte que le quitaba el aliento recordarlo. Pero sí, también le quedaba un resquicio de esperanza. Ya todo era posible porque lo había conseguido: había llegado a su meta, al ansiado Berlín.
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Acerca del autor
Escrito por: Avelina Chinchilla Rodríguez (@avechinchi)
Narradora y poeta cuenta con dos libros de poesía “El jardín secreto” y “Paisajes propios y extraños”, una novela “La luna en agosto” y un libro de relatos “Y amanecerá otro día” al cual pertenece este relato
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Relato dotado de una admirable limpieza literaria.Demuestra la valía de su autora con ese gesto universal de la generosidad y la implicación con quienes bien podríamos calificar como los desposeídos del planeta,
Mis más fervientes felicitaciones..