Tiempo estimado de lectura: 5 min.
¿Quién es Alejandro?.
¿Cuál es su ocupación en la vida?.
¿Es padre de familia o soltero empedernido?.
¿Tiene escáner multifunción y teléfono última generación o escribe con un lápiz y un papel mientras cuida de las cabras en la montaña como nuestro amado Miguel Hernández?.
¿Es un trozo de pan o malo de cojones?.
¿Es un asesino en serie o Aníbal el caníbal?.
¿Es la reencarnación de Vicente Ferrer o la de Emilio Botín?.
Aquella mañana, cuando tuve mi primera toma de contacto con él no sabía nada de esto.
Fue hace mucho tiempo, cuando aún trabajaba en un sitio normal. Después el destino me llevó a habitar esas zonas de guerra llamadas polígonos. Páramos dejados de la mano de Dios y de los Ayuntamientos, dónde campan sin control locos al volante de todo tipo de vehículos pero, sobre todo, enormes gigantes cargados de mercancías diversas. Son lugares de difícil acceso, unidos unos a otros en cadenas interminables por vías que compiten entre ellas para ganar el dudoso honor de ser el peor punto negro de la Red de Carreteras del Estado.
Pero aquella mañana yo esperaba el tren.
Era una feliz usuaria del transporte público sentada cómodamente en uno de esos espectaculares bancos que Renfe pone a nuestro servicio. Intentaba leer mientras mis ojos y mi mente mantenían una lucha a muerte contra el sueño que se había empeñado en quedarse conmigo.
De repente, alguien se sentó a mi lado. Miré molesta comprobando que, mientras el largo asiento permanecía vacío, el tipo (sí, era un tipo) se había colocado tan cerca de mi que casi nos rozábamos. Por instinto de veterana en el transporte público, comprobé que mi bolso estaba cerrado y a buen recaudo.
Volví a centrarme en la historia de la que intentaba, sin mucho éxito, quedarme atrapada. Tarea imposible ya que, mi improvisada pareja, no paraba de moverse y suspirar golpeándome constantemente el codo de la mano donde sujetaba el libro. A la tercera vez le dirigí una mirada enfadada con la intención de hacerle notar el fastidio que empezaba a crecer en mi interior.
En cuanto lo hice tuve aquella terrible sensación de lo inevitable. Mi intención no era empezar una conversación banal con mi vecino de asiento. No me apetecía forzar mis cuerdas vocales, vagas a aquella hora, para destripar, de la manera más tonta, el parte meteorológico. Pero él era de aquellos que solo esperan un cruce de miradas fortuito para hacerte prisionero de una charla que no tiene ningún sentido.
-Hola, ¿qué tal?..
“¡No me jodas hombre. Te crees que yo tengo ganas de escuchar tonterías a estas horas de la mañana!”. Pensé mientras sonreía con educación como me enseñó mi santa madre.
-Hola. Contesté.
Señalando mi libro con un gesto de la cabeza pregunto:
-¿Interesante?.
-No está mal.
Y volví a centrar mi mirada en las páginas que tenía delante. «Aunque se hunda el mundo no levanto más la cabeza», pensé.
Extinguida la minúscula conversación apenas note que, aburrido, se alejó en busca de otra víctima más dispuesta que yo.
Al momento oí por megafonía el anuncio de la llegada del convoy con solo veinte minutos de retraso. Ósea, lo habitual.
De golpe, chirriar de frenos, toque ensordecedor de sirena, gritos. Alguien había decidido acabar con su vida aquel día, a aquella hora, en aquella estación.
Nos desalojaron y, mientras esperábamos en la puerta al autobús que había de sustituir al tren que ya no podía circular, los servicios de emergencia sacaron al desgraciado en una camilla y tapado por una manta.
Al ver sus zapatos, reconocí al hombre que había estado sentado a mi lado unos minutos antes. El tiempo que había permanecido con la cabeza enterrada en mi lectura me había permitido observar hasta el último de sus detalles.
Al mismo tiempo, oí una voz que decía:
– Alejandro García, de 30 años, según informa la policía.
Cuando llegué a mi casa aquella noche aún no había conseguido sacarme de encima la sensación de estupor. Es difícil hacerse a la idea de que alguien con quien hemos estado hablando muera en un instante. La experiencia de la mañana había sido mucho peor. ¡Mi vecino de asiento se había lanzado delante del tren a los pocos minutos de hablar conmigo!.
Tardé mucho tiempo en deshacerme de la paranoia que me provocaba el hecho de que alguien se situara a mi lado en el andén.
Un año después, misma estación, misma hora, mismo banco, diferente libro, ¡no soy tan lenta!, mismo día.
Otra vez aquella sensación de proximidad excesiva en un banco vacío. Miro y allí estaba, Alejandro García, 30 años.
Me puse blanca. Abrí la boca para gritar y solo conseguí una bocanada de aire que no conseguía pasar por mi garganta cerrada.
El se dirigió a mi en el mismo tono de la vez anterior:
-Hola, ¿qué tal?..
Señalando mi libro con un gesto de la cabeza preguntó:
-¿Interesante?.
Yo seguía mirándolo con la boca abierta y cara de espanto. De repente se levantó y se dirigió a la vía cuando el tren hacía su entrada en la estación.
Encontré mi voz y salí corriendo y gritando en pos de él mientras los otros usuarios me miraban como si me hubiera vuelto loca.
Otra vez chirriar de frenos, sirena y gritos.
Todo el mundo corrió al borde del andén, capitaneados por mi que les sacaba un cuerpo de distancia. Ya era tarde, sus piernas y sus pies, enfundados en los zapatos que tan bien recordaba, sobresalían por debajo del cuerpo de la máquina. Y entonces volví a oír una voz a mi espalda que decía:
-¡Alejandro García, 30 años, lo ha vuelto a hacer!.
Me compré un coche y busqué una empresa situada en un polígono.
Photo by Frederica Diamanta on Unsplash
Acerca del autor
Escrito por: Luisa Vázquez Vélez (@LuisaVzquezVle1)
Contadora de historias desde hace algún tiempo a traves de mi Blog «Lecturas y Reflexiones». También han publicado mis relatos en algunas webs y revistas literarias incluida esta.
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